“Nadie conoce al Padre sino el Hijo y al que el Hijo se lo quiere revelar”
El Padre es aquel de quien procede todo, en quien existe todo. El mismo, por Cristo y en Cristo, es el origen de todo. Además, tiene su ser en si mismo, no lo recibe de otro... Es infinito porque no está en algún lugar sino en todas partes y todo está en él... Existiendo antes del tiempo, éste procede de él. Que tu pensamiento se dirija a él si piensas tocar a sus límites...Lo encontrarás siempre porque cuando tu avanzas sin cesar hacia él, la meta a la que te diriges se aleja cada vez más... Esta es la verdad del misterio de Dios, ésta es la expresión de la naturaleza impenetrable del Padre... Para expresarlo, la palabra tiene que cesar, el pensamiento quedar quieto, y para aprehenderlo, la inteligencia se encuentra limitada.
Y no obstante, el nombre de Padre designa su naturaleza. Dios no es sino Padre. Pero no recibe desde fuera, a la manera de los hombres, el ser de Padre. Es el eternamente engendrado... Es conocido sólo por el Hijo porque “Nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar.” Y “nadie conoce al Hijo fuera del Padre.” Los dos se conocen el una al otro y este conocimiento mutuo es perfecto. También porque “nadie conoce al Padre sino el Hijo”. No pensemos del Padre más que lo que el Hijo nos ha revelado ya que él es el testigo fiel (cf Ap 1,5).
Es mejor pensar sobre quien es el Padre que no hablar de ello. Porque toda palabra es impotente para expresar sus perfecciones... No podremos más que reconocer de alguna manera su gloria, teniendo de ella cierta idea e intentar precisarla con nuestra imaginación. Pero el lenguaje humano es impotente y las palabras no explican la realidad tal cual es... Así, aunque se reconozca a Dios, hay que renunciar a nombrarlo: sean cuales sean las palabras empleadas, no sabrán expresar el ser de Dios, su grandeza... Hay creer en él, intentar comprenderlo y adorarlo. Haciendo esto, hablaremos de él.
San Hilario (c. 315-367), obispo de Poitiers y doctor de la Iglesia
La Trinidad 2, 6-7
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