miércoles, 30 de septiembre de 2015

Seguir a Cristo por el camino recto


Seguir a Cristo por el camino recto

Un día vinieron todos los monjes a ver a Antonio y le rogaron les dijera una palabra. Les dijo:… Hemos comenzado, nos hemos comprometido a seguir el camino de la virtud. Ahora, marchémonos con el deseo de proseguir el camino hasta alcanzar el fin (Flp 3,14). Que nadie mire atrás, como la mujer de Lot (Gn 19,26), porque el Señor ha dicho: “el que pone la mano en el arado y mira atrás no es apto para el Reino de los cielos”. Mirar hacia atrás no es otra cosa que cambiar su propósito y volver a gustar las cosas de este mundo. No temáis cuando oigáis hablar de virtud y no os extrañéis de esta palabra. Porque la virtud no está lejos de nosotros: no nace fuera de nosotros; es asunto nuestro y la cosa más simple con tal que lo queramos. 


Los paganos abandonan su país y atraviesan el mar para estudiar. Nosotros, no tenemos ninguna necesidad de abandonar nuestro país para llegar al Reino de los cielos, ni cruzar el mar para adquirir la virtud. Porque el Señor ha dicho: “El Reino de los cielos está dentro de vosotros” (Lc 17,21). La virtud, pues, no tiene necesidad más que de nuestro querer, puesto que está en nosotros y nace de nosotros. Si el alma conserva su inteligencia natural, la virtud nace en nosotros. El alma se encuentra en su estado natural cuando permanece tal como ha sido creada; ha sido creada muy bella y muy recta. Por eso Josué, hijo de Nun, decía al pueblo exhortándolo: “Que vuestro corazón sea recto ante el Señor, el Dios de Israel” (Jos 24,23). Y Juan Bautista: “Allanad vuestros senderos” (Mt 3,3). El alma recta es la que conserva su inteligencia tal como ha sido creada. Por el contrario, cuando se desvía y abandona su estado natural, es entonces que se habla de vicios en el alma. La cos, pues, no es difícil… Si tuviéramos que buscar la cosa fuera de nosotros, eso sería lo verdaderamente difícil, pero, puesto que está en nosotros, guardémonos de pensamientos impuros y conservemos nuestra alma sólo para el Señor, como si hubiéramos recibido un depósito, de manera que el Señor pueda reconocer su obra al encontrar nuestra alma tal como él la ha hecho.


San Atanasio (295-373), obispo de Alejandría, doctor de la Iglesia 
Vida de san Antonio, 19-20 


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Santo Evangelio 30 de septiembre 2015


San Jerónimo 30 septiembre

30 de septiembre
SAN JERÓNIMO
 († 420)

La Iglesia ha reconocido a San Jerónimo como Doctor Máximo en exponer las Sagradas Escrituras. Tampoco se le puede negar el título de Doctor de los ayunos. Fue admirado ya por sus contemporáneos como el varón trilingüe, por sus conocimientos del latín, del griego, del hebreo. La Edad Media se entusiasmó con sus cartas ascéticas a clérigos, monjes, vírgenes y viudas, en las que trataba el ideal de la cristiana perfección. Hoy mismo, más que sus trabajos bíblicos, superados por el incesante avance de la ciencia, siguen deleitándonos sus epístolas y sus polémicas, sus vidas de Pablo, Malco e Hilarión, es decir, aquellos escritos en que se revela más espontáneamente —el estilo del hombre— el temperamento y la personalidad de San Jerónimo. Y aquí, precisamente, es donde radica la dificultad para tejer su semblanza crítica, no su panegírico.

Ya en el siglo XVI, el gran escritor español Juan José de Sigüenza, en su Vida de San Jerónimo —la primera escrita en castellano—, tuvo que defenderlo de quienes reparaban en "que tiene mucha libertad en el decir, que es muy desenvuelto para santo". Por otra parte, se ha llegado a decir en nuestros días que algunos pasajes de sus obras completas quizá no hubieran sido aprobados en un proceso moderno de canonización.

Ciertamente, la vida de Jerónimo, seguida paso a paso a través de los abundantes fragmentos autobiográficos de su obra escrita, nos da la clave para interpretar su santidad de la mejor ley. En sus escandalosas invectivas, así como en sus criticas mordaces y sus polémicas ofensivas, había mucho de "literatura", esto es, "adornos retóricos" para impresionar a los lectores. Si esto se juzga defecto o sombra, error o debilidad, habrá que achacarlos al "hombre viejo", al literato ciceroniano que pugnaba por salirse a través de su pluma. En todo caso, su entusiasmo por la Iglesia y por la ciencia, su tenaz lucha por alcanzar la perfección monástica, su entrega total a las tareas bíblicas, renunciando a su innata vocación a la literatura profana, hacen de Jerónimo un santo extraordinario, único en su género, tal vez más admirable que fácilmente imitable.

Había nacido, en la primera mitad del siglo IV, en Stridón (Dalmacia). Su padre, Eusebio, gozaba de buena posición. Pudo, pues, enviar a su hijo a Roma para que estudiara allí con los mejores maestros. Jerónimo, casi un niño, destacó entre los alumnos del célebre gramático Elio Donato. Luego estudió retórica y filosofía. A medida que avanzaba en los saberes, crecía en él la afición a los libros. Comenzó entonces a formar su propia biblioteca; unas veces compraba los códices y otras era él mismo quien se los copiaba. Iba así aumentando su rica colección de autores profanos, su tesoro, como él reconocerá más tarde.

Durante esta época de estudiante romano, Jerónimo no estaba bautizado; era solamente catecúmeno y le gustaba visitar, con sus amigos, las catacumbas. Nada, empero, tiene de extraño que, lejos de las paternas miradas, se dejase arrastrar también, en alguna ocasión, por las malas influencias del ambiente. Las cenas entre amigos jóvenes, bien rociadas con vino, hacían peligrar la castidad de los ebrios. "jamás juzgaré casto al ebrio —escribía Jerónimo desde Belén—; dirá cada cual lo que quiera; yo hablo según mi conciencia: sé que a mí la abstinencia omitida me ha dañado, y recobrada me ha aprovechado."

Al terminar sus estudios, recibió en Roma el bautismo. Comenzó entonces una etapa viajera. Fue a Francia y entró en contacto con la colonia monástica de Tréveris. Estuvo luego en Aquilea. Súbitamente, se le ocurrió peregrinar a Jerusalén. Cortó de un tajo todos los lazos que le unían a Occidente: casa, padres, hermana, parientes; y —lo que aún le costó más— dejó la costumbre de una alimentación variada, para trocarla por una dieta de ayuno cotidiano. Sólo se llevó consigo sus libros, "la biblioteca que con enorme esfuerzo y trabajo logré reunir en Roma".

Fue precisamente en Antioquía de Siria, a mitad de la Cuaresma, cuando una gravísima avitaminosis —un beriberi— estuvo a punto de poner fin a su vida. Durante el delirio de su enfermedad, soñó que le azotaban por ser ciceroniano. Al despertar, sintió el dolor de las heridas y sus espaldas acardenaladas. Y él mismo se las había causado, en la agitación del ensueño, al chocar su piel adelgazada y ser comprimida entre el duro suelo y sus costillas. Juró Jerónimo en aquella ocasión no volver a leer más los códices paganos. Comprendió que era necedad ayunar para estudiar a Marco Tulio. Su vocación innata de escritor estaba en crisis. Había que renunciar a los caminos de la gloria humana que le brindaba su dominio de los clásicos latinos. Era preciso, para ser fiel a la nueva llamada, entregarse al estudio de la divina palabra. La decisión de Jerónimo fue inquebrantable: el literato en ciernes se transformaría en filólogo. Profundizó el estudio del griego y, más tarde, en la soledad del desierto, con un esfuerzo sobrehumano, aprendió el hebreo con un maestro judío. La gracia había venido en ayuda de la naturaleza. La literatura profana podía despedirse de contar un clásico entre sus filas; ganaban, en cambio, el cielo, al santo penitente, la Iglesia, al Doctor Máximo de las Escrituras; la literatura cristiana, al hombre más culto y erudito de su siglo.

Apenas repuesto de su beriberi, en la misma Antioquía, comenzó Jerónimo a escribir para el público de Occidente.

Fueron al principio cartas dirigidas a los amigos, pero destinadas a la publicidad. Poco después se trasladó al desierto de Calcis, donde hizo vida de anacoreta. Los primeros días, entregado de lleno a la oración y el ayuno, se vio envuelto en un mar de tentaciones. Su cuerpo, débil por las abstinencias y convaleciente de la avitaminosis, se estremecía con el recuerdo de las danzas romanas. La temperatura subnormal, típica del hambre, enfrió su cuerpo. Sin embargo, seguían hirviendo en su mente los incendios libidinosos. Esto indignaba al eremita y provocaba sus golpes de pecho, una noche tras otra, sin dormir apenas. Aquel fugaz episodio ha servido de inspiración para toda la iconografía jeronimiana. Lienzos y estatuas en iglesias y museos nos presentan al Santo semidesnudo, sarmentoso, golpeando con una piedra su pecho, el león a sus pies, la cueva por habitación, la soledad por paisaje. Sin embargo, aquellas vehementes tentaciones desaparecieron pronto; tan pronto como Jerónimo comenzó en serio el estudio del hebreo. Le costó, se desesperó, lo echó a rodar y, por la porfía de aprender, volvió a comenzarlo de nuevo. Reanudó, pues, sus tareas intelectuales; mandó buscar los libros que necesitaba; se rodeó de copistas, siguió escribiendo. De esta época son la Carta a Heliodoro, donde canta las excelencias de la vida solitaria, así como la Vida de Pablo, el primer ermitaño, en la que la fantasía del autor suplió maravillosamente la falta de información de las fuentes.

Poco más de treinta años contaría Jerónimo cuando se dejó ordenar sacerdote por el obispo Paulino de Antioquía, pero a condición de seguir siendo monje, esto es, solitario, y no dedicarse al servicio del culto. Después trató en Constatinopla con San Gregorio Nacianceno e hizo también amistad con San Gregorio de Nisa.

Hacia el año 382, invitado por el papa San Dámaso, Jerónimo se trasladó a Roma. Llegó a ser secretario del anciano Papa y hasta se habló de que sería su sucesor. Recibió el encargo de revisar el texto de la Sagrada Escritura. Ya no cesó de ocuparse de trabajos bíblicos. Hasta que se extinga su vida, en el retiro de Belén, irá acumulando códices, cotejando textos, para darnos su versión del hebreo.

Tres años duró esta estancia de Jerónimo en Roma y durante ella pasó un verdadero calvario. Al principio, con fama de sabio y de santo, todos se inclinaban respetuosamente a su paso. Pero quiso extender su apostolado a un grupo de damas pertenecientes a la nobleza romana. Ayunar diariamente, abstenerse de carne y de vino, dormir en el suelo, es decir, el más severo ascetismo oriental implantado en el corazón de Roma. Tal era el programa de las penitencias exteriores a las que se sometieron gustosas las viudas Marcela y Paula, así como la hija de ésta, Eustoquio. Por otra parte, llevado de su amor a las Escrituras, Jerónimo dio a sus discípulas lecciones bíblicas; les enseñó el hebreo para que pudieran cantar los Salmos en su lengua original; les aconsejó que tuvieran día y noche el libro sagrado en la mano. Las murmuraciones fueron surgiendo solapadamente. Jerónimo, ajeno a la tempestad que le rodeaba, quiso corregir los escándalos que veía a su alrededor. En la Carta sobre la virginidad, que escribió a su discípula Eustoquio, lanzó críticas mordaces sobre los abusos del clero romano. La tormenta estalló cuando murió la joven Blesila, otra hija de Paula. Era una viuda muy joven, y cuando todos esperaban que se volvería a casar, fue convertida por Jerónimo. Su noviciado, por decirlo así, sólo duró tres meses, porque murió apenas iniciada su vida ascética. En sus funerales, el público gritó contra "el detestable género de los monjes" y le acusó de haber provocado con los ayunos la muerte de la amable y noble joven.

Jerónimo, consternado, tuvo que abandonar Roma y emprender el camino de Jerusalén. Poco después, se reunía en Oriente con Paula y Eustoquio, "quiera o no el mundo, mías en Cristo". Juntos visitaron los Santos Lugares; llegaron a Alejandría, al desierto de Nistria. Hacia el año 386 se establecieron definitivamente en Belén. Con el rico patrimonio de Paula pudieron construir tres monasterios femeninos y uno de hombres, dirigido por Jerónimo. Se agregó más tarde una hospedería para los peregrinos y una escuela monacal, en la que Jerónimo explicaba los autores clásicos.

Aquellos siete lustros pasados en el retiro de Belén fueron de incansable actividad literaria. Rodeado de una magnífica biblioteca, el sabio penitente seguía leyendo y escribiendo día y noche. Sólo cuando las repetidas enfermedades, avitaminosis ocasionadas por sus abstinencias, le impedían escribir, dictaba a vuela pluma a sus taquígrafos, sin retocar el escrito. Junto a sus trabajos bíblicos sobre el texto de la Sagrada Escritura, que culminaron en la versión del hebreo, hay que señalar sus comentarios a los profetas, a San Pablo, al evangelio de San Mateo, Fue también traductor excelente de Orígenes, de la Crónica de Eusebio, de Dídimo el Ciego, de las reglas de Pacomio. Las polémicas en que se vio envuelto Jerónimo no tienen parangón en la literatura cristiana. Escribió contra Elvidio, que negaba la perpetua virginidad de María; contra Joviniano, que negaba la superioridad del estado virginal sobre el matrimonio y proclamaba la inutilidad de las prácticas ascéticas; contra Vigilancio, que atacaba el culto de los santos y de las reliquias; contra los pelagianos; contra su antiguo amigo Rufino y contra Juan de Jerusalén, en aquella desdichada controversia origenista. En esas paginas polémicas es donde abundan las invectivas que ensombrecen los escritos del monje de Belén.

He aquí una muestra en el libro contra Joviniano: "Sólo nos resta —escribía Jerónimo al fin de la polémica— que nos dirijamos a nuestro Epicuro, metido en su jardín, entre adolescentes y mujerzuelas. Te apoyan los gordinflones, los de reluciente cutis, los que visten de blanco...; a cuantos viere guapetones, a cuantos se rizan el cabello, a los que vea con cara sonrosada, de tu rebaño serán, o mejor, gruñen entre tus puercos... Tienes también en tu ejército muchísimos que añadir a la centuria...: los gordos, los peinados y perfumados, los elegantes, los charlatanes, que te pueden defender con sus puños y sus patadas. A ti te ceden el paso en la calle los nobles; los ricos besan tu cabeza. Porque, si tú no hubieras venido, los borrachos y los que eructan no podrían entrar en el paraíso." Cierto que en estos insultos personales hay mucho de retórica para desarmar con el ridículo al hereje; es verdad también que el tono oratorio se prestaba a exagerar las frases para que produjeran mayor efecto en los lectores. Muchos enemigos se creó, empero, el erudito por aquellos desahogos de su cáustica pluma. Lo que no podemos dudar un momento es de la buena intención con que Jerónimo luchó siempre en defensa de la ortodoxia, de la virginidad, del ascetismo.

Precisamente en sus cartas de Belén y en las homilías que predicaba a sus monjes se nos aparece un Jerónimo menos impulsivo, menos irónico, más moderado, más humano, más deseoso de vivir en paz que lo que muestran sus polémicas. La bella Epístola a Nepociano sobre los deberes de los clérigos, los panegíricos de sus amigos difuntos, sobre todo el de la viuda Paula; las cartas de dirección a monjes y vírgenes, forman una corona de prudentes consejos, de sabias enseñanzas, de cálidas exhortaciones a la virtud y a la perfección.

"Me pides a mí, carísimo Nepociano, en carta de la otra parte del mar, que redacte para ti, en un pequeño volumen, los preceptos del vivir y con que proceder aquel que, abandonada la milicia del siglo, tratare de ser monje o clérigo, debe ir por el recto camino a Cristo para no ser arrastrado a los apartaderos de los vicios." Y líneas más abajo: "Imponte solamente el modo de ayunar que puedas tolerar." "Por experiencia he aprendido —dice en otra de sus cartas— que el asnillo, cuando se fatiga en el camino, busca el pesebre." Y en la carta a Demetríades: "No te imperamos, en verdad, los ayunos inmoderados ni las enormes abstinencias de los alimentos, con las cuales se quebrantan en seguida los cuerpos delicados y empiezan a enfermar antes de que echen los fundamentos de la santa conversión...; el ayuno no es la perfecta virtud, sino el fundamento de las demás virtudes."

Con idéntica moderación va señalando Jerónimo, en esos escritos de dirección de las almas, los peligros de la vida solitaria, la necesidad de un director experto, del vencimiento del orgullo, de las buenas obras, sin las cuales las mismas vírgenes, según la parábola del Evangelio, son excluidas, por tener sus lámparas apagadas.

Las invasiones de los bárbaros, la ruina del Imperio, el asalto de su propio monasterio por los herejes, la repentina muerte de su cara Eustoquio, fueron dejando huella en el anciano septuagenario. Murió hacia el 20 de septiembre del año 420. Así fue, en efecto, la vida y la obra de aquel dálmata fogoso, que logró domeñar sus pasiones con las más severas abstinencias y acertó a encauzar su ambición literaria convirtiendo su pecho en la biblioteca de Cristo.

JOSÉ JANINI

martes, 29 de septiembre de 2015

La santidad de los ángeles

La santidad de los ángeles

    «Los cielos han sido consolidados por la palabra del Señor  y todos sus ejércitos por el aliento de sus boca » (sal 32,6…) ¿Cómo no pensar en la Trinidad : el Señor que ordena, la Palabra que crea, el Espíritu que consolida? ¿Qué quiere decir «consolidar» sino perfeccionar en la santidad, esta palabra que designaba ciertamente, estar sólidamente establecido en el bien? Pero, sin Espíritu Santo no hay santidad, porque las fuerzas del cielo no son santas por su propia naturaleza, pues, de no ser así, no habría diferencia entre ellas y el Espíritu Santo; ellas reciben del Espíritu Santo la medida de su santidad según el lugar que ocupa cada una de ellas. 


    La sustancia de los ángeles es, posiblemente, un aliento –que es aire- o un fuego material. En un salmo se dice : «Tienes a los vientos por mensajeros y por servidores unas llamas de fuego» (sal 103,4). Es por esta razón que pueden estar en un lugar y, seguidamente aparecer visibles bajo un aspecto corporal a los que son dignos de ello. Pero la santidad… se les comunica por el Espíritu Santo. Y los ángeles conservan su dignidad perseverando en el bien, guardando la elección de la que han sido objetos ; y ellos escogen el no alejarse jamás del verdadero bien… 


¿Cómo los ángeles podrían decir : «Gloria a Dios en las alturas» (Lc 2,4) sino es por el Espíritu Santo? En efecto «nadie puede decir: ‘Jesús es el Señor’ si no es en el Espíritu Santo; y nadie, si habla por el Espíritu de Dios, puede decir: ‘Maldito sea Jesús’» (1Co 1,16). Es eso, precisamente, lo que habrán dicho los espíritus malos, adversarios de Dios… en su libre arbitrio… ¿Podrían todos  los poderes invisibles (Col 1,16) tener una vida bienaventurada si no pudieran contemplar sin cesar el rostro del Padre que está en los cielos? (Mt, 8,10) Ahora bien, esta visión no se puede tener sin el Espíritu… ¿Podrían decir los serafines: «Santo, Santo, Santo» (Is 6,3) si el Espíritu no les hubiera enseñado esta alabanza? Si todos esos ángeles y todas estas fuerzas alaban a Dios (sl 148,2), si millares y millares de ángeles e innumerables miríadas de ministros están siempre junto a Él, es por la  fuerza del Espíritu Santo que rige toda esta armonía celestial e indecible en el servicio de Dios y en un mutuo acuerdo.

San Basilio (c. 330-379), monje y obispo de Cesárea en Capadocia, doctor de la Iglesia 
Tratado sobre el Espíritu Santo, c. 16 




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Santo Evangelio 29 de Septiembre 2015

Día litúrgico: 29 de Septiembre: Los santos Arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael

Texto del Evangelio (Jn 1,47-51): En aquel tiempo, vio Jesús que se acercaba Natanael y dijo de él: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño». Le dice Natanael: «¿De qué me conoces?». Le respondió Jesús: «Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi». Le respondió Natanael: «Rabbí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel». Jesús le contestó: «¿Por haberte dicho que te vi debajo de la higuera, crees? Has de ver cosas mayores». Y le añadió: «En verdad, en verdad os digo: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre».

«Veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre»
Cardenal Jorge MEJÍA Archivista y Bibliotecario de la S.R.I. 
(Città del Vaticano, Vaticano)

Hoy, en la fiesta de los Santos Arcángeles, Jesús manifiesta a sus Apóstoles y a todos la presencia de sus ángeles y la relación que con Él tienen. Los ángeles están en la gloria celestial, donde alaban perennemente al Hijo del hombre, que es el Hijo de Dios. Lo rodean y están a su servicio.

«Subir y bajar» nos recuerda el episodio del sueño del Patriarca Jacob, quien dormido sobre una piedra durante su viaje a la tierra de origen de su familia (Mesopotamia), ve a los ángeles que “bajan y suben” por una misteriosa escalera que une el cielo y la tierra, mientras Dios mismo está de pié junto a él y le comunica su mensaje. Notemos la relación entre la comunicación divina y la presencia activa de los ángeles. 

Así, Gabriel, Miguel y Rafael aparecen en la Biblia como presentes en las vicisitudes terrenas y llevando a los hombres —como nos dice san Gregorio el Grande— las comunicaciones, mediante su presencia y sus mismas acciones, que cambian decisivamente nuestras vidas. Se llaman, precisamente, “arcángeles”, es decir, príncipes de los ángeles, porque son enviados para las más grandes misiones. 

Gabriel fue enviado para anunciar a María Santísima la concepción virginal del Hijo de Dios, que es el principio de nuestra redención (cf. Lc 1). Miguel lucha contra los ángeles rebeldes y los expulsa del cielo (cf. Ap 12). Nos anuncia, así, el misterio de la justicia divina, que también se ejerció en sus ángeles cuando se rebelaron, y nos da la seguridad de su victoria y la nuestra sobre el mal. Rafael acompaña a Tobías “junior”, lo defiende y lo aconseja y cura finalmente al padre Tobit (cf. Tob). Por esta vía, nos anuncia la presencia de los ángeles junto a cada uno de nosotros: el ángel que llamamos de la Guarda. 

Aprendamos de esta celebración de los arcángeles que “suben y bajan” sobre el Hijo del hombre, que sirven a Dios, pero le sirven en beneficio nuestro. Dan gloria a la Trinidad Santísima, y lo hacen también sirviéndonos a nosotros. Y, en consecuencia, veamos qué devoción les debemos y cuánta gratitud al Padre que los envía para nuestro bien.

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San Rafael Arcángel, 29 de septiembre

29 de Septiembre
SAN RAFAEL, ARCÁNGEL

Divisar desde las sombras del destierro las cimas celestes, coronadas de luz, y hallar allí quien interceda por nosotros ante el Altísimo y quien descienda para llevarnos de la mano hacia las alturas, será siempre entre los cristianos una fuente de consuelos y esperanza. Venimos de Dios y a Dios caminamos: pero no solos, sino en compañía de ángeles que nos guardan e iluminan. El Apocalipsis los describe incensando el trono de Dios y poniendo sobre el altar de oro las oraciones de todos los santos (Apoc. 8,3). Las cuales, en olor de suavidad y de incienso suben entremezcladas con las oraciones de Aquel que, según la frase de San Pablo, vive siempre para rogar por nosotros (Hebr. 7,25).

¿Quiénes son estos ángeles? Uno de ellos, San Rafael nos lo va a revelar, al mismo tiempo que contemplamos su paso visible y su paso invisible por la tierra. Situemos estas páginas mirando a la remota lejanía. Setecientos veinte años antes de Jesucristo. Reinan en Nínive Salmanasar V y después Sargón II. San Rafael acompaña a Tobías en el viaje: nosotros le acompañaremos a él muy de cerca, porque las huellas de sus pies y los pliegues de su manto han quedado prendidos en uno de los libros sagrados más deliciosos que han leído los hombres.

En el libro de Tobit pensaría, sin duda, San Pablo cuando escribió: "¿No son todos los ángeles espíritus ministrantes, enviados para el servicio en favor de aquellos que han de alcanzar la herencia de la salud?" (Hbr. 1,14).

¡Cuán maravillosamente realiza el arcángel San Rafael este ministerio del espiritu! Sobre todo en lo referente a la piedad, a la caridad, a la pureza del matrimonio y a la santificación de la familia.

Al despedirse San Rafael revelará en casa de Tobit el misterio de su misión. Y el joven Tobías traza este resumen del ministerio angélico: Porque él me llevó y me trajo sano, él cobró el dinero de Gabaelo, él hizo que yo tuviera mujer, y él alejó de ella el demonio, ocasionó gozo a sus padres, y a mí mismo me liberó de ser devorado por el pez; a ti, además, hizo ver la luz del cielo y por él hemos sido colmados de todos los bienes. En correspondencia a esto, ¿qué le podemos dar que sea digno? (Tob. 12,3).

Los "bienes' derramados sobre los dos Tobías corren paralelos y tienen un fundamento común: premiar una familia santificada, preparar un matrimonio santificador. San Rafael desciende del cielo para premiar la virtud del anciano Tobías, sobre todo su heroica caridad, para aliviarle en su tribulación y curarle su ceguera. Él es la "medicina de Dios". A Tobit le descubre el secreto de la muerte de los siete maridos de Sara, le enseña la pureza y fecundidad del matrimonio, y tapa una fosa preparada para enterrar las rosas de la cuna la misma noche de las bodas (Tob. 8, 1 1-1 5 ).

Tobit pertenece a la tribu de Neftalí, vive los días aciagos de la ruina de Israel, sufre la invasión de los enemigos de su pueblo y marcha cautivo a Nínive bajo el vasallaje de los asirios. Pierde la anchura de la libertad, pero día a día recorre los caminos de la verdad y de la justicia (1,3).

Era niño, y ninguna niñería se descubría en sus obras; sonreiale ante Dios la vigorosa y lozana juventud. Mientras vive en su patria sube a Jerusalén, visita el Templo, adora al Señor Dios de Israel y le ofrece sus décimas con entera fidelidad. Ya casado, tiene un hijo y le impone también el nombre de Tobías, y le enseña desde la infancia el santo temor de Dios (1,4-10).

Las virtudes de Tobit se abrillantan entre las inclemencias del destierro. No se contamina con la impiedad de los ninivitas. Mientras soplan vientos favorables en tiempo del rey Sargón favorece a sus hermanos de cautiverio, los visita, los socorre y les presta dinero, como a Gabaelo, según veremos pronto. De sus manos brotan continuamente los alimentos, los vestidos, las medicinas y el dinero en favor de los necesitados. Entierra a los muertos, incluso jugándose la vida, porque, muerto Sargón, Senaquerib le persigue a muerte (1,11-23). Mas, si arrecia el ciclón, arrecia también su caridad; y Tobit, temiendo más a Dios que al rey, recoge cadáveres de sus hermanos de patria y de destierro, los oculta en su casa y durante la noche los entierra (2,9).

No tardó en llegar de nuevo la hora de la "tentación", permitida por Dios para dejar a la posteridad admirables ejemplos de paciencia. Tobit se queda completamente ciego de una manera inesperada. En pos de la ceguera vienen los insultos, la incomprensión, las burlas. Mas ni se queja de la ceguera ni se enoja con la fea conducta de parientes y de amigos (2,11-23).

Acude al Señor, ora con lágrimas en su acatamiento y exclama: "Justo eres, Señor, y justos son tus juicios: hágase conmigo tu voluntad, porque más me conviene morir que vivir" (3,1-6).

¡Cerrados estaban los ojos de la cara de Tobit, pero muy abiertos los de su espíritu! En éstos se estaba mirando desde el cielo el arcángel San Rafael, y muy pronto, como médico enviado por Dios, se miraría también en la luz de aquellos!

Pero ¿moriría Tobit? Ante la posibilidad de un desenlace inminente llama Tobit a su hijo Tobías, encargándole que vaya a Ecbatana —la Ragés de la Vulgata—. Vivia allí su pariente Gabaelo, a quien hacia tiempo habia prestado Tobit diez talentos de plata. Habia llegado, pues, el momento de cobrar la suma prestada, antes que se echasen encima las sombras de la noche.

Al recibir Tobías el encargo replica: "Haré, padre mio, cuanto me mandas. Mas no conozco a Gabaelo ni tengo idea del camino" (4,1; 5,1,4).

No lo recorrería él solo fácilmente. Ecbatana distaba de Nínive 700 kilómetros. ¿No se prestaria algún "varón fiel" a acompañarle mediante la merecida recompensa?

Apenas ha dado los primeros pasos Tobías le sale al encuentro un joven "espléndido", ceñido de su manto y en actitud de caminante. No cae en la cuenta Tobías de hallarse ante un ángel de Dios—San Rafael en persona—, como lo revelará más tarde. Desde el primer momento roba todas las simpatías del joven. Es el compañero ideal de viaje.

—¿De dónde procedes, simpático joven?—pregunta Tobías. —De los hijos de Israel. —¿Conoces el camino de Media? —Lo conozco, lo he recorrido muchas veces, y he vivido con Gabaelo, "nuestro hermano".

Salta de júbilo Tobías, y sin poderse contener le dice a San Rafael: —Aguarda un momento; voy a,comunicárselo a mi padre.

El cual, no menos gozoso que el hijo, llama al ángel, que le saluda así: —Alegría siempre para ti. —¿Qué alegría puede haber para mi, si vivo en tinieblas y no veo la luz del cielo?—replica el ciego Tobit.

Anúnciale entonces el ángel que curará, que cobrará la deuda a Gabaelo, que acampañará a su hijo, y se lo devolverá sano y salvo. A las preguntas de Tobit sobre su persona y su linaje, San Rafael responde con piadosas evasivas, hasta terminar este diálogo con la frase, tan inocentemente expresiva, de Tobit: —Buen viaje, Dios os guíe en vuestro camino, y su angel os acompañe (5,5-21).

Avanzaba bordeando las orillas del Tigris. Bañándose cierto día en sus aguas, un enorme pez se abalanza sobre Tobías para devorarle. Asustóse, y entonces San Rafael le indica que, sin miedo ninguno, agarre al pez (6,4-6): —Desentráñalo, y guarda su corazón, la hiel y el hígado, pues son cosas muy útiles para medicinas (6,5).

¿Cuál seria su aplicación? San Rafael responde: —Si pusieres sobre las brasas un pedacito del corazón del pez, su humo ahuyenta todo género de demonios, ya sea del hombre, ya de la mujer, con tal eficacia que no se acercan más a ellos. La hiel sirve para untar los ojos que tuvieren alguna mancha o nube, con lo que sanarán.

Los acontecimientos sellarán más tarde el acierto de estas observaciones.

Era necesario hacer un alto en el camino. ¿En donde? Todo lo tiene previsto el ángel, y, al contestar, entra de lleno en el asunto que más había de interesar a Tobías. Oigamos sus palabras: —Aquí hay. un hombre, llamado Raquel, pariente tuyo, de tu misma tribu, el cual tiene una hija llamada Sara; ni tiene otro varón ni hembra fuera de ésta, —Pero he oído—replica Tobías—que se ha desposado con siete maridos, y que han fallecido todos; y aun he oído decir que un demonio los ha ido matando. Temo, pues, no sea que también me suceda a mi lo mismo, y que, siendo yo hijo único de mis padres, precipite su vejez al sepulcro con la aflicción que les ocasione.

—Oyeme—añade el ángel Rafael—, escúchame, que yo te enseñaré cuáles son aquellos sobre los que tiene potestad el demonio. Los que abrazan con tal disposición el matrimonio, que apartan de sí y de su mente a Dios, entregándose a su pasión, como el caballo y el mulo que no tienen entendimiento, ésos son sobre los que tiene poder el demonio. Mas tú, cuando la hubieres tomado por esposa, entrando en el aposento no te llegarás a ella en tres días; y no te ocuparás en otra cosa sino en hacer oración en compañía de ella. En aquella misma noche, quemado el hígado del pez, será ahuyentado el demonio. En la segunda noche serás admitido en la unción de los santos patriarcas. En la tercera alcanzarás la bendición, para que nazcan de vosotros hijos sanos. Pasada la tercera noche te juntarás con la doncella en el temor del Señor, llevado más bien del deseo de tener hijos que de la concupiscencia, a fin de conseguir en los hijos la bendición propia del linaje de Abraham.

En casa de Ragüel reciben a los viajeros con alborozo; corren lágrimas de alegría y se les prepara el banquete. Antes de comenzarlo indica Tobías su firme propósito de casarse con Sara. Hay estupor general en los asistentes, y el padre de Sara no acierta con la respuesta. Interviene entonces el ángel y le dice: —No temas dar a tu hija por esposa de Tobías, puesto que con este joven temeroso de Dios es con quien debe casarse, y no hay otro que la merezca.

Convencido Ragüel con estas palabras, accede gustoso a las bodas. Juntan, pues, los jóvenes sus diestras, firman el acta matrimonial, celebran un banquete y se piden para ellos las bendiciones del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (7,1-17).

Correspondía ahora a Ana preparar la habitación de los nuevos esposos. Cuando entró en ella su hija Sara la madre rompió a llorar. ¿Qué suerte correría aquella noche su hija? ¿Cómo terminará Tobías, después del desastrado fin de los siete maridos anteriores? Afortunadamente no se había olvidado de los consejos de Rafael, y, sacando de su alforjilla el pedazo de hígado y corazón, púsolo sobre unos carbones encendidos. Entonces el ángel Rafael cogió al demonio y le confinó en el desierto del Egipto superior.

Con esta protección tan visible de la divina Providencia, por ministerio de San Rafael, quedan aseguradas la felicidad y santidad de los nuevos esposos. Tres noches pasan en oración. Tobías dice: —Tú sabes, Señor, que no me he casado con Sara por lujuria, sino por amor de una posteridad en la cual será bendito tu nombre por los siglos de los siglos.

Y Sara oraba así: —Compadécete, Señor; compadécete de nosotros, y haz que lleguemos sanos a la ancianidad (8,4-10).

Hay una escena encantadora y de un patético realismo. Cerca del canto de los gallos, Ragüel y sus criados preparan, no lejos del lecho de bodas, la tumba. Una muchacha se encarga de asomarse y ver si ha muerto ya el octavo marido. Comprobado que duermen tranquilamente, el suegro ordena que se tape la tumba antes que amanezca (8,1 1-16).

Ragüel y Ana entonan un himno de acción de gracias al Señor Dios de Israel. No ha muerto el esposo, como se temían, y ante tanta misericordia todas las gentes confesarán que el Dios de Israel es el solo Dios en toda la tierra,

Siguen los convites para la familia y los amigos; en pos del convite los espléndidos donativos de los padres y las cariñosas porfías para que permanez,can con ellos los esposos dos semanas. Mas el viaje no ha terminado. ¿Cómo llegar hasta Ecbatana y cobrar la deuda de Gabaelo?

Para el ángel del Señor no existen dificultades. Rafael, acompañado de cuatro criados, se encarga de ir a Ecbatana; y no sólo realiza cumplidamente el encargo y cobra la suma prestada, sino que, además, convida a Gabaelo, por encargo de Tobías, a regresar con él y acompañar a los nuevos esposos en la felicidad de sus bodas (c.9).

Entretanto pasan días y los nuevos esposos no regresan. Ana y Tobit se ponen en lo peor y llegan a sospechar si Gabaelo habrá muerto y tal vez el mismo Tobías. ¿A qué obedece tanta tardanza? Ambos lloran con lágrimas irremediables. La madre no se consuela con nada, sino que a diario corre los caminos por donde algún día había de regresar su hijo. Sus ayes los escuchan todos los vecinos: —¡Ay, ay de mí, hijo mío!; ¿para qué te dejamos marchar, oh lumbre de nuestros ojos, báculo de nuestra ancianidad, consuelo de nuestra vida y esperanza de nuestra prosperidad?

Esta amargura e impaciencia ya la preveía Tobías. Por eso no accede a la proposición de su suegro, que insistía en el retraso de la vuelta. Por tanto, se concierta el viaje y se entregan a los recién casados cuantiosos bienes como dote de matrimonio. A Sara le recomiendan sus padres, entre ósculos de despedida, que honre a sus suegros, ame a su marido, cuide de la familia, gobierne la casa y permanerca en todo irreprensible.

—Que el ángel santo del Señor—dice Ragüel—os acompañe en el camino y os conserve incólumes (c.10). Caminan delante San Rafael y Tobías; éste, por consejo del ángel, lleva consigo la hiel del pez. La necesitarán muy pronto. Oigamos ahora a Rafael hablando con Tobías en el camino.

—Apenas entres en tu casa adora al Señor tu Dios, y, dándole gracias, acércate a tu padre y dale un ósculo. E inmediatamente unge sus ojos con la hiel del pez; y sábete que entonces se abrirán sus ojos y verá tu padre la luz del cielo y se gozará contemplándote con sus ojos.

Realizóse todo esto al pie de la letra. Al ciego Tobit se le enredan los pies y tropieza al salir al encuentro de su hijo. Se abrazan, se besan, lloran y bendicen al Señor. Tobías unge en seguida con la hiel del pez los ojos de su padre y poco después recobra Tobit la vista, exclamando lleno de alegría: —Te bendigo, Señor Dios de Israel, porque Tú me has probado y Tú me has salvado; y he aquí que ya veo a Tobías, mi hijo (c.11).

No es para descrito el júbilo de toda la familia a lo largo de siete días de fiestas familiares, en las que participaron padres e hijos por tan venturosos acontecimientos. ¿Qué parte tomó en las alegrías de la familia el providencial acompañante de Tobías en el camino? ¿Quién era el misterioso personaje?

Cuantos le han tratado estímanle por un santo varón e insuperable amigo. No pasan de ahí. Habrá, pues, que preparar una recompensa digna de su persona y de sus servicios. Pero ¿cuál? Se lo preguntan mutuamente padre e hijo y no dan con la solución. Toda recompensa les parece pequeña. Al fin insinúa Tobías a su padre la necesidad de rogar a San Rafael que acepte la mitad de los bienes que ha traído.

Y diciendo y haciendo, llaman aparte al gentil acompañante y le proponen la idea. He aquí la deliciosa respuesta:

—Bendecid al Dios del cielo y glorificadle delante de todos los vivientes, porque ha hecho brillar en vosotros su misericordia. Porque así como es bueno tener oculto el secreto confiado por el rey, es cosa muy loable el publicar y celebrar las obras de Dios. Buena es la oración acompañada del ayuno, y el dar limosna mucho mejor que tener guardados los tesoros de oro; porque la limosna libra de la muerte y es la que purga los pecados y alcanza la misericordia y la vida eterna. Mas los que cometen el pecado y la iniquidad son enemigos de su propia alma. Por tanto, voy a manifestaros la verdad, y no quiero encubriros más lo que ha estado oculto. Cuando tú orabas con lágrimas y enterrabas a los muertos y te levantabas de la mesa a medio comer, y escondías de día los cadáveres en tu casa, y los enterrabas de noche, yo presentaba al Señor tus oraciones. Y, por lo mismo que eras acepto a Dios, fue necesario que la tentación o aflicción te probase. Y ahora el Señor me envió a curarte a ti y a libertar del demonio a Sara, esposa de tu hijo. Porque yo soy el ángel Rafael, uno de los siete espíritus principales que asistimos delante del Señor (12,6.15).

Caen trémulos de emoción los dos Tobías a los pies del ángel, que se despide de ellos con las siguientes palabras:

—La paz sea con vosotros; no temáis, Pues que, mientras he estado yo con vosotros, por voluntad o disposición de Dios he estado; bendecidle, pues, y cantad sus alabanzas. Parecía, a la verdad, que yo comía y bebía con vosotros: mas yo me sustento de un manjar invisible y de una bebida que no puede ser vista de los hombres. Ya es tiempo de que me vuelva al que me envió: vosotros, empero, bendecid a Dios y anunciad todas sus maravillas (12,17-20).

Y pronunciando estas frases desapareció de su presencia... Mas para continuar siendo la medicina de Dios en la historia de las almas de una manera eficacísima, aun cuando invisible. Las cofradías se honran con su patronato, Córdoba le recuerda en cada una de sus páginas cristianas, muchos fieles emprenden los viajes bajo su protección, San Juan de Dios apoya su caridad en la caridad del arcángel.

En el cántico de cisne de Tobit, en su visión de la ruina de Niinive y restauración de Jerusalén, en su pía ancianidad de ciento dos años, en su testamento espiritual, exaltando la justicia del Señor y las excelencias de la limosna, y en la última mirada de sus ojos se reflejó con arreboles de gloria la figura angélica de San Rafael.

RAFAEL GARCIA Y GARCIA DE CASTRO

San Miguel Arcangel, 29 de septiembre

29 de septiembre
SAN MIGUEL ARCÁNGEL
 

Nunca podríamos imaginar un ángel guerrero, con su rodela al brazo, la cota bien ajustada, abierta la espada en orden de combate. Pero tampoco ciertos ángeles de una estatuaria dulzona, con muchas cintas y bucles mujeriles, en un porte impropio de criaturas tan excelsas. Eugenio d'Ors, en sus Glosas que se escriben los lunes, concebía muy varonil al ángel: musculado y poderoso, como para entendérselas toda una noche con Jacob a brazo partido. Pero, al mismo tiempo, leve y sutil, asomada a sus ojos de luz toda la sabiduría de un espíritu celeste. No son apetecibles los ángeles de Denís, ni siquiera los de Beuron, y mucho menos los que Rohault inscribe sombríamente en feos dramas humanos. Sólo en las ventanas de algunas abadías y catedrales hay ángeles vivos, que al trasluz del sol arden en un fuego de oro y se hacen llama encendida y adorante al Altísimo. Y, sobre todos, aquel ángel que hay en la Toscana anunciando la encarnación a María. Pues, a pesar de los lujos que le pintó Fra Angélico en la túnica, y en la pedrería que le transfigura las alas, está allí, digno y sereno, delante de la Señora, angelizando su embajada, la turbación de la Doncella y los nardos que crecen entre la ternura del paisaje. Pero un ángel guerrero, ¿cómo?

 Fueron creados de la nada, puros espíritus —inteligentes, amorosos, libres—, domésticos del trono de Dios, en funciones de una alabanza incesante. Distribuidos según una arcana jerarquía —querubines y serafines, dominaciones, potestades y tronos, virtudes, arcángeles y ángeles—, componen muy hermosamente la grande escenografía del cielo. San Juan, desde Patmos, ha visto este cielo como una ciudad deslumbrante la Jerusalén nueva, ataviada de Esposa para sus nupcias con el Cordero de la Vida. Semejante traducción resulta demasiado corpórea y sensible, ya que nos alucina imaginar tanta abundancia de oro, del que viene fabricada, y los chispazos irresistibles de infinitos zafiros, diamantes y rubíes, que adornan las doce puertas, con doce ángeles, que son las doce tribus de Israel. No hay sol ni luna, día ni noche en esa celeste Jerusalén, porque la inviste toda una claridad eterna, cuya luz es el Cordero, a quien aclaman, con los ángeles, los felices ciudadanos de Dios: aquella turba innumerable de vencedores que rinden sus palmas en adoración infinita. Sin embargo, este mural del cielo sanjuanista nos ofrece su belleza y una tranquilidad de gozo inamisible, muy cercana al verdadero cielo, y que consiste en ver cara a cara a Dios y en amarle beatíficamente. ¿Cómo concebir dentro de tan sacra armonía el dolor de una guerra?

 San Pablo nos define una vez a la divinidad diciendo que es "la Luz indeficiente e inaccesible". Pues en ese mundo de los ángeles destaca uno que tiene nombre de luz. "Lucifer: El-Que-Lleva-la-Luz". Hijo y oriente de la aurora. (Os aviso que esta criatura extraordinaria puede perturbar toda la hermosura del cielo, hasta los horrores de un espantoso combate. En el horizonte de su libre albedrío, el orgullo dibuja alocadas capitanías, idolatrías febriles, quiere ser dios. Y vamos a comprobar teológicamente que existe esa inaudita paradoja de un ángel y un cielo guerreros.) Porque había sido adornado por el Señor con tantas excelencias, Lucifer le debía un servicio generoso y dócil. Lo menos que se le podía pedir. No estaba aún confirmado en gracia, sino en estado de prueba. Y entonces, al contemplar, con sensuales deleites, su poder y su luz, se alza contra el Creador. "Subiré a los cielos —grita— y pondré mi trono sobre las estrellas. Sobre la cima de los montes me instalaré en el monte santo. Seré igual a Dios. No le quiero servir." Un colosal choque de tinieblas y de luz estremece la cúpula de los cielos.

 Angeles contra ángeles, divididos por la rebeldía de Lucifer. Todo es sobrecogedor, vertiginoso, instantáneo. Hasta que un grito de fidelidad y de acatamiento en la boca de un arcángel desconocido, restablece la armonía de la victoria. Y así queda bautizado con la misma divisa del combate: "¿Quién Como Dios?", que quiere decir "Mi-ka-el". Y mientras Lucifer cae a los abismos de su infierno como una llama de fuego y de odio, Miguel asciende a la capitanía de todos los ángeles fieles, príncipe y custodio, alférez de Dios.

 Después surge el tema del hombre, cuando se alza del limo de la tierra, creado como una síntesis misteriosa de todo el universo. Y, en torno al tema del hombre, el demonio y el ángel, Satanás y Miguel, porque, en la gobernación divina del mundo, a todas las criaturas preside un orden, una ley, una medida. En el paraíso vence Satanás al hombre. Entre los brillos suculentos de la manzana, sopló la serpiente su misma rebeldía del cielo: "Si coméis de ese fruto prohibido, se abrirán vuestros ojos, seréis como dioses". Tenemos dura experiencia de este pecado de origen en las limitaciones de nuestro entendimiento, en las llagas del corazón y de la carne, en la helada agonía que da en la muerte. El hombre, aun redimido por el sacrificio de Jesús, permanece aquí abajo en una actitud militante. Debe merecer la corona peleando sus concupiscencias y los enemigos externos del demonio y del mundo. Somos el eje de aquellas dos "economías" de que nos habla San Pablo la de Jesucristo y la de Satanás. Los dos nos quieren. Y, en nuestro combate hasta el fin, además de las armas decisivas de la gracia, contamos con el socorro y la custodia de los ángeles. Cada uno tenemos nuestro ángel doméstico y acaso nuestro demonio familiar también, según disputaban las teologías escolásticas. Pero encontraréis justo que a este príncipe del cielo, el arcángel Miguel, correspondan ministerios universales y eminentes, por la fidelidad y bravura de su comportamiento,

 Es el ángel que tutela la fe de la sinagoga judía y de la santa Iglesia de Cristo. En los testimonios de la revelación aparece muy tardíamente. Hasta Daniel, nadie le cita por su nombre. Pero este profeta, al relatarnos las luchas del pueblo elegido para liberarse de la servidumbre de los persas, le invoca en su favor, ya que nadie vendrá a socorrerle "si no es Miguel, vuestro príncipe". Y añade: "Entonces se alzará Miguel, el gran defensor de los hijos de tu pueblo, y serán días de amargura como jamás conocieron las naciones". La carta de San Judas nos lo representa altercando con el demonio sobre el cuerpo de Moisés. Satanás quería descubrir su sepulcro para que los israelitas le adoraran idolátricamente, en apostasía del culto verdadero al Señor. Y San Miguel se lo impide velando por la fe. Así, su personalidad nos queda bien dibujada. Es el custodio fuerte de Israel, militante y guerrero, con su coraza de oro, su espada invencible y un airón de luz, que le angeliza el brillo de las alas y toda su celeste figura.

 Tan guerrero, que después, en la santa Iglesia de Cristo, los piadosos monjes medievales no vacilan en revestirle de una poderosa y muy labrada armadura, donde no falta el detalle de la espuela impaciente ni la lanza que destruye al demonio, vencido a sus pies, como le vemos en las ingenuas miniaturas de los breviarios corales. Claro que toda esta iconografía no es inventada o soñada, sino que traduce fielmente los testimonios de la tradición y de la historia.

 El Sacramentario Leoniano y el Martirologio de San Jerónimo consignan en este día de su fiesta: Natale Basilicae Angeli in Salaria. Esta es la verdadera y primitiva solemnidad que Roma dedica al arcángel, con una basílica, perfectamente localizada en el séptimo miliario de la vía Salaria, y con la consagración de cinco misas en su memoria. En el 611, el papa Adriano IV le construye, sobre el Castel di Santangelo, un oratorio, que sella la tradición antigua de haberse aparecido allí, librando a las gentes romanas de la mortandad de una peste. Es muy suyo este ministerio de medicinal tutela. Ana Catalina Emmerich ha visto al demonio soplar vientos huracanados, ensoberbecer las aguas de los océanos, perturbar el buen aire inocente con pestilencias y cóleras. Se entrega a tan malignas extravagancias porque tiene el triste y deslucido empeño de destruir toda la hermosura creada, como adversario de Dios, enemigo del hombre y dragón.

 Por ser dragón el demonio, habita espeluncas enmarañadas, montes áridos y solitarios, donde urde sus sorpresas y sus trapacerías. Y así el arcángel no tiene más remedio que descender a esas moradas infernales para abatirle y vencerle. Os quiero referir dos estupendas apariciones en esos escenarios rurales, que además nos perfilan datos muy luminosos de su augusta persona.

 El templo de su nombre, sobre el monte Gárgano, conmemora cierta victoria de los longobardos del Siponto, atribuida a su intervención, un 8 de mayo del 663. Pero las lecciones históricas del Breviario unen el triunfo castrense con un suceso de gusto medieval, muy conectado con estas espeluncas del demonio de que os hablaba. Y fue que un toro se desmanda de su manada, y se le busca día y noche por los pastores. Le encuentran, al fin, en una escondida gruta, pero inmóvil, como poseído por el maligno. Un arquero, más audaz, le dispara su flecha para removerlo del embrujo. Y entonces el prodigio de retornar la flecha al que la disparó, malhiriéndole. Lo sobrenatural del caso acongoja de miedo a estas sencillas gentes montañesas. Ayunos, plegarias, procesiones penitenciales. Y al tercer día, San Miguel se aparece al obispo, declarándole que se edifique, en la cueva, un templo al Señor y en memoria de sus ángeles. Cuando los sipontinos alcanzan la espelunca, crece el asombro, pues encuentran allí dispuesto ya un edículo como oratorio, donde el prelado inicia el culto a San Miguel, que luego corre por todo el mundo creyente y fervoroso de la Edad Media.

 Pero en la serranía navarra de Aralar encontraremos al arcángel, definido en toda su dimensión militante, a la defensa del hombre. No precisan los historiadores por qué bajó a la guerra de Pamplona el muy esforzado y noble caballero don Teodosio de Goñi. Pudo coincidir con el asedio de los judíos, aliados con los árabes; las incursiones de la morería o acaso las luchas contra los godos, porque el suceso acontece en los días del rey Witiza, a los principios del siglo VIII. Por su casamiento con doña Constanza de Butrón, acreció el caballero riquezas y pergaminos. Era mujer de muy cuidada honestidad y hermosura, al punto que hizo venir a los padres de don Teodosio al palacio de Goñí para velar amorosamente la ausencia, concediéndoles, incluso, la propia cámara nupcial. Cuando retorna de su campaña el caballero, dando al amor sus triunfos y a los odios de la guerra olvido, se le cruza, en la noche, un piadoso ermitaño, que es el mismísimo demonio, con máscara de "ángel de luz". En aquel paraje fluvial de "Errota-bidea" le detiene y le habla una trifulca por su honra: que su mujer ha holgado con un mozo de servicio mientras él se partía el pecho en las duras batallas. "Este mismo plenilunio lo puedes comprobar, si te aceleras", le dice.

 Y encendida su sangre hasta cegarle los ojos, pica a su caballo, que trota jadeante por la val de Goñí hasta el palacio, hasta la cámara. Tienta su mano fuerte dos personas en el lecho. El corazón se le rompe en una locura de latidos. Secamente gime don Teodosio, sin amor y sin lágrimas, por la limpieza de su nombre nada más. Y con furor de loco descarga golpes febriles de su espada sobre los adúlteros, hasta que los resplandores de la sangre caliente le hacen volver en sí. La amanecida cuelga de los tejados del caserío una brazada de rosas, que picotean alegres las golondrinas; y lloran los ángeles, asomados a las nubes, la perdición del caballero. Don Tedosio huye delatado por la luz. Pero allí, en la pradería, se topa con doña Constanza, que se le echa a los brazos, sobre el corazón, gritándole el gozo de su regreso. ¡Qué dramático instante, que le revela, de un golpe, toda la magnitud de su parricidio! Porque es navarro el caballero, creyente y piadoso, se hace camino de Roma, con larga contrición de leguas, de hambre y sed, de limosneo penitencial y humillante, para alcanzar indulgencia del Pontífice. Tres papas pudieron oír la confesión de don Teodosio —Juan VII, Sisinio y Constancio I—, porque no están de acuerdo las cronologías. Como penitencia pública de su pecado, se le impuso portar una grande cruz, ceñida la cintura de una cadena de argollas de hierro, que, al quebrarse, señalarían, al fin, los perdones del Altísimo.

 La serranía de Aralar fue el escenario que eligió el penitente entre las nevascas que silban, por el invierno, espantables sinfonías, ciudadano de las águilas, de los buitres y de los lobos, en una soledad alucinante. Y, a los siete años, otra vez el demonio. Ahora tal como es. Como dragón que, desde su madriguera, salta rabioso para devorar al penitente. Ya tenía el caballero la carne domada y llagada por el cilicio, el alma pura, el corazón endiosado. Y en aquella suprema angustia, se vuelve al arcángel, con un grito de su fe, que rompe la cúpula del cielo: "¡San Miguel me valga!" Y Miguel desciende con su espada infinita para vencer al dragón y romper las argollas de su cintura, regalándole, con su celeste presencia, una curiosa imagen para recuerdo del prodigio y para su culto. El santuario de "San Miguel in Excelsis" es, desde entonces, alma militante de Navarra, que de ahí le viene guerrear las batallas del Señor, con su "ángel" de oro revestido de armadura, pero que no lleva espada, sino que sostiene, con sus manos sobre la frente, la cruz redentora de Cristo.

 Nos guarda y nos defiende en todas las incursiones del demonio, a lo largo de nuestra navegación por la vida. Como un símbolo es patrono de todos los mareantes desde que se apareció a San Auberto de Avranches sobre Mont-Saint-Michel, donde los normandos le hicieron una de las más bellas abadías del gótico, que tiene torres de castillo y fortaleza. Y no nos abandona hasta después de la muerte. Cuando la Iglesia oficia su sacrificio por los difuntos, invoca a San Miguel, en su impresionante ofertorio, para que él presente las almas a la luz estremecida del juicio de Dios. Es el instante aterrador del recuento: de pesar las malas y las buenas obras que hicimos en el mundo. Como a Baltasar en su pagana cena, puede sorprendernos su Tecel sombrío si nos falta el peso de la caridad. Pero los devotos de San Miguel confían, porque le saben "Pesador de las almas" en la balanza de la justicia de Dios, que él sostiene en sus manos, atento a las acusaciones finales del demonio, para enfilar el platillo hacia la gloria del cielo.

 El cardenal Schuster pensó que el arcángel no pertenece a la hagiografía, sino a la teología cristológica, porque "después del oficio de Padre legal de Jesucristo, que corresponde a San José, no hay en la tierra ningún ministerio más importante y más sublime que el conferido a San Miguel, como protector y defensor de la Iglesia". Madura en nuestro tiempo, agitado de sangrientas convulsiones, aquel "misterio de iniquidad" que conmovía a San Pablo. El dragón de las siete cabezas coronadas repta descaradamente para afligir el Cuerpo místico de Cristo, en su Iglesia, con muy sutiles asechanzas y persecuciones. Masonería, comunismo. Desde los días de León XIII, el pueblo cristiano cierra todas sus misas con aquella súplica al arcángel, para que humille a los abismos del infierno a todas las inicuas potestades de demonio, que vagan por el mundo, satanizándolo, porque Miguel es príncipe de las celestes milicias.

 Y cuando se acerque el fin, un relámpago de fuego cruzará de oriente a occidente mientras, los ángeles del Apocalipsis derraman sobre el mundo sus cálices sombríos de destrucción. En una postrera acometida, el dragón con sus ángeles negros trabará la batalla: pero San Miguel ha de arrojarle a los abismos eternos después de la última victoria. Entonces será el cielo infinito. Aquel cántico de alabanza de todos los ángeles y bienaventurados, que ha de resonar luminoso y feliz para siempre: "¿Quién como Dios? ¡Nadie como Dios! Amén".

 FERMÍN YZURDIAGA LORCA

lunes, 28 de septiembre de 2015

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Santo Evangelio 28 de septiembre de 2015

Día litúrgico: Lunes XXVI del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 9,46-50): En aquel tiempo, se suscitó una discusión entre los discípulos sobre quién de ellos sería el mayor. Conociendo Jesús lo que pensaban en su corazón, tomó a un niño, le puso a su lado, y les dijo: «El que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, recibe a Aquel que me ha enviado; pues el más pequeño de entre vosotros, ése es mayor». 

Tomando Juan la palabra, dijo: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre, y tratamos de impedírselo, porque no viene con nosotros». Pero Jesús le dijo: «No se lo impidáis, pues el que no está contra vosotros, está por vosotros».

«El más pequeño de entre vosotros, ése es mayor»
Prof. Dr. Mons. Lluís CLAVELL 
(Roma, Italia)

Hoy, camino de Jerusalén hacia la pasión, «se suscitó una discusión entre los discípulos sobre quién de ellos sería el mayor» (Lc 9,46). Cada día los medios de comunicación y también nuestras conversaciones están llenas de comentarios sobre la importancia de las personas: de los otros y de nosotros mismos. Esta lógica solamente humana produce frecuentemente deseo de triunfo, de ser reconocido, apreciado, agradecido, y falta de paz, cuando estos reconocimientos no llegan.

La respuesta de Jesús a estos pensamientos —y quizá también comentarios— de los discípulos recuerda el estilo de los antiguos profetas. Antes de las palabras hay los gestos. Jesús «tomó a un niño, le puso a su lado» (Lc 9,47). Después viene la enseñanza: «El más pequeño de entre vosotros, ése es mayor» (Lc 9,48). —Jesús, ¿por qué nos cuesta tanto aceptar que esto no es una utopía para la gente que no está implicada en el tráfico de una tarea intensa, en la cual no faltan los golpes de unos contra los otros, y que, con tu gracia, lo podemos vivir todos? Si lo hiciésemos tendríamos más paz interior y trabajaríamos con más serenidad y alegría.

Esta actitud es también la fuente de donde brota la alegría, al ver que otros trabajan bien por Dios, con un estilo diferente al nuestro, pero siempre valiéndose del nombre de Jesús. Los discípulos querían impedirlo. En cambio, el Maestro defiende a aquellas otras personas. Nuevamente, el hecho de sentirnos hijos pequeños de Dios nos facilita tener el corazón abierto hacia todos y crecer en la paz, la alegría y el agradecimiento. Estas enseñanzas le han valido a santa Teresita de Lisieux el título de “Doctora de la Iglesia”: en su libro Historia de una alma, ella admira el bello jardín de flores que es la Iglesia, y está contenta de saberse una pequeña flor. Al lado de los grandes santos —rosas y azucenas— están las pequeñas flores —como las margaritas o las violetas— destinadas a dar placer a los ojos de Dios, cuando Él dirige su mirada a la tierra.

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SAN WENCESLAO 28 de Septiembre

SAN WENCESLAO
28 de Septiembre

 († 938)

San Wenceslao es hijo de Vratislao, prudente, fervoroso y bondadoso príncipe cristiano, y de Drahomira, una princesa de genio fuerte, cruel y pérfido, de la pagana familia de Stodoronow, en Lutecia.

 La dualidad de este matrimonio: cristiano-pagano tuvo mucha trascendencia en la vida del santo duque. El joven príncipe vio, pues, en el seno de su familia, los efectos de la lucha de una religión mixta; más tarde tuvo que enfrentarse con la misma en la vida de su propia nación. El problema se presentó más agudo cuando junto a las rivalidades religiosas se unieron los conflictos políticos.

 Aunque las primeras semillas de la fe católica la recibieron los bohemios de Bizancio, sin embargo, la magna labor misionera fue fruto de los misioneros occidentales, y precisamente de los alemanes. Este hecho originó, primero, las competencias de los ritos: eslavo con el romano, y más tarde, el influjo de los alemanes en la vida pública de los bohemios.

 Como efecto en contrario, surgió entonces, la rebelión pagana, la persecución de los cristianos, acaudillada por Drahomira; la conspiración de Boleslavia y, finalmente, el funesto plan del martirio de San Wenceslao.

 El panorama de aquella época era, por tanto, muy difícil y muy obscuro.

 Para superar todas estas dificultades, el bien de la nación y de las misiones católicas exigían un príncipe ágil, prudente y santo.

 Fue San Wenceslao quien mejor respondía a estas exigencias.

 Dirigido por su abuela, Santa Ludmila, se mostró inteligente, dócil y con una extraordinaria inclinación a todo lo bueno. Más tarde, ya en el Colegio de los Nobles, bajo la dirección de un sabio maestro, estas virtudes brillaron aún más en el joven alumno. Intelectualmente se distinguía por su ingenio; espiritualmente, por su pureza de costumbres; por la devoción a Cristo en el Santísimo Sacramento y por su filial afecto a la Virgen Santísima. Mas la singular veneración que profesaba a la Virgen le hizo sentir un extremado amor a la pureza. Virtud que pareció ser la nota más sublime de su carácter. A pesar de vivir este ambiente de santidad, Wenceslao no se olvidó de adquirir también las cualidades de un señor futuro soberano de Bohemia.

 En 925, tres años después de la repentina muerte de Vratislao, Wenceslao, considerándose preparado para el gobierno de su patria, dio un golpe de Estado y eliminó de la regencia a su madre pagana. Con ella eliminó también la lucha sin cuartel contra los cristianos y todos los privilegios que conquistaron, en aquellos tiempos, los paganos. Termina con las crueldades y salvajismo de aquellos idólatras y comienza una época de verdadera paz y labor constructiva.

 Como señal externa de nuevo gobierno, Wenceslao hace un apoteósico traslado de las reliquias de su abuela, Santa Ludmila, a la catedral de Praga. Elige con gran cuidado a sus ministros y jefes militares y comienza una intensa labor de propagación de la fe.

 En todo este ambiente es él mismo quien con su ejemplo realiza los altos ideales de Cristo.

 Cumple exactamente con la ley de Dios y practica fervorosamente las virtudes cristianas. Lleva una vida casi monacal; consagra horas en fervorosas oraciones y en mortificaciones; defiende a los oprimidos; ayuda con generosidad a los pobres; facilita la libertad a los cautivos y presos, etc. En todo el país organiza una política más humanitaria, elimina torturas y prohíbe la horca. Se puede decir que entre los soberanos fue el único que profesara una fe tan eficiente, caridad tan ardiente y virtudes tan escogidas.

 Su culto a la sagrada Eucaristía no paraba en una mera veneración, sino que trascendía a los más pequeños detalles, como sembrar el trigo destinado al pan eucarístico y estrujar con sus mismas manos los racimos de uva que darían el vino para el santo sacrificio. Descalzo visitaba en noches frías y de nieve las iglesias para adorar al Santísimo.

 Una devoción no menos fervorosa a la Virgen Santísima le llevó a entregarse a Ella en voto de castidad para toda su vida.

 Todo este modo de vivir —sin duda de verdadera santidad— causaba gran admiración tanto en Bohemia como en otras cortes soberanas de Europa; comúnmente le llamaban "el santo príncipe".

 Nada entonces de extraño es que en torno de esta vida naciera el maravilloso misterio de muchas leyendas. Estas fueron inmortalizadas por el historiador checo Pekarz. He aquí dos de ellas:

 Drahomira, envidiando el florecimiento del cristianismo y el pacífico reinado de Wenceslao, suscitó a una guerra cruel contra él al vecino príncipe de Gurima, Radislao.

 Radislao, en verdad, invadió a Bohemia, y a su paso sembró el pánico y la muerte. La guerra fue para todos una gran sorpresa. Wenceslao, sin embargo, quedó tranquilo, pues, como un verdadero seguidor de Cristo, no quería se derramase la sangre de los inocentes. Mandó, por tanto, una embajada para averiguar las causas de la invasión. Radislao, considerando la postura del duque como prueba de flaqueza, exigió como condición de paz la entrega total de Bohemia.

 Estas circunstancias reclamaban una justa defensa de la patria. Wenceslao la preparó rápidamente y salió al encuentro de los invasores. Cuando se vieron los dos ejércitos, el duque, antes de empezar la batalla, pidió una entrevista personal con Radislao. Fiel a su fe católica persuadió a Radislao de que como la guerra es cosa de los dos, ellos debían de resolver el litigio, y con esto invitó al invasor a un combate particular hasta la victoria. Radislao, seguro de su éxito, aceptó el duelo y salió contra el santo duque armado como Goliat. Wenceslao, por el contrario, la victoria la ponía en manos de Dios, y en nombre de Él dio la señal del combate. Se disponía Radislao a disparar su dardo, cuando de repente vio delante a dos ángeles y oyó una voz: "No le tires". Momentos después, horrorizado, dejó sus armas y fue a postrarse a los pies de Wenceslao, pidiendo perdón y aceptando todas las condiciones de paz.

 La celestial intervención en favor del duque de Bohemia se repitió de nuevo durante la dicta de Worms, convocada por el emperador Otón I. Un día Wenceslao, por oír dos misas, llegó tarde a la asamblea. El emperador y los príncipes consideraron esta falta como una gran desatención. Acordaron entonces demostrar su enojo. Sin embargo, cuando apareció Wenceslao todos le recibieron con los debidos honores, incluso el mismo emperador, pues todos vieron con el mayor asombro que el duque de Bohemia entraba en la sala acompañado de ángeles, portando delante de él una gran cruz de oro.

 La santidad de Wenceslao ganaba estima común. Sin embargo, la llama del odio se mantenía viva en el pagano corazón de Drahomira. Es más, existía también otra persona que meditaba cómo destituir y privar del trono al rey de Praga. Era su hermano menor, Boleslao.

 La ocasión no tardó en presentarse. Con motivo del nacimiento de un hijo suyo, Boleslao organizó grandes fiestas e invitó a Boleslavia a su hermano Wenceslao. El santo duque aceptó esta invitación y acudió a Boleslavia, donde fue recibido con todos los honores reales. Sin embargo, estas galas fueron una falsedad creada por su hermano. En medio de la alegría reinante, cuando Wenceslao, durante la noche, se dirigía a la próxima iglesia para su acostumbrada adoración, Boleslao le agredió, y violando el sagrado derecho de hospitalidad, junto con sus ayudantes, dio muerte a su indefenso y egregio huésped.

 El martirio ocurrió el 28 de septiembre de 938.

 Bohemia se llenó de dolor.

 Los asesinos, después de un corto tiempo de júbilo, pronto recibieron su merecido castigo. Tanto Drahomira como Boleslao tuvieron una muerte miserable.

 San Wenceslao quedó proclamado Patrono de todos los países de la corona de los bohemios.

 El culto aumentaba constantemente, llegando, en los siglos XI y XII, su efigie a adornar el ducado, la moneda de Bohemia. Bajo la bandera de San Wenceslao lucha el ejército y con la invocación del Santo se desarrolla la labor nacional. En el siglo XIII nace el himno "Svaty Vaclave, vevodo cesek zeme...". y en la época de Juan Hus, el himno súplica. "Tú eres el soberano de estas tierras, San Wenceslao; no nos abandones..."

 La devoción es común, y las múltiples iglesias, como también los muchísimos monumentos dedicados al santo duque, testimonian el vivo amor hacia él de los checos. El monumento más bello, obra del profesor Mysblek, adorna la mejor plaza de Praga.

 San Wenceslao, ayer como hoy, reina en Checoslovaquia.

 MARIANO WALORECK



domingo, 27 de septiembre de 2015

“La gracia de la conversión”


“La gracia de la conversión”

Fijemos con atención nuestra mirada en la sangre de Cristo, y reconozcamos cuán preciosa ha sido a los ojos de Dios su Padre, pues, derramada por nuestra salvación, alcanzó la gracia de la conversión para todo el mundo. Recorramos todos los tiempos y aprenderemos cómo el Maestro, de generación en generación,“concedió un tiempo de conversión”(Si 17,24) a todos los que deseaban convertirse a él. Noé predicó la conversión, y los que le escucharon se salvaron. Jonás anunció a los ninivitas la destrucción de su ciudad, y ellos, arrepentidos de sus pecados, pidieron perdón a Dios y, a fuerza de súplicas, alcanzaron la indulgencia, a pesar de no ser del pueblo elegido. 


Los ministros de la gracia de Dios inspirados por el Espíritu Santo, hablaron de la conversión. El Maestro del universo habló también con juramento: “Por mi vida, oráculo del Señor, yo no quiero la muerte del pecador sino que se convierta” (Ez 18,23). Y añade aquella sentencia llena de bondad: “Convertios a mí, casa de Israel, de vuestra inquietud. Di a los hijos de mi pueblo: Aunque vuestros pecados lleguen hasta el cielo, aunque sean como la púrpura y rojos como escarlata, si os convertís a mí de todo corazón y decís “Padre”, os escucharé como a mi pueblo santo” 


Queriendo, pues el Señor, que todos los que él ama tengan parte en la conversión, lo confirmó con su omnipotente voluntad. Obedezcamos, por tanto, a su magnifico y glorioso designio, e implorando con súplicas su misericordia y benignidad recurramos a su benevolencia y convirtámonos, dejadas a un lado las vanas obras, las contiendas y la envidia, que conduce a la muerte.

San Clemente de Roma, papa del año 90 a 100 aproximadamente 
Carta a los Corintios 7- 9 

Clica en la imágen para rezar los misterios Gloriosos


Santo Evangelio 27 de septiembre 2015

Día litúrgico: Domingo XXVI (B) del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mc 9,38-43.45.47-48): En aquel tiempo, Juan le dijo: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre y no viene con nosotros y tratamos de impedírselo porque no venía con nosotros». Pero Jesús dijo: «No se lo impidáis, pues no hay nadie que obre un milagro invocando mi nombre y que luego sea capaz de hablar mal de mí. Pues el que no está contra nosotros, está por nosotros. Todo aquel que os dé de beber un vaso de agua por el hecho de que sois de Cristo, os aseguro que no perderá su recompensa.

»Y al que escandalice a uno de estos pequeños que creen, mejor le es que le pongan al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y que le echen al mar. Y si tu mano te es ocasión de pecado, córtatela. Más vale que entres manco en la Vida que, con las dos manos, ir a la gehenna, al fuego que no se apaga. Y si tu pie te es ocasión de pecado, córtatelo. Más vale que entres cojo en la Vida que, con los dos pies, ser arrojado a la gehenna. Y si tu ojo te es ocasión de pecado, sácatelo. Más vale que entres con un solo ojo en el Reino de Dios que, con los dos ojos, ser arrojado a la gehenna, donde su gusano no muere y el fuego no se apaga».

«No hay nadie que obre un milagro invocando mi nombre y que luego sea capaz de hablar mal de mí»
Rev. D. Valentí ALONSO i Roig 
(Barcelona, España)

Hoy, según el modelo del realizador de televisión más actual, contemplamos a Jesús poniendo gusanos y fuego allí donde debemos evitar ir: el infierno, «donde el gusano no muere y el fuego no se apaga» (Mc 9,48). Es una descripción del estado en el que puede quedar una persona cuando su vida no la ha llevado allí adonde quería ir. Podríamos compararlo al momento en que, conduciendo nuestro automóvil, tomamos una carretera por otra, pensando que vamos bien y vamos a parar a un lugar desconocido, sin saber dónde estamos y adónde no queríamos ir. Hay que evitar ir, sea como sea, aunque tengamos que desprendernos de cosas aparentemente irrenunciables: sin manos (cf. Mc 9,43), sin pies (cf. Mc 9,45), sin ojos (cf. Mc 9,47). Es necesario querer entrar en la vida o en el Reino de Dios, aunque sea sin algo de nosotros mismos.

Posiblemente, este Evangelio nos lleva a reflexionar para descubrir qué tenemos, por muy nuestro que sea, que no nos permite ir hacia Dios, —y todavía más— qué nos aleja de Él.

El mismo Jesús nos orienta para saber cuál es el pecado en el que nos hacen caer nuestras cosas (manos, pies y ojos). Jesús habla de los que escandalizan a los pequeños que creen en Él (cf. Mc 9,42). “Escandalizar” es alejar a alguien del Señor. Por lo tanto, valoremos en cada persona su proximidad con Jesús, la fe que tiene.

Jesús nos enseña que no hace falta ser de los Doce o de los discípulos más íntimos para estar con Él: «El que no está contra nosotros, está por nosotros» (Mc 9,40). Podemos entender que Jesús lo salva todo. Es una lección del Evangelio de hoy: hay muchos que están más cerca del Reino de Dios de lo que pensamos, porque hacen milagros en nombre de Jesús. Como confesó santa Teresita del Niño Jesús: «El Señor no me podrá premiar según mis obras (...). Pues bien, yo confío en que me premiará según las suyas».

© evangeli.net M&M Euroeditors 

San Vicente de Paul, 27 septiembre

San Vicente de Paúl, presbítero y fundador
27 Septiembre

Memoria de san Vicente de Paúl, presbítero, que, lleno de espíritu sacerdotal, vivió entregado en París, en Francia, al servicio de los pobres, viendo el rostro del Señor en cada persona doliente. Fundó la Congregación de la Misión (Paúles), al modo de la primitiva Iglesia, para formar santamente al clero y subvenir a los necesitados, y con la cooperación de santa Luisa de Marillac fundó también la Congregación de Hijas de la Caridad.

Aun en los períodos de mayor decadencia religiosa, cuando los hombres parecen haber olvidado totalmente el Evangelio, Dios se encarga de que surjan en la cristiandad ministros fieles, capaces de reavivar la caridad en el corazón de los hombres. San Vicente de Paul fue uno de esos instrumentos de la Providencia. Sus padres poseían una pequeña granja en Pouy, aldea vecina a Dax, en la Gascuña. Allí nació Vicente, el tercero de cuatro hermanos. Ante la inteligencia y la inclinación al estudio de que Vicente daba muestras, su padre le confió a los franciscanos recoletos de Dax para que le educasen. Vicente terminó sus estudios en la Universidad de Toulouse y, en 1600, a los veinte años de edad, recibió la ordenación sacerdotal. Lo poco que sabemos sobre la juventud de Vicente no hacía prever la fama de santidad que alcanzaría en el futuro. Se dice que hizo un viaje a Marsella, qnc estuvo prisionero en Túnez y que logró escapar en forma muy novelesca. Pero estos sucesos han sido tan controvertidos y plantean tantos problemas, que lo mejor que podemos hacer es ignorarlos.

El propio san Vicente cuenta que, en aquella época, lo único que le preocupaba era hacer carrera. Logró obtener el puesto de capellán de la reina Margarita de Valois, al que estaban anexas las rentas de una pequeña abadía, según la reprobable costumbre de aquel tiempo. Vivía en París con un amigo, cuando ocurrió un suceso que iba a cambiar su vida. El amigo con quien compartía sus habitaciones, le acusó de haberle robado cuatrocientas coronas y como todos los indicios estaban en contra de Vicente, empezó a esparcir entre sus conocidos el rumor de que su compañero era un ladrón. Vicente se contentó con negar el hecho diciendo: «Dios sabe la verdad». Seis meses más tarde, cuando Vicente había soportado la difamación con increíble paciencia, el verdadero ladrón confesó su fechoría. San Vicente relató más tarde el suceso en una conferencia espiritual a sus sacerdotes (pero habló en tercera persona), para hacerles comprender que la paciencia, el silencio y la resignación son la mejor defensa de la inocencia y el medio más apto para santificarse gracias a la calumnia y la persecución.

Vicente conoció en París a un virtuoso sacerdote, Pedro de Bérulle, quien sería más tarde cardenal. Bérulle, que Ie profesaba gran estimación, consiguió que aceptase el cargo de tutor de los hijos de Felipe de Gondi, conde de Joigny. La condesa le eligió como confesor y director espiritual. En 1617, cuando la familia se hallaba en la casa de veraneo en Folleville, Vicente acudió a confesar a un campesino gravemente enfermo. Como el mismo penitente relató más tarde a la condesa y a otras personas, todas sus confesiones anteriores habían sido sacrílegas y debía su salvación a la bondad de san Vicente. La condesa quedó horrorizada al oír hablar de tales sacrilegios. La señora de Gondi era una buena mujer que, en vez de encastillarse en la ilusión de orgullo, por la que tantos amos se desentienden del cuidado de sus criados, comprendía que estaba ligada a sus servidores por los lazos de la justicia y de la caridad, que la obligaban a velar por el bien espiritual de su servidumbre. Las buenas inclinaciones de la condesa ayudaron también a san Vicente a caer en la cuenta del abandono religioso en que vivían los campesinos de Francia, de suerte que la condesa le convenció fácilmente para que predicase en la iglesia de Folleville e instruyese al pueblo sobre la confesión. Tras los primeros sermones, fue tan grande la multitud de los que acudieron a hacer su confesión general, que Vicente tuvo que pedir ayuda a los jesuitas de Amiens.

Ese mismo año de 1617, por consejo del P. Bérulle, Vicente renunció al cargo de tutor para encargarse de la parroquia de Chatillon-les-Dombes. En el desempeño de ese puesto consiguió la conversión del conde de Rougemont y otros personajes que llevaban una vida escandalosa. Pero al poco tiempo retornó a París y empezó a trabajar con los galeotes de la Conciérgerie. Fue nombrado oficialmente capellán de los galeotes (de los que estaba encargado el general Felipe de Gondi), y su primer cuidado consistió en predicar una misión en Burdeos, en 1622. Por entonces, comenzó a circular la leyenda -cuya veracidad no ha sido probada- de que Vicente sustituyó una vez a un galeote en una galera. La condesa de Joigny le ofreció una renta para que fundase una misión permanente para el pueblo, en la forma en que lo creyese conveniente, pero Vicente no hizo nada por el momento, ya que su humildad le llevaba a creerse incapaz de semejante empresa. La condesa, que sólo encontraba la paz en la dirección espiritual del santo, le arrancó la promesa de que nunca dejaría de dirigirla y de que la asistiría en la hora de la muerte. Deseosa por otra parte de hacer cuanto estaba en su mano por el bien espiritual de sus súbditos, consiguió que su esposo la ayudase a formar una asociación de misioneros que consagrasen su celo a atender a sus vasallos y, en general, a los campesinos. El conde habló del proyecto a su hermano, el arzobispo de París, quien puso a su disposición el edificio del antiguo colegio «Bons Enfants» para alojar a la comunidad. Los misioneros estaban obligados a renunciar a las dignidades eclesiásticas, a trabajar en las aldeas y pueblecitos de menor importancia y a vivir de un fondo común. San Vicente tomó posesión de la casa en abril de 1625. Como lo había prometido, el santo asistió a la condesa en su última hora, pues Dios la llamó a Sí dos meses después. En 1633, el superior de los Canónigos Regulares de San Víctor, regaló a los misioneros el convento de San Lázaro, que se convirtió en la sede principal de la congregación. Por ello se llama a los padres de la misión, unas veces lazaristas y otras vicentinos. Se trata de una congregación de sacerdotes diocesanos que hacen cuatro votos simples de pobreza, castidad, obediencia y perseverancia. Se ocupan principalmente de las misiones entre los campesinos y de la dirección de seminarios diocesanos; actualmente tienen colegios y misiones en todo el mundo. Cuando murió san Vicente, la congregación tenía ya veinticinco casas, en Francia, el Piamonte, Polonia y aun en Madagascar.

Pero el celo de «Monsieur Vincent», como empezó a llamársele cariñosamente, no se satisfizo con esa fundación, sino que trató de remediar las necesidades corporales y espirituales del pueblo por todos los medios posibles. Con ese fin, estableció las cofradías de la caridad (la primera de ellas en Chatillon), cuyos miembros se dedicaban a asistir a los enfermos de las parroquias. Tal fue el origen de las Hermanas de la Caridad, que san Vicente Fundó con santa Luisa de Marillac. De las Hermanas de la Caridad se ha dicho que «tienen por convento el cuarto de los enfermos, por capilla la iglesia parroquial y por claustro las calles de la ciudad». El santo organizó también la asociación de las Damas de la Caridad entre las señoras ricas de París, para conseguir fondos y ayuda para las obras de beneficencia. No contento con eso, fundó varios hospitales y asilos para huérfanos y ancianos y empezó a construir, en Marsella, el hospital para galeotes, que no llegó a terminar. Para financiar todos esos establecimientos encontró generosos bienhechores y dejó fijadas reglas muy sabias para su administración. Igualmente redactó un plan de retiro espiritual para los candidatos al sacerdocio, un método de examen de conciencia para la confesión general y otro para deliberar sobre la vocación, e instituyó una serie de conferencias sobre las obligaciones clericales, para remediar los abusos e ignorancia que descubría a su alrededor. Parece casi increíble que un hombre de humilde origen, sin fortuna y sin las cualidades que el mundo más aprecia, haya podido realizar solo una tarea tan extraordinaria.

Al saber san Vicente la miseria que reinaba en Lorena durante la guerra en esa región, consiguió en París una suma fabulosa de dinero para socorrer a los habitantes. Además, envió a sus misioneros a predicar entre los pobres y enfermos de Polonia, Irlanda, Escocia y aun de las Hébridas. Su congregación rescató en el norte de África a 1200 esclavos cristianos y socorrió a muchísimos otros. El rey Luis XIII mandó llamar al santo para que le asistiese en su lecho de muerte, y la regente, Ana de Austria, le consultaba acerca de los asuntos eclesiásticos y la concesión de beneficios. Sin embargo, san Vicente no consiguió persuadir a la reina, en el asunto de la Fronda, a que hiciese renunciar a su ministro Mazarino por el bien del pueblo. Gracias a la ayuda del santo, las Benedictinas inglesas de Gante pudieron fundar un convento en Boulogne en 1652. Pero esta colosal actividad no distraía un instante a Vicente de su unión con Dios. En los fracasos, decepciones y ataques, conservaba una serenidad extraordinaria y su único deseo era que Dios fuese glorificado en todas las cosas.

Por increíble que pueda parecer, san Vicente «era un hombre de carácter belicoso y colérico», según lo confiesa él mismo; podría creerse que se trata de una exageración debida a la humildad, pero otros testigos confirman esas palabras. «Sin la gracia -dice el mismo Vicente-, me habría dejado llevar de mi temperamento duro, áspero e intratable». Pero la gracia de Dios no le faltó y supo aprovecharla hasta convertirse en un hombre dulce, afectuoso y extraordinariamente fiel a los impulsos de la caridad y el amor de Dios. El santo quería que la humildad fuese la base de su congregación y no se cansaba de repetirlo. En cierta ocasión, se negó a admitir en su congregación a dos hombres de gran saber, diciendo: "Vuestras habilidades están por encima de nuestro nivel y pueden encontrar mejor empleo en otra parte. Nuestra gran ambición es instruir a los ignorantes, mover a penitencia a los pecadores y sembrar en el corazón de los cristianos el evangelio de la caridad, la humildad, la mansedumbre y la sencillez». Según las reglas de san Vicente, los misioneros no debían hablar nunca acerca de sí mismos, porque tales conversaciones proceden generalmente de soberbia y fomentan el amor propio. Era muy grande la preocupación de san Vicente por la rapidez con que se divulgaba el jansenismo en Francia. «Durante tres meses -confesó el santo- el único objeto de mis plegarias ha sido la doctrina de la gracia y, cada día, Dios ha confirmado mi convicción de que Nuestro Señor Jesucristo murió por todos nosotros y que desea salvar al mundo entero». Él mismo se opuso activamente a los predicadores de la falsa doctrina y no toleró que permaneciera en su congregación ningún sacerdote que profesara sus errores.

Hacia el fin de su vida, la salud del santo estaba totalmente quebrantada. Murió apaciblemente, sentado en su silla, el 27 de septiembre de 1660, a los ochenta años de edad. Clemente XI le canonizó en 1737, y León XIII proclamó a ese humilde campesino patrono de todas las asociaciones de caridad. Entre éstas se destaca la Sociedad de San Vicente de Paul, que Federico Ozartam fundó en París en 1883, siguiendo el espíritu del santo. Su cuerpo permanece incorrupto y descansa en la Iglesia de San Lázaro, en París.

Las fuentes  P. Pierre Coste, Saint Vincent de Paul, correspondance, entrétiens, documents (1920-1925), en catorce volúmenes. La biografía escrita por el mismo autor, Le grand saint du siécle (3 vols.), completa dicha obra. La primera biografía de san Vicente fue la que publicó Mons. Abelly cuatro años después de su muerte. Las biografías modernas son innumerables; citemos, entre otras, las de Bougaud, de Broglie, y Lavedan. Esta última, a pesar de su maravilloso estilo, no iguala en veracidad histórica La vraie vie de S. Vincent de Paul de Redier (1927), ni el S. Vincent de Paul de P. Renaudin (1929).






fuente: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
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