JESÚS EL SALVADOR
La Historia humana, como ha demostrado S. Agustín en su obra La ciudad de Dios, es una lucha constante entre el reino de Dios y el reino del Mal (Satanás), entre dos
amores, el amor de Dios y el amor de sí mismo. Dos amores que se dan siempre mezclados y de donde surgen infinidad de sufrimientos para la humanidad. Por eso, el
sentido del sufrimiento humano sólo puede ser aclarado a través de la cruz de Jesucristo.
Jesús venció a la muerte y al dolor desde la cruz y les cambió el sentido negativo que parecían tener, en un signo de salvación y de victoria. Desde entonces, el dolor no es algo absurdo y sin sentido, sino algo que nos ayuda en nuestro camino de superación, de maduración personal y de acercamiento a Dios.
Podemos preguntarnos el porqué del sufrimiento en el mundo. ¿Por qué un niño inocente tiene que sufrir? ¿Por qué? ¿Por qué tanto dolor en el mundo? Ante esta
pregunta, sólo nos queda la muda respuesta de Jesús, que muere por nosotros en la cruz,y de tantos santos que ofrecieron sus sufrimientos en unión con Jesús y que ante nuestro propio dolor nos están diciendo: Ten esperanza, no estás solo.
Alguien ha dicho: Dime qué opinas del sufrimiento y te diré quién eres y también cuánto has sufrido. En la manera de pensar sobre el sufrimiento, se manifiesta la real
profundidad y madurez del ser humano, que para realizarse plenamente, debe afrontar el dolor inherente a la vida con amor y como medio de santificación y de unión a Cristo crucificado.
Desde la fe, podemos entender que hasta los sufrimientos personales son permitidos por Dios para nuestro bien. “Dios todo lo permite por nuestro bien” (Rom 8,28). Sólo nos queda decir, como Jesús: “que no se haga mi voluntad sino la tuya” (Lc 22,42).
Además, somos solidarios los unos de los otros. Por lo cual, nuestros sufrimientos, ofrecidos con amor por la salvación de los demás, tienen un gran valor redentor, como la Pasión y Muerte de Jesús. Y, si somos solidarios los unos de los otros, en el sufrir, en el merecer, en la gracia de Dios, también somos solidarios, de alguna manera, en el pecado. El pecado tiene un poder de contagio y de influencia negativa sobre los que nos rodean y, por eso, decimos que tanto el bien como el mal tienen una dimensión social que traspasa la dimensión de la persona.
De aquí podemos comprender también la trascendencia del pecado original, el pecado de nuestros primeros padres Adán y Eva, y que se nos transmite de alguna manera en lo que llamamos pecado original. “Por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte pasó a todos los hombres, pues todos habían
pecado” (Rom 5,12). “Como por un hombre vino la muerte, también por un hombre vino la resurrección de los muertos. Como en Adán hemos muerto todos, así también Cristo todos hemos sido vivificados”(1 Co 15,21-22).
E1 pecado de nuestros primeros padres (no es dogma de fe que se refiera a Adán y Eva,pues pueden ellos simbolizar a los “primeros padres”, la humanidad incipiente) nos hace recordar la solidaridad radical de todos los hombres y que todos somos iguales y hermanos como hijos del mismo Padre. Nadie comienza nunca totalmente desde el
principio, nadie empieza a partir de cero, todos estamos marcados por la historia de nuestros antepasados. Por eso, al reconocer la universalidad del pecado que afectó a toda la primitiva humanidad, que se hallaba en una situación desesperada y sin salida posible humanamente, viene la gran esperanza de la salvación universal conseguida en Jesucristo. No en vano se dice en la liturgia de la Vigilia Pascual: ¡Oh feliz culpa! En resumen, la doctrina del pecado original es señalarnos la solidaridad de todos los hombres y aclararnos que sólo en Jesucristo podemos encontrar la salvación, nuestra única salvación. “Para que como reinó el pecado, así también reine la gracia por la justicia para la vida eterna por Jesucristo Nuestro Señor” (Rom 5,21). El es el Salvador y en este plan de salvación tiene un puesto muy importante María como Madre del Salvador. Ella es la nueva Eva.
ORACIÓN DEL SUFRIMIENTO
“Dios mío, os ofrezco, los sufrimientos de vuestro Hijo, y los de su Sma. Madre, y junto
con ellos, los de mi enfermedad en el día de hoy”.
“Acepto, humildemente, como venido de vuestra santa mano, cuanto hoy tenga que
padecer y estoy dispuesto a sobrellevarlo cristianamente”.
“Me uno a todos los enfermos que sufren para bien de la Iglesia y del mundo”.
Padre Ángel Peña Benito. O.A.R.
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