LA MADRE DE DIOS
Señora, me han contado los pastores
que te vieron a ti junto a tu Hijo,
como les dijeron los ángeles,
al Niño envuelto en pañales,
y recostado en un pesebre.
Profecía de los lienzos,
que envolverán su bendito cuerpo
en la hora extrema de su sepultura,
cuando muerto lo coloquen
con dolor y piedad sus discípulos.
Cada día tengo ante mis ojos,
puestos sobre el altar, mantel y corporal,
memorial de Belén y del Calvario,
de tu maternidad primera,
y consumada en la hora más recia.
Y me viene al corazón la llamada a
tratar con tu ternura el mismo Cuerpo
de tu mismo Hijo, hecho pan,
al tomarlo entre mis manos
y, sobrecogido, mostrarlo a los fieles.
Fue privilegio dar tu carne al Verbo,
tener en tu regazo a Dios hecho pequeño,
amamantar a quien es sustento,
y sentir en tu corazón la indecible
experiencia de dar vida al que es Eterno.
Y es don inmerecido hacer sacramento el pan,
sostener entre las manos el Cuerpo de Cristo, indefenso.
Por la fe se traspasa la materia y se adora en ella
la presencia real de Jesucristo,
el mismo a quien tú diste a luz en Belén y lo arropaste.
Nos afirman que Dios es Padre y Madre,
y que tú fuiste para Él la mediación entrañable.
Si nosotros somos hechos a imagen de tu Hijo,
Y Él nos llamó hermanos, déjanos tú la ternura,
y el embeleso amoroso para tratarlo.
¡Madre!, ya no cabe la nostalgia de aquellas horas,
en las que los pastores te admiraron.
Como entonces, hoy es posible rendir
a tu Hijo Jesucristo el homenaje.
¡Déjanos también entrañarlo tan adentro!
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