Busque, compare...
Autor: Padre Alfonso Sánchez-Rey López de Pablo
Las comparaciones siempre son odiosas. Sin embargo, parece que ejercen sobre el hombre un genuino poder de fascinación. Si eso se reboza de envidia, ya está: la combinación perfecta. Los anuncios de detergentes, por poner un caso típico, alcanzaron el paroxismo cuando se descubrió ese eslogan perfecto: busque, compare y si encuentra algo mejor, cómprelo. La comparación. El producto vendido no tenía miedo a la comparación, era el mejor sin lugar a dudas, y el gran reto al consumidor era precisamente desmentir esa verdad incontrovertible. Naturalmente, las ventas subieron.
El hombre tiende a compararse con sus hermanos los hombres y no siempre queda bien parado. La cuestión reside en que siempre tiene que haber uno que quede por encima, con lo que el que queda por debajo siente en su interior la frustración del desencanto, de no estar a la altura de lo que podría esperarse de él. Por eso hay tantas depresiones, tantos complejos de inferioridad, y tantos jefes que tratan de humillar a los que están por debajo, para quedarse convencidos en su ego de que resisten a la comparación y están por encima. Así funcionamos y así nos vamos poniendo las zancadillas unos a otros, quedándonos tan contentos (en apariencia).
El gran secreto es desmarcarse de esa dinámica que tiene que ver mucho con el juego de las sillas: dar vueltas mientras suena la música y correr cuando deja de sonar para ocupar la silla antes que el otro. Porque la solución viene de otro lado: hay que ponerse a disfrutar de la música y pensar, mientras tanto, si merece la pena estar de pie o estar sentado, porque a lo mejor no merece la pena, como creíamos, correr a sentarnos.
Total, que para dinamitar en su propia esencia esta tontería de las comparaciones hay que compararse con el único con el que merece la pena: con Dios. Cuando uno se compara con Dios establece, de entrada, la base del juego: grande, verdaderamente grande, sólo es Dios. Sólo Él merece la pena. Todo lo demás nada y menos que nada. Establecidas así las cosas, lo demás viene de suyo: yo lo que quiero es, con paz y sosiego, aunque suene audaz, aunque suene pretencioso, parecerme a Él.
En el Antiguo Testamento el planteamiento era un poco rastrero, aunque suponía ya un avance: el ojo por ojo y diente por diente. En el Nuevo Testamento que inaugura Cristo lo que cuenta es meterse en las entrañas de Dios y “sacar de ahí” los propios sentimientos. Es un reto tan alto que sólo puede venir de un Dios hecho hombre.
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