ABREME LA PUERTA
Mientras fueron a comprar aceite vino el esposo,
y las que estaban preparadas entraron con él a las bodas
y se cerró la puerta.
Luego llegaron las otras vírgenes diciendo:
¡Señor, señor, ábrenos!
(Mt 25)
Siguen pasando los años, y a veces parece que no terminamos de llevar a cabo esa conversión que espera el Señor de todos. Con el tiempo puede asaltarnos la tentación de temer que también el Señor podría cansarse de nuestras dilaciones: nos ha llamado, ha estado esperando y se ha marchado. Han cerrado las puertas y comenzó la fiesta con aquellos que supieron estar vigilantes, los que aprovecharon bien sus oportunidades.
Debemos acelerar el paso, pues vamos quedando rezagados. Con todo, no perdamos la confianza en la paciente misericordia divina. Sabemos que el Señor no se cansa de esperar, si ve nuestra buena voluntad, si recomenzamos después de cada error. Nos llenará de esperanza saber que Dios deja siempre un portillo abierto para que entren quienes lleguen algo retrasados, los que sí querían ir a la fiesta de las bodas, pero, entre unas cosas y otras, se pusieron en camino un poco tarde, perdieron demasiado tiempo en los preparativos.
La liturgia ambrosiana propone para estas circunstancias la «plegaria del retrasado», la nuestra. Es un texto un tanto original de la Semana Santa:
«No cierres tu puerta, Señor, aunque llegue algo tarde.
No cierres tu puerta: estoy llamando.
Abre, Señor piadoso, a quien te busca llorando.
Acógeme en tu banquete...»1.
Señor, no me dejes en la calle si no llego de los primeros, no te olvides de mí. Me he distraído en cosas circunstanciales, esas que, en el fondo, tienen tan poca importancia. Me he retrasado, pero estoy tratando de acelerar el paso para recuperar el tiempo perdido, para cambiar de vida y poder llegar a tu fiesta; sé que es algo tarde, pero, quizá, no demasiado. ¡Espera un poco!
Dame tu gracia, buen Señor,
Para tener el mundo por nada.
Para poner mi mente prontamente en Ti…
Para estar afanado en trabajar por quererte
Y recuperar el tiempo perdido2.
Podemos apropiarnos también, en estas circunstancias de nuestra vida, la exclamación de san Agustín: «¡Oh Señor!, tengo gran necesidad de volver a ti. Ábreme tu puerta, estoy llamando. Enséñame cómo llegar a ti, pues todo lo que yo tengo es el deseo»3. Señálame, Jesús, el camino más corto, el más rápido. Queremos convertirnos del todo. Queremos estar en tu fiesta, en las bodas reales. La calle donde no estás Tú es demasiado fría e inhóspita. Queremos estar contigo.
El tiempo del que disponemos es corto, pero suficiente para decirle a Dios que sí, que le amamos, que somos suyos, que cuente con nosotros. Tiempo corto, pero suficiente para dejar terminada la obra que el Señor nos encargó. El Espíritu Santo nos advierte: andad con prudencia, no como necios, sino como sabios, aprovechando bien el tiempo (Ef 5), pues pronto viene la noche, cuando ya nadie puede trabajar (Jn 9). ¡No como necios!, enseña san Pablo, pues una necedad, una gran necedad, es perder el tiempo, tan corto y tan necesario.
No nos debe suceder como a aquel joven que iba a gran velocidad por la ciudad en una potente moto, y tuvo que frenar de golpe ante un anciano que atravesaba la calle; cayeron todos al suelo: la moto, el anciano y el chico. A ninguno le pasó nada de consideración. Y cuando se levantaron, la persona mayor preguntó:
—Muchacho, ¿adónde vas?
Y este, con toda sencillez y algo desconcertado, contestó:
—No lo sé, pero llevo mucha prisa.
Qué gran cosa sería que, si alguien nos preguntara adónde vamos, pudiéramos contestar con sinceridad: Yo voy al Cielo, con prisa, antes de que cierren las puertas. Jesús me espera. Tengo el tiempo justo. Es más, no tengo casi tiempo. No puedo detenerme mucho tiempo.
El Señor, disimuladamente, ha dejado abierta la puerta de atrás para que entremos los retrasados y nos incorporemos a la fiesta, la fiesta de las bodas reales. La Virgen vigila para que esa puerta no se cierre nunca del todo. ¡Es el portillo de los que llegamos un poco retrasados! El Cielo nos espera.
Cfr. El día que cambié mi vida
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