“Yo soy el pan de vida.”
Cuando Cristo dice de sí mismo, refiriéndose al pan: “Este es mi cuerpo” ¿quién dudará? Y cuando afirma “esta es mi sangre” ¿quién vacilará? En su tiempo, en Caná, Jesús transformó el agua en vino –el vino, hermano de la sangre. ¿Quién se negará ahora a creer que transforma el vino en sangre? Invitado a unas bodas según la carne realizó este milagro asombroso. Con más razón ¿cómo no reconocer que concede a los amigos del Esposo la alegría de su cuerpo y de su sangre?
Te es dado su cuerpo bajo la forma de pan y su sangre bajo la forma de vino para que, participando en el cuerpo y en la sangre de Cristo formes con él un solo cuerpo y una sola sangre. Así nos convertimos en “portadores de Cristo” , cristóforos. Su cuerpo y su sangre se diluyen en nuestros miembros. Así nos hacemos partícipes de su naturaleza divina. En otro tiempo, conversando con los judíos, Cristo les decía: “Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros.” (Jn 6,54) Si el pan y el vino son puramente naturales a tus ojos, no te quedes en esto...Si tus sentidos te extravían, deja que la fe te asegure.
Cuando te acercas, pues, para recibir el cuerpo de Cristo, no te acerques distraído, extendiendo las palmas de las manso con los dedos separados, sino, como se va a posar el Rey sobre tu mano derecha ¡hazle un trono con tu mano izquierda y en el hueco de tu mano recibe el cuerpo de Cristo y responde: Amén!
San Cirilo de Jerusalén (313-350), obispo de Jerusalén, doctor de la Iglesia
Catequesis bautismal, 22
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