Celebración de los misterios de María
San Juan Damasceno
Llena de gracia, en ti se regocija
todo lo creado, las legiones de ángeles
y el género humano.
Templo santificado y paraíso espiritual,
honor de las vírgenes,
gracias a ti Dios se encarnó
haciéndose niño,
él, nuestro Dios desde antes de los siglos.
De tu seno
hizo un trono
y lo convirtió en el más vasto de los cielos.
En ti, llena de gracia,
se regocija todo lo creado.
Gloria a ti.
Bellísima y dulcísima niña,
lirio que brota de entre las espinas,
crecido sobre la regia y fecunda raíz de David,
por tu mediación se enriquece la realeza
del sacerdocio.
Rosa aparecida entre las espinas de los judíos,
que llenas el mundo de perfume divino.
Hija de Adán, madre de Dios,
bendito el seno de donde has salido,
benditos los brazos que te llevaron
y los labios que disfrutaron tus besos inocentes,
los labios de tus padres...
¡Hoy empieza la salvación del mundo!
Salve, María, dulcísima hija de Ana.
El amor me empuja hacia ti.
¿Cómo podré describir tu actitud tan digna?
¿Y tu vestido? ¿Y la belleza de tu cara?
¿Y la conducta sensata de tu juventud?
Tu vestido fue modesto,
lejos de la molicie y el lujo;
grave tu andar, ni precipitado ni lánguido;
serio el comportamiento, alegre
por la vivacidad juvenil;
máximo el cuidado con los hombres,
como indica aquel temor que te sacudió
en el inesperado coloquio con el ángel.
Fuiste dulce y respetuosa con tus progenitores,
humilde de espíritu en la más alta contemplación;
amable, hablando como correspondía
a tu espíritu afable.
En resumen, ¿qué otra cosa había en ti
sino la digna permanencia de Dios?
Con justicia todas las generaciones te proclaman
bienaventurada
porque tú eres la gloria del género humano.
Tú eres el honor de los sacerdotes,
la esperanza de los cristianos,
la planta fértil de la virginidad;
por ti se difundió por todas partes la belleza
de la virginidad.
¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto
de tu vientre!
Hoy, también nosotros nos entretenemos
con tu presencia, oh soberana.
Repito una vez más: soberana Virgen madre de
Dios,
y juntamos nuestras almas
como un ancla soldada e inamovible
a ti que eres nuestra esperanza.
Te consagramos nuestro espíritu, nuestra alma,
nuestro cuerpo, todo nuestro ser.
Queremos honrarte
como exige tu dignidad.
Si, como enseña la palabra sagrada,
el honor que se tributa a los siervos
es testigo del amor al común señor,
¿podremos nosotros empeñarnos
en no honrarte a ü, madre de tu Señor?
¿No debemos empeñamos con todas nuestras f
uerzas?
¿No es esto preferible a nuestra misma respiración
desde el momento en que nos da la vida?
Así demostraremos
nuestro amor hacia nuestro Señor.
En realidad, para los que honran piadosamente
tu memoria
les basta el preciosísimo don de tu recuerdo,
que se transforma en la más alta expresión de
alegría
imperecedera.
¿De qué alegría, de qué dones no estará lleno
quien ha hecho de su alma la morada de tu sagrado recuerdo?
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