Hijo de David y Señor de los señores
Dios escogió a una virgen de la casa real de David para que llevara en su seno a un hijo santo, al mismo tiempo divino y humano... El Verbo, la Palabra de Dios, que es Dios mismo, el Hijo de Dios que «en el principio estaba junto a Dios y por medio de la Palabra se hizo todo y sin ella no se hizo nada de lo que se ha hecho» (Jn 1,1-3), se hizo hombre para librar al hombre de la muerte eterna. Se abajó hasta la humildad de nuestra condición sin que su majestad disminuyera. Permaneciendo lo que era y asumiendo lo que no era, unió a una verdadera naturaleza de servidor la naturaleza según la cual era igual al Padre. Unió tan estrechamente estas dos naturalezas que su gloria no pudo hacer desaparecer la naturaleza inferior, ni la unión con ésta envilecer la naturaleza superior.
Permanece íntegro lo que es propio de cada naturaleza uniéndose en una sola persona: la humildad es acogida por la majestad, la debilidad por la fuerza, la mortalidad por la eternidad. Para pagar la deuda de nuestra condición, la naturaleza que está por encima de todo se une a la naturaleza capaz de sufrir, asociando en la unidad de un solo Señor Jesús, al verdadero Dios y verdadero hombre. De esta manera, tal como era necesario para curarnos, el solo y «único mediador entre Dios y los hombres» (1Tm 2,5) pudo morir por la acción de los hombres y resucitar por la acción de Dios...
Tal es, amados míos, el nacimiento que convenía a Cristo «poder de Dios y sabiduría de Dios» (1C 1,24). Por él, se armonizaban en él nuestra humanidad conservando a la vez la preeminencia de su divinidad: Si no fuera Dios, no nos hubiera podido remediar. Si no fuera hombre, no nos hubiera podido dar ejemplo.
San León Magno (¿-c. 461), papa y doctor de la Iglesia
1er Sermón para la Natividad del Señor
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