Feliz el que cree, como María
By P. Pedro Barrajón, LC
Una de las grandes alabanzas que encontramos en los Evangelios a María es la que le hace su pariente Isabel: “Feliz tú, que has creído lo que se te ha dicho de parte del Señor” (Lc 1, 45).
Nuestra vida es un camino de fe
Toda la vida de María fue un camino de fe. Toda la vida del cristiano es un camino de fe. La vida de oración es siempre un ejercicio de la fe. María creyó lo que el ángel le había dicho de la parte del Señor y su fe fue la que le permitió a Dios realizar la realidad de la Encarnación. Ella acogió a Dios en su mente antes de hacerlo en su vientre. El hombre responde a Dios con la fe.
Ver a Dios a través de la fe
Quisiéramos a veces que se rompiera el velo de la fe para poder ver cara a cara, como será en el cielo. Sin embargo debemos caminar en la tierra en el claro-oscuro de la fe. Ver a Dios a través de la fe, eso es la oración. La oración nos permite crecer en la fe, vivir de fe, ejercer la fe. El gran padre de los creyentes es Abrahán que creyó lo que el Señor le había dicho, dejando su tierra natal y yendo hacia la tierra que el Señor le había indicado. Todo camino de oración es una peregrinación en la fe. Se continúa caminando hacia la meta, que es Dios mismo, pero hay que pasar no pocos valles oscuros, pruebas, momentos de desánimo, de desconcierto, de inseguridad, de duda y sin embargo hay que seguir caminando. Como decía Santo Tomás de Aquino: “Es mejor cojear por el camino que ir muy rápido del mismo” (Comentario a San Juan, cap. 14, 2). La fe nos sostiene en este caminar aunque fuera cojeando por el camino justo. Y la fe es alimentada, nutrida, conservada y sostenida por la oración.
La fe es verdadera felicidad
La fe garantiza una profunda felicidad: “feliz la que ha creído”. Feliz el orante que persevera en la fe, que sigue caminando a pesar de las dificultades; a pesar de las noches oscuras que el Señor pueda permitir en nuestras vidas. A veces la noche es el ambiente más propicio para mantener la intimidad con el Señor, para conocerlo mejor, para saborear su presencia. Sí, quisiéramos la claridad meridiana del día. Ésta vendrá con la gloria celeste. Por el momento nos tenemos que contentar con la noche de la fe, pero también en la noche el alma puede gozar de una intensa unión con Dios: “Oh noche que guiaste! ¡Oh noche amable más que la alborada!¡Oh noche que juntaste Amado con amada, amada en el Amado transformada!” (San Juan de la Cruz). La fe nos guía con su luz nocturna al encuentro de Dios. Esa noche de la fe puede ser más amable incluso que las primeras luces del alba, que pueden alejar de la intimidad de la relación de amor con el Señor. La noche de la fe da la felicidad de verse transformado por el amor a Dios en una persona nueva, toda llena de una nueva presencia beatificante. Feliz el que cree y cree el que persevera en la oración; cree quien, como María, se pone de prisa caminando en busca de su pariente Isabel para ofrecerle su compañía; cree quien tiene puesta la mirada más en la meta final que en los sinsabores del camino. Cree quien, come Abrahán, es capaz de salir de la seguridad de la propia tierra hacia aquella otra que le muestra el Señor.
Confía, ten fe
La fe te deja sin amarras. “Cuando tu barco comienza a poner raíces en la inmovilidad del muelle, -decía Dom Hélder Cámera- boga mar adentro”. La fe nos pide cortar amarras, remar hacia la profundidad del lago, estar siempre dispuesto a comenzar de nuevo. Y ello porque se ha creído en la promesa del Señor, porque se está seguro de ella y ese presencia misteriosa del Amado da al corazón una interior e inefable felicidad. Que así sea en nuestra vida.
Agradecemos esta aportación al P. Pedro Barrajón, L.C.
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