Dejarnos hacer por Dios
Padre Alberto María fmp
Cuando nos adentramos en el misterio del amor de Dios no podemos sino glorificar al Señor porque hace obras grandes, porque en verdad ha hecho obras grandes en ella y porque nos puso bajo la protección y amparo de la muy Santa Madre de Dios. Protección y amparo que podemos ver cada día de nuestra vida. El Señor nos concede de entrada, contemplar el misterio de esta Mujer que supo, ante todo, dejarse hacer.
Y quisiera quedarme en este contemplar en María el dejarse hacer por Dios. Nosotros solemos andar con demasiados trajines a niveles personales, solemos andar ocupados en muchas cosas, y en el mejor de los casos estamos muy preocupados por alcanzar la salvación. La Madre del Señor se dejó hacer por Dios. Ella tenía muy claro que lo suyo -y lo nuestro- es estar junto al Señor, contemplando su rostro. Y ahí, torneados, moldeados por la mirada de Dios es donde nosotros, como la Madre de Dios, podremos dejarnos hacer por Dios.
Pero, con frecuencia andamos sin tiempo. Hemos hecho de nuestra vida muchos compartimentos diferentes: «y ahora hay que hacer una cosa, y después hay que hacer otra, y después hay que hacer otra...», y resulta difícil, a veces, hacer tantas cosas y encontrar un hueco para estar junto al Señor. Y es que hemos equivocado los términos en la práctica. En la teoría nos pasa como a los fariseos: lo sabemos todo. En la práctica nos hemos olvidado de que lo nuestro es estar junto al Señor en todo tiempo, en cualquier momento, en medio de cualquier actividad. Y entonces ocurre que el Señor no puede moldearnos: Simplemente, no nos estamos quietos.
La Madre del Señor se dejó hacer por Dios porque ella supo andar mascullando siempre la Escritura y las distintas oraciones que describían los libros santos. Ella supo andar mascullando en su corazón siempre las alabanzas del Señor y en todo momento, hiciera lo que hiciera, su corazón estaba junto a Dios.
Hoy, la Madre del Señor quiere recordarnos la necesidad que tenemos de dejarnos hacer por Dios. Y dejarse hacer significa no andar discutiendo con Dios sobre lo que tiene que hacer y sobre lo que no tiene que hacer. Porque con facilidad andamos discutiendo con Dios, porque nosotros queremos una cosa y el Señor nos lleva por otros caminos y no doblegamos nuestra cerviz con facilidad. Y hay quien después de muchos años aún sigue sin doblegar la cerviz. Y no solamente es que no nos estamos quietos y entonces El no puede moldearnos, sino que no agachamos nuestra cabeza.
El Señor nos quiere sencillos de corazón, humildes, y nosotros andamos queriendo saberlo todo, dar clases de todo, decir a todos lo que está bien, decir, destacar, ser el centro,... El Señor quiere que oremos asidua, constantemente y nosotros le discutimos que no podemos hacerlo, que somos muy débiles, que nuestra flaqueza es muy grande y que no hemos conseguido aprenderlo. El Señor quiere que seamos obedientes a su Palabra y nosotros, muchas veces, le discutimos sus proyectos, sus planes. El Señor es el Señor. Y nosotros queremos ser sus amigos, pero yendo a nuestro aire. Y así, el Señor no puede hacernos ni moldearnos.
La Madre del Señor viene a recordarnos la necesidad de doblegar nuestra cerviz, de dejar nuestros criterios. Viene a recodarnos la necesidad que tenemos de aprender a convivir unos con otros, aprender a acoger lo que me viene del hermano y aprender a ofrecer a mi hermano lo que pienso que es bueno para él. Pero no imponiendo criterios, sino ofreciendo reflexiones -salvo que alguien tenga algo que decir de parte de Dios a otra persona-. Necesitamos aprender a convivir sabiendo que Dios está en medio. Necesitamos aprender a vivir en la concordia, en armonía, yendo en una misma dirección. No somos reinos de Taifas. La grandeza de un archipiélago no está en ser muchas islas sino en ser un archipiélago. La grandeza de una comunidad está en ser comunidad.
La Madre del Señor nos recuerda la necesidad que tenemos de convivir en armonía, porque a través de la comunidad el Señor va también moldeándonos, y es la comunidad uno de los medios que nos ofrece el Señor para dejarnos hacer por Dios. Evidentemente, no somos todos iguales -gracias a Dios-. Somos bastante dispares. Esa es nuestra riqueza. Pero si las piezas no se amoldan unas a otras armónicamente, el motor no puede funcionar. Si nuestras diferencias no se amoldan unas a otras armónicamente, no podremos funcionar como comunidad según la voluntad de Dios. Y no el que más alza la voz tiene más razón. A veces, quizás el que está más callado puede ser que tenga más razón.
Recordemos el caso del monje Gabriel, aquel monje ignorado del Monasterio de Iviron, en el Monte Athos, que por su humildad fue escogido por la Madre de Dios para que sacara su icono del mar. Y es que la semejanza con el Siervo de Yahvé es la que nos da la más pura identidad con Jesús, la más pura semejanza con Jesús. Pero a nosotros, con facilidad, no nos gusta que los demás nos gobiernen, no nos gusta nada que los demás nos llamen la atención, ni siquiera que nos hagan una indicación. De lo que hacemos bien, nos encanta que nos lo digan, porque halaga nuestra vanidad. Y el demonio se sirve también de eso. Como dijo San Antonio a quien le dijo: «Padre, eres el hombre más santo del lugar...» San Antonio respondió «¡Lo mismo me acaba de decir Satanás!».
Nos halaga que nos digan «¡Qué bien has hecho esto! Hay que ver qué bien has terminado aquello... O, con qué gusto...; o, qué bien hablas; o, si no fuera por ti,... Pero ¡ay de aquél que se atreva a decirme «eso creo que no está bien; pienso que estás teniendo una actitud errónea; pienso que eso no es lo que Dios quiere...» En el peor de los casos se responde airadamente; en el mejor de los casos con una evasiva. Pero por dentro, el corazón y la mente mascullan «¿Qué derecho tiene ese hermano a decirme...?»
Y así no podemos ser hechos por Dios, porque levantamos una barrera inmensa entre mi hermano y yo. Y justo ahí, del lado de mi hermano, siempre está Dios. ¿Por qué del lado de mi hermano y no del mío? Porque el Señor quiere entre mi hermano y yo una relación armónica, y si yo pienso mal de mi hermano, rompo la relación armónica, y he perdido toda la razón que pudiera tener porque he transgredido la voluntad de Dios. Que mi hermano es un sinvergüenza... es problema de mi hermano. Pero a mí, Dios me manda que lo quiera, que lo cuide, que lo atienda, que lo escuche, que lo acoja,... Y si yo me enfurruño con mi hermano, me enfado con él, lo juzgo, lo critico, murmuro, pienso que su actitud ha sido injusta,... ya he roto mi comunión con él, he levantado un muro, y he perdido toda mi razón ¿Qué voy a decirle al Señor si me encuentro con El? «Mira, Señor, es que mi hermano me ha hecho esto, es que es un sinvergüenza, es que él no ha amado, es que él no me ha tratado bien, es que no me ha escuchado, es que ...» La única pregunta que nos va a hacer el Señor es «¿Lo amas?». ¿Voy a ir yo a Dios para hablarle de lo malo, de lo pecador, de lo pervertido, de lo que sea que es mi hermano? ¿Qué me va a decir el Señor? Me preguntará solamente una cosa: «¿Hay amor en tu corazón para tu hermano? Ese amor ¿es palpable, es visible, tú lo sientes de verdad?» Y al Señor no podemos decirle «¡Pues claro que lo quiero, Señor! Pero eso no tiene nada que ver» ¿Pueden convivir en ti juicio, condena y amor? En tu corazón ¿puede convivir lo bueno y lo malo? ¿lo que es de Dios y lo que viene del mal? Algo está fallando.
Cuando en mi corazón hay algo, por pequeño que sea, contra mi hermano, ya estoy impidiendo que el Señor me vaya moldeando. El Señor decía: «Si vas a presentar tu ofrenda ante el altar y tienes algo pendiente con tu hermano, ¡no debes comulgar! Ve a reconciliarte con tu hermano» De ahí la necesidad que nos recuerda también hoy la Madre de Dios de que nuestras relaciones comunitarias sean según Dios.
Si recordamos los evangelios apócrifos, que son los que relatan más extensamente la vida de la Madre de Dios, y si repasamos las intervenciones de la Madre de Dios en los Evangelios. Y más en concreto, si releemos el Magníficat, descubriremos la armonía que existe en su corazón respecto a todas las cosas. La armonía con que ella vivía con José en el silencio de un posible juicio de mujer adúltera, la armonía en el encuentro con su prima Isabel, cuando los Magos presentan las ofrendas, los pastores, la huída a Egipto,... Si hacemos un recorrido por los lugares conocidos de su vida, observamos siempre que la relación de la Madre de Dios con todos los que la rodean es una relación armónica y pacífica, gozosa, jubilosa.
Dejarnos hacer por Dios. Especialmente, en lo que supone nuestro contacto con las cosas, con el trabajo, con nuestro sustento,... El Señor nos enseña a reconciliarnos con el mundo y a reconciliar el mundo con El. Puede ser en un ayuntamiento, en una banca, en un instituto, en un centro de minusválidos, en una tienda, en la casa.... La Madre del Señor nos enseña a reconciliar con Dios todas las cosas. Por eso san Pablo dirá: «hacedlo todo en el Nombre de Jesús» y «por todas las cosas dad gracias a Dios». Nuestro trabajo, por cansado o descansado que éste sea, es un servicio al Señor. La Madre de Dios lo vivió así, de la manera simple con que la mujer que podía vivir en aquel tiempo, atendiendo su casa, cuidando a su esposo y a su hijo, y siendo-como tuvo que ser por lo que se ve en el evangelio- la mujer que escuchaba, que acogía, hasta el punto de ser proclamada dichosa simplemente por haber engendrado a Jesús.
Dejarnos hacer por Dios. Escuchemos esta enseñanza que nos da la Madre de Dios hoy y guardémosla en el corazón. Y si alguien nos pregunta lo que nos ha dicho la Palabra del Señor, que podamos dar razón, que no tengamos que responder: «Es que dice tantas cosas... que no sabría decir...». Sino que, como la Madre de Dios, guardemos su enseñanza -la de ella- en nuestro corazón, porque es una enseñanza que necesitamos para vivir.
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