DIOS: AMOR Y MISERICORDIA
¿Quién es Dios? Los filósofos han tratado de contestar esta pregunta por miles de años y ¡aún no dan con la respuesta!
Es una interrogante que siempre está presente, porque incluso si buscáramos en la Biblia (el libro que nos habla de Dios) no encontraremos allí ninguna definición precisa ni concreta. Simplemente declara que Dios existe y describe muchas cosas que Él ha dicho y hecho a través de los siglos. Es como si Dios nos dijera que para saber quién es hay que observar lo que hace.
Siendo así, trataremos de responder la pregunta estudiando algo de lo que Dios ha dicho y hecho a través del tiempo. Lo haremos con la mente y el corazón abiertos, porque Él mismo nos ha prometido: “Me buscarán y me encontrarán” (Jeremías 29,13).
Dios es puro amor. Leyendo la Sagrada Escritura, vemos desde el principio que Dios es generoso en extremo: es un ser eterno, perfecto, todopoderoso, sin necesidad de absolutamente nada, pero sin embargo decide crear. El universo creado no le añade nada a su poder, su sabiduría ni su perfección. Más bien, le crea nuevas obligaciones, porque ahora tiene toda una creación que cuidar. No, Dios no creó el mundo para él; lo hizo porque quiso compartir la gloria de su amor y las bendiciones del cielo con criaturas inteligentes y semejantes a Él. Lo hizo porque Él es amor (1 Juan 4,8), y el amor siempre tiende la mano.
Así pues, allí nos encontramos los humanos, la corona de la creación de Dios, hechos a su propia imagen y semejanza. Por las potencias de la razón, la memoria y la voluntad, que son dones de Dios, teníamos todo lo que necesitábamos para conocer a nuestro Creador, recibir su gracia y llegar a ser como Él. Pero Dios también nos creó con libre albedrío y, de repente, algo trágico sucedió: el Libro del Génesis nos dice que nuestros primeros padres cayeron en el grave pecado de la desobediencia y rechazaron la forma de vida que el Creador les había propuesto. Imagínese: Fueron creados de la nada, protegidos por la mano cariñosa de Dios y rodeados de una increíble belleza y bondad en el Paraíso, un jardín fértil y exuberante. Con todo, haciéndole más caso al enemigo de Dios, trataron de destronar al Todopoderoso y quisieron hacerse ellos los “dioses” de su propia vida, decidiendo por su cuenta lo que era el bien y el mal. ¡Qué monumental arrogancia e ingratitud después de todo lo que Dios les había dado: la vida y todo lo que necesitaban para ser felices.
Es aquí, frente el pecado humano, que podemos ver más claramente quién y cómo es Dios: Nuestros primeros padres rechazaron al autor y sostenedor de la vida, sin embargo no fueron aniquilados. Por el contrario, Dios prometió que un descendiente de ellos vendría a componer el mal cometido por ellos. Este “descendiente”, vencería al pecado en su totalidad y resolvería el enorme daño causado a toda la creación por la arrogante desobediencia de nuestros primeros padres.
Desde el momento mismo de esa promesa, Dios puso en movimiento su plan para que todo sucediera como Él lo había dispuesto. A su debido tiempo, llamó a Abraham y le prometió darle una gran herencia (Génesis 12,1-3). Luego lo llevó a él y su esposa Sara a un país lejano donde hizo un pacto o alianza con él, prometiéndole ser Dios suyo y de su pueblo para siempre (17,7-8). Y así, de la descendencia de Abraham, Dios formó un pueblo para que fuera de su propiedad.
Así tan grande es el amor de Dios. No tenía por qué formar un pueblo suyo ni tenía que comprometerse a cumplir un pacto solemne con Abraham, pero lo hizo de todos modos, porque Dios es amor.
Dios es compasivo y misericordioso. Si fue el amor el que le movió a crearnos y a comprometerse con nosotros mediante un pacto, fue la misericordia la que le movió a sustentarnos y caminar con sus hijos durante los siglos. Cuando rescató a su pueblo de la esclavitud en Egipto, Dios selló un convenio, no solo con Moisés, sino con todo el pueblo. Los protegió de todo peligro al cruzar el desierto y les hizo una promesa: “Si ustedes me obedecen en todo y cumplen mi alianza, serán mi pueblo preferido entre todos los pueblos” (Éxodo 19,5).
Pero la gente no obedeció. Después de todo lo que Dios había hecho para salvarlos y protegerlos, lo rechazaron, y prefirieron hacerse un becerro de oro como ídolo en lugar de honrar y adorar a su Creador y Libertador. En términos humanos, no sería ilógico que Dios los hubiera abandonado y comenzado a trabajar con otro pueblo más obediente. Pero el Señor no lo hizo. Movido por la compasión y consciente de que no podía abandonar a sus criaturas descarriadas, se reveló una vez más a Moisés. Pero esta vez, no lo hizo en medio de grandes truenos, relámpagos resplandecientes y el tronar de una trompeta divina; todo lo que Dios hizo fue pasar silenciosamente frente a Moisés y hablarle en un susurro, y las palabras que dijo han sido transmitidas de generación en generación como una valiosa herencia de cada fiel hijo de Abraham:
¡El Señor! ¡El Señor! ¡Dios tierno y compasivo, paciente y grande en amor y verdad! Por mil generaciones se mantiene fiel en su amor y perdona la maldad, la rebeldía y el pecado. (Éxodo 34,6-7)
Una y otra vez, los santos hombres y mujeres de Israel se dedicaron a meditar en esta revelación. El salmista clamaba diciendo: “Tú, Señor, eres Dios tierno y compasivo, paciente, todo amor y verdad. Mírame, ¡ten compasión de mí!” (Salmo 86,15). A su vez, el Señor, hablando por boca del profeta Joel al pueblo que había restaurado después del exilio y que nuevamente había caído en adulterio espiritual, abandonando a su Dios, los exhortaba diciéndoles:
Pero ahora—lo afirma el Señor—vuélvanse a mí de todo corazón. ¡Ayunen, griten y lloren! ¡Vuélvanse ustedes al Señor su Dios, y desgárrense el corazón en vez de desgarrarse la ropa! Porque el Señor es tierno y compasivo, paciente y todo amor, dispuesto siempre a levantar el castigo. (Joel 2,12-13)
La compasión de Dios llegó a ser una señal distintiva en Israel. De generación en generación, Dios había amado fielmente a su pueblo y le había tenido compasión. Los había rescatado de Egipto, los había llevado a la tierra prometida, les había dado un rey y un templo y los había traído de regreso después del exilio. Los había corregido, reprendido y hasta castigado como a hijos, cuando fue necesario; pero siempre les perdonaba; siempre los volvía a acoger con amor y nunca jamás los abandonó.
Gracia y piedad. Con todo, las promesas de Dios aún no se cumplían; la salvación que les había prometido aún no llegaba, porque no existía ningún ser humano que pudiera anular la fuerza del pecado ni ningún mortal que pudiera sellar una alianza eterna con Dios. El propio Dios era el único que podía hacerlo; solo Aquel que es eterno y completamente amor y misericordia podía rescatar a los hijos rebeldes.
Así pues, llegado el tiempo y recordando su misericordia y según su promesa (v. Lucas 1,54-55), Dios se hizo hombre. Finalmente, en Jesucristo, el amor de Dios tomó forma humana, y todo lo que Jesús dijo e hizo reveló la inmensidad del amor de Dios. Cada curación y liberación que Jesús hizo, cada parábola y acto de perdón, cada reprimenda y corrección, emanaba de Dios, que es compasivo y misericordioso, lento a la ira y lleno de amor y misericordia.
Finalmente, en la cruz fue donde el amor de Dios tuvo su expresión más extraordinaria y completa. Allí, donde el Hijo de Dios derramó su sangre y entregó su vida para redimirnos del pecado, vemos a Dios, cuya gracia y misericordia superan con mucho todo lo que humanamente pudiera imaginarse. Al entregarse por nosotros, Jesucristo cumplió sus propias palabras: “El amor más grande que uno puede tener es dar su vida por sus amigos” (Juan 15,13). Reflexionando sobre esta inimaginable gracia y compasión de Dios, San Pablo escribió: “Dios prueba que nos ama, en que, cuando todavía éramos pecadores, Cristo murió por nosotros” (Romanos 5,8).
Una llamada y una respuesta. Es imposible permanecer indiferentes ante un amor tan sublime y elocuente, porque la gracia y la misericordia de Dios exigen una respuesta del corazón humano. Dios ha estado siempre llamando a sus criaturas y por eso envió a su Hijo único para salvarnos; lo hizo porque nos amó y sigue amándonos, no porque nosotros tuviéramos algún mérito que alegar o algún derecho que reclamar, ni Él tuviera alguna obligación que cumplir.
Así es nuestro Dios. Es un Padre que no solo nos creó, sino que anhela compartir su vida con sus hijos. Es un Redentor que vino a vivir entre nosotros, para hacer realidad las promesas que voluntariamente hizo hace miles de años y cuya misericordia está siempre disponible. Es también el Rey y el Juez, que gobierna según la Ley del Amor. Cuando preguntamos ¿quién es Dios? Tal vez la mejor definición es la que nos ofrece el Evangelio de San Juan:
Pues Dios amó tanto al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo aquel que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para salvarlo por medio de él. (Juan 3,16-17)
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