lunes, 31 de agosto de 2015

El tiempo de cosechas tiene un sabor especial



El tiempo de cosechas tiene un sabor especial
Reflexiones para el cristiano de hoy
Valoramos el trabajo terminado cuando en el corazón se guarda el recuerdo de sudores y esperanzas.

Por: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net 


Un campo y fuerza entre las manos. Abrir surcos, lanzar semillas, regar y anhelar lluvias nuevas. Luego, quitar abrojos, luchar contra parásitos incansables.

Pasan las semanas y los meses. Quedan atrás fríos y tormentas, jornadas de sol y días inciertos. Por fin, llega el tiempo para la cosecha.

La semilla dio fruto. Crecieron plantas vigorosas. Las espigas ondean bajo el viento. Un campo fecundo ofrece una cosecha como pocas.

El tiempo de cosechas tiene un sabor especial para quien ha estado tantos días sobre el surco. No es lo mismo masticar pan tierno sin haberlo trabajado que tomar entre las manos una hogaza cuando en el corazón se guarda el recuerdo de sudores y esperanzas.

Si la cosecha ha sido buena, surge de lo más íntimo del alma un canto de gratitud a Dios. Desde su mirada paterna, con su cariño incansable, nos permite nuevamente tener en la mesa los frutos de los campos, recogidos gracias a hombres y mujeres que, cerca o lejos, emprendieron ese difícil trabajo de la siembra.

La gratitud, si es completa, se convierte en fiesta compartida. Los frutos no son para unos pocos. Cientos de hombres y mujeres esperan, necesitan, manos amigas que compartan ese don inmenso de una nueva cosecha. La caridad es parte de ese inmenso río de bendiciones que viene de los cielos.

Es tiempo de cosechas y de acción de gracias, de bendiciones y de repartos. Si hay justicia y amplitud de miras, si hay generosidad y atención a los más pobres, este tiempo será una nueva ocasión para imitar la bondad del Dios que hace llover sobre buenos y malos (cf. Mt 5,44-48), que ofrece amor y alegría sin medida.



Comentarios al autor P Fernando Pascual LC



Santo Evangelio 31 agosto 2015


Día litúrgico: Lunes XXII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 4,16-30): En aquel tiempo, Jesús se fue a Nazaret, donde se había criado y, según su costumbre, entró en la sinagoga el día de sábado, y se levantó para hacer la lectura. Le entregaron el volumen del profeta Isaías y desenrollando el volumen, halló el pasaje donde estaba escrito: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de gracia del Señor».

Enrollando el volumen lo devolvió al ministro, y se sentó. En la sinagoga todos los ojos estaban fijos en Él. Comenzó, pues, a decirles: «Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír». Y todos daban testimonio de Él y estaban admirados de las palabras llenas de gracia que salían de su boca. Y decían: «¿No es éste el hijo de José?». Él les dijo: «Seguramente me vais a decir el refrán: ‘Médico, cúrate a ti mismo’. Todo lo que hemos oído que ha sucedido en Cafarnaúm, hazlo también aquí en tu patria». Y añadió: «En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria. Os digo de verdad: muchas viudas había en Israel en los días de Elías, cuando se cerró el cielo por tres años y seis meses, y hubo gran hambre en todo el país; y a ninguna de ellas fue enviado Elías, sino a una mujer viuda de Sarepta de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, y ninguno de ellos fue purificado sino Naamán, el sirio». 

Oyendo estas cosas, todos los de la sinagoga se llenaron de ira; y, levantándose, le arrojaron fuera de la ciudad, y le llevaron a una altura escarpada del monte sobre el cual estaba edificada su ciudad, para despeñarle. Pero Él, pasando por medio de ellos, se marchó.

«Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír»

Rev. D. David AMADO i Fernández 
(Barcelona, España)

Hoy, «se cumple esta escritura que acabáis de oír» (Lc 4,21). Con estas palabras, Jesús comenta en la sinagoga de Nazaret un texto del profeta Isaías: «El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido» (Lc 4,18). Estas palabras tienen un sentido que sobrepasa el concreto momento histórico en que fueron pronunciadas. El Espíritu Santo habita en plenitud en Jesucristo, y es Él quien lo envía a los creyentes.

Pero, además, todas las palabras del Evangelio tienen una actualidad eterna. Son eternas porque han sido pronunciadas por el Eterno, y son actuales porque Dios hace que se cumplan en todos los tiempos. Cuando escuchamos la Palabra de Dios, hemos de recibirla no como un discurso humano, sino como una Palabra que tiene un poder transformador en nosotros. Dios no habla a nuestros oídos, sino a nuestro corazón. Todo lo que dice está profundamente lleno de sentido y de amor. La Palabra de Dios es una fuente inextinguible de vida: «Es más lo que dejamos que lo que captamos, tal como ocurre con los sedientos que beben en una fuente» (San Efrén). Sus palabras salen del corazón de Dios. Y, de ese corazón, del seno de la Trinidad, vino Jesús —la Palabra del Padre— a los hombres.

Por eso, cada día, cuando escuchamos el Evangelio, hemos de poder decir como María: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38); a lo que Dios nos responderá: «Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír». Ahora bien, para que la Palabra sea eficaz en nosotros hay que desprenderse de todo prejuicio. Los contemporáneos de Jesús no le comprendieron, porque lo miraban sólo con ojos humanos: «¿No es este el hijo de José?» (Lc 4,22). Veían la humanidad de Cristo, pero no advirtieron su divinidad. Siempre que escuchemos la Palabra de Dios, más allá del estilo literario, de la belleza de las expresiones o de la singularidad de la situación, hemos de saber que es Dios quien nos habla.

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San José de Arimatea, 31 de agosto

31 de Agosto

SAN JOSÉ DE ARIMATEA
Discípulo de Jesús

Arimatea-Ramá, siglo I

El Martyrologium Romanum de 2001 comienza este día con la «Conmemoración de los Santos José de Arimatea y Nicodemo, que tomaron el cuerpo de Jesús descolgado de la cruz, lo envolvieron en una sábana y lo colocaron en el sepulcro».


Los artistas han representado a José de Arimatea desclavando y descendiendo a Jesús de la cruz y depositándolo en brazos de María. Los Evangelios nos ofrecen muy pocos datos de él, pero éstos resultan muy significativos.

Debía de proceder de Arimatea, la antigua localidad de Ramá, patria de Samuel, situada en los montes de Efraín.

José era un hombre rico que formaba parte del Sanedrín. Este alto Consejo judío, que solía reunirse en el área del templo de Jerusalén, estaba formado por setenta hombres que en tiempos de Jesús tenían autoridad para legislar en Judea sobre cuestiones religiosas y algunos problemas civiles, aunque bajo la supervisión de los procuradores romanos.

El Sanedrín se componía de tres clases de miembros. El primer sector agrupaba a los sumos sacerdotes y representantes de las cuatro familias sacerdotales. Otro tercio lo formaban los doctores y expertos de la ley, en su mayoría fariseos. Otro grupo estaba formado por miembros de familias representativas por su posición social. A este grupo debía de pertenecer José de Arimatea (Mc 15, 43; Lc 23, 50), al que Mateo denomina como hombre rico (Mt 27, 57).

El Evangelio de Lucas nos ofrece además unos datos nada desdeñables sobre él. Nos lo presenta como hombre bueno y justo que esperaba el reino de Dios. Dice, además, que no había estado de acuerdo con el modo de proceder del Sanedrín durante el proceso a Jesús (Lc 23, 50-51).

No deja de llamar la atención que la silueta espiritual de José de Arimatea sea descrita por Lucas con trazos tan semejantes a los que el mismo evangelista ha empleado para presentarnos al anciano Simeón (Lc 2, 25). Se diría que, tanto al principio como al final de la vida de Jesús, se nos hacen presentes algunos judíos rectos y piadosos, cuya nota espiritual más importante es precisamente la de vivir aguardando el reino de Dios.

Es notable que para el Evangelio de Juan la nota más característica de José de Arimatea es que era discípulo de Jesús, aunque en secreto por miedo a los judíos (Jn 19, 38).

Pues bien, José de Arimatea sale de su clandestinidad precisamente después de la muerte de Jesús, lo cual indica que es uno de los discípulos que han seguido el drama de Jesús hasta la cruz. Es como si su fidelidad al Maestro no le permitiera seguir permaneciendo en la sombra cuando aquel cuerpo destrozado puede ser enterrado en un lugar desconocido. El prudente seguidor de Jesús decide finalmente hacer público su seguimiento y su afecto.

Según los Evangelios, José de Arimatea se atrevió a llegar hasta Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús (Mc 15, 43). Llama la atención que este judío piadoso supere ahora los escrúpulos legales que poco antes habían impedido a sus compañeros entrar en casa de un pagano por miedo a contaminarse antes de la celebración de la Pascua (Jn 18, 28). Se diría que el espíritu de Jesús ha comenzado a librar de la esclavitud de la Ley a sus discípulos, incluso a los clandestinos.

El relato de Marcos es muy minucioso a la hora de reflejar algunas cautelas del procurador romano: «Pilato se admiró de que ya hubiera muerto y, llamando al centurión, le preguntó si ya había muerto. Y asegurándoselo el centurión, le concedió el cuerpo a José (Mc 15, 44-45). Fueron momentos de nerviosismo y de prisa. Los cuerpos de los condenados no debían permanecer al aire durante la noche. Por otra parte, las sombras iban cayendo y era preciso realizar con urgencia la tarea del enterramiento de Jesús antes de que comenzase el sábado, que coincidía aquel año con la fiesta de Pascua.

La proximidad de la noche parece sugerirle a Juan el recuerdo de Nicodemo, otro discípulo clandestino de Jesús y miembro también del Consejo que en otro tiempo había acudido a ver a Jesús en el corazón de la noche (Jn 3, 1-22). Los dos miembros del Sanedrín, unidos durante tiempo por una fidelidad mantenida en secreto, se unen ahora para el testimonio de su último servicio al Maestro. Así lo relata el Evangelio de Juan: «Fue, pues, y se llevó su cuerpo. Fue también Nicodemo –el que antes había ido de noche a ver a Jesús– llevando una mezcla de mirra y áloe, como cien libras. Tomaron, pues, el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en vendas con los perfumes, como es costumbre enterrar entre los judíos (Jn 19, 39-40).

Es asombrosa la fidelidad del texto para describirnos los ritos funerarios de los judíos. Ni las prisas de una tarde de viernes, a punto de comenzar el sábado, impiden a José de Arimatea y a Nicodemo prestar a su amigo y maestro los servicios mínimos del ritual funerario de los judíos. Es más, todo hace pensar -como ha sostenido la tradición ya desde el evangelio apócrifo de Pedro– que José de Arimatea decide depositar en un sepulcro de su propiedad el cuerpo de Jesús. Ese mismo texto lo hace a la vez amigo de Pilato y de Jesús y testigo de todo el bien que éste ha hecho.

Los Evangelios canónicos no aluden a tal pretendida propiedad del sepulcro, sino que se limitan a referir los hechos que se desarrollaron aquel viernes, mientras se iba apagando la luz del sol: «Había un jardín en el lugar en que fue crucificado, y en el jardín un sepulcro nuevo, en el que todavía no había sido colocado nadie. Allí pusieron a Jesús, porque era el día de la Preparación de los judíos, pues el sepulcro estaba cerca" (Jn 19, 41-42).

Los dos amigos de Jesús hicieron rodar la piedra que cerraba la antecámara del sepulcro. Allí, en el silencio, quedaba escondido, por el momento, aquel que era la Palabra. La novedad y virginidad del sepulcro evoca en los escritos de los Santos Padres la virginidad del vientre de María. La madre-mujer y la madre-tierra recibieron, conservaron y ofrecieron el fruto más rico de la vida. Jesús quedó sepultado en la tierra como promesa de una fecunda sementera de vida y esperanza.

José de Arimatea es el símbolo de una fidelidad en el seguimiento de Jesús que se hace oportunamente presente en la hora en que muere el amigo y los demás discípulos lo han abandonado.

JOSÉ-ROMÁN FLECHA ANDRÉS

domingo, 30 de agosto de 2015

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Santo Evangelio 30 de agosto 2015


Día litúrgico: Domingo XXII (B) del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mc 7,1-8.14-15.21-23): En aquel tiempo, se reunieron junto a Jesús los fariseos, así como algunos escribas venidos de Jerusalén, y vieron que algunos de sus discípulos comían con manos impuras, es decir no lavadas. Es que los fariseos y todos los judíos no comen sin haberse lavado las manos hasta el codo, aferrados a la tradición de los antiguos, y al volver de la plaza, si no se bañan, no comen; y hay otras muchas cosas que observan por tradición, como la purificación de copas, jarros y bandejas. Por ello, los fariseos y los escribas le preguntan: «¿Por qué tus discípulos no viven conforme a la tradición de los antepasados, sino que comen con manos impuras?». Él les dijo: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito: ‘Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. En vano me rinden culto, ya que enseñan doctrinas que son preceptos de hombres’. Dejando el precepto de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres».

Llamó otra vez a la gente y les dijo: «Oídme todos y entended. Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre».

«Dejando el precepto de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres»

Rev. D. Josep Lluís SOCÍAS i Bruguera 
(Badalona, Barcelona, España)


Hoy, la Palabra del Señor nos ayuda a discernir que por encima de las costumbres humanas están los Mandamientos de Dios. De hecho, con el paso del tiempo, es fácil que distorsionemos los consejos evangélicos y, dándonos o no cuenta, substituimos los Mandamientos o bien los ahogamos con una exagerada meticulosidad: «Al volver de la plaza, si no se bañan, no comen; y hay otras muchas cosas que observan por tradición, como la purificación de copas, jarros y bandejas...» (Mc 7,4). Es por esto que la gente sencilla, con un sentido común popular, no hicieron caso a los doctores de la Ley ni a los fariseos, que sobreponían especulaciones humanas a la Palabra de Dios. Jesús aplica la denuncia profética de Isaías contra los religiosamente hipócritas: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas, según está escrito: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí» (Mc 7,6).

En estos últimos años, Juan Pablo II, al pedir perdón en nombre de la Iglesia por todas las cosas negativas que sus hijos habían hecho a lo largo de la historia, lo ha manifestado en el sentido de que «nos habíamos separado del Evangelio».

«Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre» (Mc 7,15), nos dice Jesús. Sólo lo que sale del corazón del hombre, desde la interioridad consciente de la persona humana, nos puede hacer malos. Esta malicia es la que daña a toda la Humanidad y a uno mismo. La religiosidad no consiste precisamente en lavarse las manos (¡recordemos a Pilatos que entrega a Jesucristo a la muerte!), sino mantener puro el corazón.

Dicho de una manera positiva, es lo que santa Teresa del Niño Jesús nos dice en sus Manuscritos biográficos: «Cuando contemplaba el cuerpo místico de Cristo (...) comprendí que la Iglesia tiene un corazón (...) encendido de amor». De un corazón que ama surgen las obras bien hechas que ayudan en concreto a quien lo necesita «Porque tuve hambre, y me disteis de comer...» (Mt 25,35).

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30 de agosto
SANTOS EMETERIO Y CELEDONIO, MÁRTIRES
(† ca.298)


Con razón Prudencio se lamentaba: "¡Oh inveterado olvido de la antigüedad callada! Esto mismo se nos envidia, y se extingue la misma fama. El blasfemo perseguidor nos arrebató hace tiempo las Actas para que los siglos no esparcieran en los oídos de los venideros, con sus lenguas dulces, el orden, el tiempo y el modo indicado del martirio" (Peristephanon hym.1 vv.73-78).

Y lo confirma Eusebio, diciendo que bajo el imperio de Diocleciano se promulgó un edicto imperial ordenando destruir los sagrados códices en los que se contenían las Actas de los mártires, para que nada de ellos quede de recuerdo (Kirch, Enchir. Font, núm.446).

Por eso hemos de bucear cuidadosamente en los escritos antiguos para deducir lo que quisiéramos tener por cierto, no sea que las laudes que de los mártires Emeterio y Celedonio digamos, no se encierren en los marcos ciertos que son su mejor orla.

Calahorra celebra desde el siglo III la gloria de dos hijos suyos llamados Emeterio y Celedonio, que sufrieron martirio por la fe de Jesucristo en una de tantas persecuciones como el Imperio romano decretó contra la Iglesia.

Pocos son los documentos de la antigüedad que narren sus vidas y su martirio. El poeta Aurelio Prudencio, gloria calagurritana, ha dejado descrita parte de la vida y bellamente narrado su martirio en el primer himno del Peristephanon, escrito, como dicen los críticos, antes del año 401, fecha en que se ausentó de Calahorra para trasladarse a Roma.

Sabemos dónde los Santos —como Calahorra llama a sus mártires— labraron el final de su corona; no sabemos, empero, dónde el sol iluminó sus cunas ni dónde la fe los amamantó para Cristo.

Bien pudo ser Calahorra, la gloriosa e histórica, quien acunó a sus Santos, ya que en tiempos antiguos fue lugar preeminente de reclutamiento para dar soldados expertos y valientes al Imperio. Y fieles, como pocos, fueron elegidos para cuidar de la sagrada vida de los que regían los destinos del mundo, como narra Suetonio al hacernos saber que Augusto tuvo su guardia personal de calagurritanos (Suetonio, Vitae Caesarum. Augustus, 49,1 ).

Soldados sí lo fueron: "Los soldados que quiso Cristo para sí, dice el vate calagurritano, no habían llevado antes una vida desconocedora del duro trabajo; el valor, en la guerra acostumbrado y en las armas, lucha ahora en pugnas sagradas" (vv.31-33).

Y de Calahorra posiblemente fueron naturales, porque en esta histórica ciudad les sorprendió la persecución, habiendo tenido que dejar "las banderas del Cesar, eligen la insignia de la cruz, y, en vez de las clámides hinchadas de los dragones con que se vestían, llevan delante la señal sagrada que deshizo la cabeza del dragón" (vv.34-36).

¿Cuál había de ser su refugio al abandonar la legión romana, sino su pueblo natal, donde, al abrigo de parientes y amigos, cultivan las tierras o se dedican a la artesanía, tan apreciada por entonces?

Ha sido para muchos motivo de duda, e incluso motivo de dar a los Santos la ciudad de León como lugar de nacimiento, el dato que nos suministran los antifonarios, leccionarios y breviarios de León, pertenecientes al siglo XIII. Dicen que Emeterio y Celedonio eran ex legione, traduciendo esa frase: de León. Sin duda alguna ha de leerse: pertenecientes a la Legión VII Gemina Pía Félix, que estuvo acampada cerca de la antigua Lancia (hoy León), y que, por ello, con toda seguridad, tiene dedicada León una calle a la Legión VII.

Aclara este concepto el documento histórico llamado Actas de Tréveris, del siglo VII probablemente, al expresar que "es fama que los soldados Emeterio y Celedonio fueron legionarios en el lugar del que toma hoy el nombre la ciudad".

Durante el ejercicio militar fueron honrados con la condecoración romana de origen galo llamada torques, o collar, como dice el poeta: "Quitadnos los collares de oro, premios de graves heridas" (v.65). Esta condecoración estaba tachada de pagana en los días de Prudencio y lo expresa la carta que los Padres conciliares de Aquiles dirigen a los emperadores Graciano, Valentiniano y Teodosio.

No es sorprendente que a las distinciones primeras sucedan ahora los vituperios y persecuciones, porque la historia nos testifica de altos oficiales vilmente degradados, incluso soldados ignominiosamente arrojados del servicio militar por el grave delito de ser cristianos. Apostasía o abandonar el ejército romano, puede ser el lema de esta persecución, conforme dice Prudencio: "Sucedió entonces que el cruel emperador del mundo ordenó que todos los cristianos se llegaran a los altares a sacrificar a los negros ídolos y dejaran a Cristo" (vv.40-42), por lo que si para los ajenos a la legión era difícil pasar desapercibidos, mucho más lo sería para estos soldados, que tenían ciertos ritos paganos como obligatorios en sus ordenanzas militares.

No queda a los Santos otra salida que dejar la legión romana y retirarse a su ciudad natal, donde, al amparo de los hermanos en la fe, pueden seguir sirviendo a Cristo y ser ejemplos vivos de entereza cristiana para aquellos habitantes que no todos. Por desgracia sentían pujante en sus entrañas la vitalidad religiosa de la fe.

Sorprende un dato digno de tenerse en cuenta: como no registra Prudencio el lugar de nacimiento de los mártires, tampoco expresa circunstancias ni nombres por donde vengamos en deducir la fecha aproximada de su martirio. ¿Fue en la persecución de Diocleciano, al principio de la misma, cuando estaba en apogeo la influencia de Galerio en Oriente y en Occidente la de Maximiano Hércules?; ¿Fue en la persecución de Valeriano, en la segunda mitad del siglo III como los mártires de Cirta, cuyas cabezas fueron segadas en las márgenes de un río, por donde rodaron aquellos sagrados despojos?

"Ignórase a punto fijo la época de su martirio —escribe La Fuente— y que suele fijarse a mediados del siglo III, y aun algunos escritores la adelantan al siglo II. Es lo cierto que el poeta Prudencio, nacido a mediados del siglo IV, habla de aquel suceso como de cosa antigua, lo que no pudiera decir si el martirio hubiese tenido lugar en tiempo de Daciano, hacia el 304, época a la cual alcanzaron los padres del poeta" (Historia eccl. I p.106).

Sin embargo, como las fechas y el lugar no parecen tener importancia para los escritores antiguos, hemos de conformarnos con seguir la huella gloriosa que de ellos nos ha dejado el poeta en sus bellos versos tetrámetros trocaicos catalectos, relegando estos datos que a nuestra crítica moderna tanto importan. Tanto mejor para ilustrar con el dulce recuerdo aquellos años que no los podemos contar.

Existe en la parte alta de Calahorra, en donde antaño estuvo la catedral y más tarde un convento de franciscanos, una magnífica iglesia dedicada al Salvador, título que conserva, casi con seguridad, como imborrable recuerdo de aquella primera catedral visigótica dedicada al Salvador y que fue destruida por la invasión musulmana por el año 932, conforme reza el códice primero del archivo catedralicio.

Se había construido, como otras catedrales, junto a la residencia real y que, por su altura excepcional, fue elegida en tiempos remotísimos como lugar de defensa primordial de las márgenes del Ebro contra posibles invasiones.

A este lugar, sin duda alguna, fueron presentados ante los gobernadores romanos, especialmente ante el capitán de la guardia romana, y de éste, al juez que habría de entender en la causa denunciada.

Y aquí serían sometidos a largos interrogatorios qué nos han quedado registrados en muchas actas de mártires, en los que brilla tanto la sagacidad de los jueces con insidiosas promesas, como su odio satánico, no permitiéndose descanso hasta conseguir la apostasía o el martirio.

Antes de ser llevados a las márgenes del arenal que baña el Cidacos para su triunfo definitivo, los Santos fueron llevados y aherrojados en las oscuras mazmorras que estaban construidas en los bajos del enorme torreón que se levantaba en la parte noroeste de la ciudad, con sus puentes levadizos y con su magnífica atalaya, desde donde se domina la hermosa y fértil vega que se filtra por entre los montes que se estriban en Peña Isasa.

Aún hoy existe aquel lugar, sobre cuyas ruinas se levantó hace siglos una suntuosa "casa santa", como el pueblo devoto la llama, y a donde acuden fervientes los devotos a implorar protección, y desde donde, antaño, salían las procesiones para trasladarse a la catedral y venerar las santas reliquias en tiempos de peste y guerras.

En aquel lugar, sin luz ni ventilación apenas, se desarrollarían las dramáticas escenas que canta Prudencio: "El ceñudo tirano urgía con la espada la libre creencia que, manteniéndose firme e íntegra en el amor de Cristo, solicitaba los azotes, las segures y las uñas de doble gancho. La cárcel oprime con duras cadenas los cuellos amarrados, el verdugo atormenta por toda la plaza, la acusación corre como si fuera verdad, la voz verídica se condena. La virtud herida golpeó el triste suelo con la espada y, arrojada sobre las tristes piras, absorbió las llamas con su aliento. Dulce cosa parece a los santos el ser quemados, dulce el ser atravesados por el hierro" (vv.43-51).

La oración y santa emulación serían constantes compañeras de los soldados cristianos para sostenerse felices en la cárcel, entre cadenas y tormentos. "Ninguna de ambas cosas tratemos de evitar, podrían decir con San Ignacio de Antioquía, sino que en las injusticias aprendo yo más bien a ser discípulo, a fin de alcanzar a Jesucristo. ¡Ojalá goce yo de los tormentos que me están preparados, pues no son dignos los padecimientos del tiempo presente en parangón de la gloria que ha de revelarse en nosotros!" (Padres apostólicos: BAC [Madrid 1950] p.508, II).

"Entonces se enardecen los corazones amados de los dos hermanos, a quienes había unido siempre la comunión de la misma fe: están dispuestos a sufrir cuanto su última suerte les depare", dice el poeta (vv.52-54).

Esta fraternidad la hallamos en los códices y breviarios, en los autores que los consideran como hermanos de sangre. No obstante, lo obvio y lógico de esta fraternidad estriba en la identidad de fe, de nacimiento, de profesión militar y de tormentos, puesto que cristianos ambos se habían amamantado juntos en la misma cuna de la diócesis calagurritana; juntos habían departido en la legión romana los días felices y las fatigas de la vida militar; juntos habían sido detenidos y aherrojados a las cárceles y juntos también bajarían al arenal para juntas volar sus almas al cielo.

Ahora podemos aplicarles bellamente aquellas palabras del misal gótico en la misa de estos Santos: "Arrojan las lanzas, se despojan de todo signo militar y se sienten movidos a trabar una batalla celeste que al principio no hablan conocido".

Los Santos se hacen reflexiones que pone en sus labios el poeta Prudencio: "¿Por ventura hemos de ser entregados al demonio, nosotros que somos creados para Cristo y llevando la imagen de Dios hemos de servir al mundo? No, el alma celestial no puede mezclarse con las tinieblas" (vv.58-60).

"Ya es tiempo de dar a Dios lo que es propio de Dios", exclama el poeta de Calahorra, haciendo alusión a la vida que los mártires han llevado en el servicio del Cesar.

"Cuando esto dijeron los mártires —prosigue Prudencio—, se ven cubiertos con mil tormentos, y el rigor airado ata con ligaduras entrambas manos y una cadena rodea en pesados círculos sus cuellos heridos" (vv.70-72). Es la secuela del odio del tirano.

"Oh tribunos: Quitadnos los collares de oro, premios de graves heridas; ya nos solicitan las gloriosas condecoraciones de los ángeles. Allí Cristo dirige las blanquísimas cohortes y, reinando desde su alto trono, condena a los infames dioses y a vosotros, que tenéis por tales los monstruos más grotescos" (vv.64-69). Es la contestación a la ira de los verdugos. Hermosa contestación de todos los tiempos y de todos los mártires, ya que el Espíritu de Dios es quien inspira a ellos lo que han de decir a los perseguidores. Y la multitud presenció el martirio de los Santos. Tanto los testigos como el verdugo vieron con estupor dos prodigios que relata Prudencio: el anillo de Emeterio simbolizando la fe, se eleva por las nubes en tanto el pañuelo que al cuello lleva prendido Celedonio le es arrebatado para perderse en las alturas.

"Esto lo vio la multitud que estaba presente, y lo vio también el verdugo. Vacilante contuvo su mano y palideció de pavor; pero, con todo, descargó el golpe para que no faltase la gloria" (vv.91-93).

El arenal del Cidacos, por donde hoy está la bella catedral, se tiñó, de sangre, en tanto las almas de nuestros Santos "volaron como dos regalos enviados al cielo e indicaron con sus fulgores que tenían abierto el camino de la gloria" (vv.83s.).

Así, como corresponde al hecho sublime, con sencilla expresión del poeta, queda narrada la gloriosa muerte de los Santos.

Sus sagrados despojos los recogió la iglesia calagurritana con inmensa devoción. Los llevó a su catedral del Salvador, donde les rindió extraordinario culto durante siglos.

Su gloria se extendió por la Iglesia española y traspasó los Pirineos. Y sus reliquias también fueron llevadas a multitud de lugares que aún en nuestros días les tributan su homenaje en iglesias a su nombre levantadas. Guipúzcoa y Vizcaya con Navarra se glorían de tenerlos en suntuosos templos. Y dicen que Santander debe su nombre a San Meder, como era llamado Emeterio en los primeros tiempos; tiene en su catedral, bajo el altar mayor de rico mármol, envueltas en ricos joyeros de oro y plata con piedras preciosas, insignes reliquias de los Santos.

Calahorra, junto al arenal, construyó su catedral y pulcro baptisterio, al que dedicó Prudencio su himno VIII del Peristephanor. Y en su altar mayor guarda con mimo y venera con devoción las sacrosantas reliquias. Allí acuden, somos testigos, los fieles de Calahorra y de Soria, los de Navarra y Burgos, hasta de las regiones más apartadas saben acudir fervientes, buscando amparo y alivio cabe estas reliquias sagradas.

Nadie les invoca sin fruto y el lloroso peregrino puede volver alegre a su hogar obtenido cuanto de justo pidió, pues Cristo bueno nada niega a sus testigos del arenal.

Su fiesta se celebra el 3 de marzo, pero como recuerdo del traslado de las sagradas reliquias que desde la antigua catedral del Salvador fueron llevadas en procesión, con asistencia de prelados de la Iglesia y gobernantes de España, su fiesta litúrgica más solemne ha quedado el día 31 de agosto.

"El Salvador mismo nos dio este don, terminamos con el vate, para que gocemos de él, al destinar a nuestro pueblo los miembros de estos mártires. Hoy libran de peligros a todos los habitantes de las tierras que el Ebro baña" (vv. 115-117).

JESÚS FERNÁNDEZ OG

sábado, 29 de agosto de 2015

Santo Evangelio 29 agosto 2015

Día litúrgico: 29 de Agosto: El martirio de san Juan Bautista

Texto del Evangelio (Mc 6,17-29): En aquel tiempo, Herodes había enviado a prender a Juan y le había encadenado en la cárcel por causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, con quien Herodes se había casado. Porque Juan decía a Herodes: «No te está permitido tener la mujer de tu hermano». Herodías le aborrecía y quería matarle, pero no podía, pues Herodes temía a Juan, sabiendo que era hombre justo y santo, y le protegía; y al oírle, quedaba muy perplejo, y le escuchaba con gusto. 

Y llegó el día oportuno, cuando Herodes, en su cumpleaños, dio un banquete a sus magnates, a los tribunos y a los principales de Galilea. Entró la hija de la misma Herodías, danzó, y gustó mucho a Herodes y a los comensales. El rey, entonces, dijo a la muchacha: «Pídeme lo que quieras y te lo daré». Y le juró: «Te daré lo que me pidas, hasta la mitad de mi reino». Salió la muchacha y preguntó a su madre: «¿Qué voy a pedir?». Y ella le dijo: «La cabeza de Juan el Bautista». Entrando al punto apresuradamente adonde estaba el rey, le pidió: «Quiero que ahora mismo me des, en una bandeja, la cabeza de Juan el Bautista».El rey se llenó de tristeza, pero no quiso desairarla a causa del juramento y de los comensales. Y al instante mandó el rey a uno de su guardia, con orden de traerle la cabeza de Juan. Se fue y le decapitó en la cárcel y trajo su cabeza en una bandeja, y se la dio a la muchacha, y la muchacha se la dio a su madre. Al enterarse sus discípulos, vinieron a recoger el cadáver y le dieron sepultura.

«Juan decía a Herodes: ‘No te está permitido tener la mujer de tu hermano’»

Fray Josep Mª MASSANA i Mola OFM 
(Barcelona, España)

Hoy recordamos el martirio de san Juan Bautista, el Precursor del Mesías. Toda la vida del Bautista gira en torno a la Persona de Jesús, de manera que sin Él, la existencia y la tarea del Precursor del Mesías no tendría sentido.

Ya, desde las entrañas de su madre, siente la proximidad del Salvador. El abrazo de María y de Isabel, dos futuras madres, abrió el diálogo de los dos niños: el Salvador santificaba a Juan, y éste saltaba de entusiasmo dentro del vientre de su madre.

En su misión de Precursor mantuvo este entusiasmo -que etimológicamente significa "estar lleno de Dios"-, le preparó los caminos, le allanó las rutas, le rebajó las cimas, lo anunció ya presente, y lo señaló con el dedo como el Mesías: «He ahí el Cordero de Dios» (Jn 1,36).

Al atardecer de su existencia, Juan, al predicar la libertad mesiánica a quienes estaban cautivos de sus vicios, es encarcelado: «Juan decía a Herodes: ‘No te está permitido tener la mujer de tu hermano’» (Mc 6,18). La muerte del Bautista es el testimonio martirial centrado en la persona de Jesús. Fue su Precursor en la vida, y también le precede ahora en la muerte cruel.

San Beda nos dice que «está encerrado, en la tiniebla de una mazmorra, aquel que había venido a dar testimonio de la Luz, y había merecido de la boca del mismo Cristo (…) ser denominado "antorcha ardiente y luminosa". Fue bautizado con su propia sangre aquél a quien antes le fue concedido bautizar al Redentor del mundo».

Ojalá que la fiesta del Martirio de san Juan Bautista nos entusiasme, en el sentido etimológico del término, y, así, llenos de Dios, también demos testimonio de nuestra fe en Jesús con valentía. Que nuestra vida cristiana también gire en torno a la Persona de Jesús, lo cual le dará su pleno sentido.

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San Zaqueo, 29 de agosto

29 de Agosto
SAN ZAQUEO 
Amigo de Jesús


El encuentro de Jesús con Zaqueo ha sido contado por el Evangelio de Lucas con tal maestría que el relato se puede considerar como una auténtica pieza literaria (Lc 19, 1-10).

El texto sitúa la escena en Jericó. El lugar es francamente evocador. Por allí había entrado Josué, para guiar a su pueblo a la tierra prometida por Dios. Y allí había mostrado su compasión hacia una prostituta llamada Rajab, salvándola de la condena que habría de sufrir toda la ciudad (Jos 6, 22-25). El nombre de los dos protagonistas de aquel «paso» por Jericó recuerda que «Yahvé es salvación». Y los dos ofrecen la salvación a personas que son despreciadas y marginadas, por ser consideradas como pecadoras.

El nombre griego de Zaqueo parece corresponder al hebreo Zacai (es decir, «puro»), que correspondía ya a una familia israelita de las que habían vuelto del exilio con Zorobabel (Esd 2, 9; Ne 7, 14). El Evangelio nos lo presenta como un hombre rico. Era lo normal entre los que arrendaban al Imperio Romano la recaudación de los impuestos. Se comprometían a entregar una suma global, así que sus ganancias provenían de los porcentajes que lograban aumentar a la hora de cobrar los tributos. No es extraño que aquellos «publicanos fueran odiados por todos.

Pocas líneas más arriba, el Evangelio ponía en boca de Jesús una afirmación aparentemente escandalosa. Según el Maestro, entrar en la salvación le podía costar a un rico lo que le cuesta a un camello pasar por el ojo de una aguja. Es verdad que para Dios nada hay imposible, añadía el texto. Como para fortalecer aquel hilo de esperanza, San Lucas recuerda el ejemplo de Zaqueo.

Sin ánimo de forzar el texto, el relato del encuentro de Jesús con Zaqueo puede comprenderse en la alegoría de todos los creyentes. En él encuentran los pasos que sigue quien descubre la salvación y la realización última de su existencia.

1. En primer lugar, es preciso aprender a interrogarse. Preguntarse por la salvación. Quien vive en la frivolidad no se formula preguntas que vayan más allá de sus intereses inmediatos. Zaqueo vive con una cierta holgura en la ciudad, pero no es indiferente a lo que en ella ocurre. De una forma o de otra, se entera de que Jesús ha llegado a Jericó.

2. El relato nos dice, además, que no basta con prestar atención a la noticia que anuncia la presencia del profeta. Es preciso salir al camino, que es, en el Evangelio, el lugar de los encuentros salvadores. No se hará encontradizo con la oferta de la salvación quien permanece anclado en la comodidad: Zaqueo sale al camino.

3. Pero aun habiendo salido al camino, se impone una humildad elemental. Todos los que han recibido la llamada o la visita de Dios han debido reconocer su indignidad. En este caso, la dificultad humana para el encuentro con la salvación se refleja precisamente en la pequeñez del personaje. Zaqueo es bajo de estatura y la multitud de la gente le impide ver a Jesús.

4. Esta especie de parábola en acción sugiere, sin embargo, que es necesario aprender a superar las dificultades. La fe es un don gratuito, pero parece exigir un mínimo de aventura y de creatividad. Es necesario saber utilizar los medios disponibles. Zaqueo se adelanta al cortejo y sube a un sicómoro plantado al borde del camino. Además de la ironía de la situación, el relato puede evocar la historia entera de Israel, tantas veces reflejada en árboles frondosos.

5. Como ocurre en otros pasajes evangélicos, también aquí se adivina la capacidad para prestar atención a la voz profética que llama. Siempre hay que escuchar la voz de aquel que invita al anfitrión, al tiempo que se invita como huésped. Entre la algarabía de los que pasan por el camino, Zaqueo presta atención a una sola voz: la de Jesús que quiere hospedarse en su casa.

6. Aquel que es reconocido como pecador público posee, con todo, dos de las grandes virtudes de su pueblo: dar hospedaje al peregrino y acoger con alegría al huésped. Eso mismo había hecho Abrahán en el encinar de Mambré. Y, creyendo acoger a tres peregrinos, había ofrecido hospitalidad al mismo Dios. La casa de Zaqueo es ahora el lugar de acogida para el Dios que llega en la persona de Jesús.

7. Una observación elemental, así como el recuerdo de la historia de Israel, advierte que es preciso contar con la segura crítica de los censores inútiles y ociosos. No beben de la fuente e impiden el paso hasta ella. En el caso de Zaqueo, la dificultad viene precisamente de sus mismos compañeros de trabajo —los recaudadores de impuestos— y, sobre todo, de los biempensantes del lugar. La crítica, sin embargo, no se dirige tanto a Zaqueo como a Jesús: es su sabiduría y prudencia las que caen bajo sospecha.

8. De todas formas, el relato continúa detallando los pasos por los que ha de transcurrir la salvación. El hombre tenido por «pecadora mantiene un diálogo sincero con el Salvador. A fin de cuentas, es el huésped quien de verdad importa. A él se dirige Zaqueo con la franqueza de quien parece haber estado esperándolo desde siempre sin saberlo.

9. En el itinerario de la conversión hacia Dios es inevitable el encuentro con los demás. Tarde o temprano hay que compartir los bienes. Así pues, Zaqueo manifiesta públicamente que ha decidido entregar la mitad de sus bienes a los pobres. Mucho antes de que el mundo descubriera la solidaridad, el reparto de los bienes era ya la señal del verdadero encuentro con el Señor.

10. Y, por fin, es preciso vivir en la justicia, de una forma que trascienda las exigencias mínimas dictadas por la ley. Zaqueo sospecha haber defraudado a alguien en el ejercicio de su profesión. Podría contentarse con devolver la misma cantidad, a tenor de lo que exigía la interpretación habitual de la ley del talión (Ex 21, 24). Pero al entregar cuatro veces más ofrecía, en realidad, la prueba más evidente de la conversión (cf. Ex 21, 37).

He ahí diez pasos que rubrican la grandeza de un encuentro. El único encuentro que es capaz de cambiar una vida. No es extraño que el relato evangélico concluya con unas palabras de Jesús que revelan su propia misión: «Hoy ha sido la salvación de esta casa; también éste es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 9-10).

Frente a la ortodoxia de su tiempo, que se gloriaba de una ascendencia que se remontaba al padre del pueblo hebreo, Jesús no duda en otorgar el título de «hijo de Abrahán» al que era considerado como un pecador público. Al aceptar el banquete que le ofrece Zaqueo, Jesús derriba los muros que separan los privilegios de los prejuicios.

Pero el Hijo del hombre no sólo trae la salvación a los excluidos, a los alejados y a los odiados por todos. Él es, en persona y definitivamente, la salvación y el salvador.

Zaqueo se convierte, en consecuencia, en un paradigma del discípulo que escucha a Jesús, lo acoge con alegría y lo sigue con generosidad.



JOSÉ-ROMÁN FLECHA ANDRÉS

viernes, 28 de agosto de 2015

«Nuestras lámparas se apagan»


«Nuestras lámparas se apagan»

    «Las cinco vírgenes insensatas, al coger sus lámparas, habían olvidado llevarse con ellas el aceite; por el contrario, las sensatas junto con sus lámparas traían aceite en jarros.» Aquí el aceite quiere significar el resplandor de la gloria; los jarros, son los corazones dentro de los cuales llevamos todos nuestros pensamientos. Las vírgenes prudentes llevan aceite en sus jarros, porque guardan dentro de su conciencia todo el resplandor de su gloria, tal como lo dice san Pablo: «Nuestra gloria es el testimonio de nuestra conciencia» (2Co 1,12). Las vírgenes insensatas, por el contrario, no llevan el aceite con ellas porque no llevan su gloria en lo secreto de su corazón, es decir, ellas piden  su gloria a las alabanzas de otros. 


    «Pero a medianoche, se oye un grito: ‘¡Mirad que llega el Esposo, salid a su encuentro!’». Y todas las vírgenes se levantan. Pero las lámparas de las vírgenes insensatas se apagan porque sus obras, que a los ojos de los hombres y de lejos parecían resplandecientes, por dentro, a la llegada del Juez, no son más que tiniebla; no reciben de Dios ninguna recompensa, puesto que han recibido ya de los hombres las alabanzas que querían.

San Gregorio Magno (c. 540-604), papa y doctor de la Iglesia 
Homilías sobre los evangelios, 12; PL 76, 1119-1120 

Frases de San Agustín


San Agustín de Hipona, Oración


Santo Evangelio 28 agosto 2015



Día litúrgico: Viernes XXI del tiempo ordinario

Santoral 28 de Agosto: San Agustín, obispo y doctor de la Iglesia
Texto del Evangelio (Mt 25,1-13): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos esta parábola: «El Reino de los Cielos será semejante a diez vírgenes, que, con su lámpara en la mano, salieron al encuentro del novio. Cinco de ellas eran necias, y cinco prudentes. Las necias, en efecto, al tomar sus lámparas, no se proveyeron de aceite; las prudentes, en cambio, junto con sus lámparas tomaron aceite en las alcuzas. Como el novio tardara, se adormilaron todas y se durmieron. Mas a media noche se oyó un grito: ‘¡Ya está aquí el novio! ¡Salid a su encuentro!’. Entonces todas aquellas vírgenes se levantaron y arreglaron sus lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: ‘Dadnos de vuestro aceite, que nuestras lámparas se apagan’. Pero las prudentes replicaron: ‘No, no sea que no alcance para nosotras y para vosotras; es mejor que vayáis donde los vendedores y os lo compréis’. Mientras iban a comprarlo, llegó el novio, y las que estaban preparadas entraron con él al banquete de boda, y se cerró la puerta. Más tarde llegaron las otras vírgenes diciendo: ‘¡Señor, señor, ábrenos!’. Pero él respondió: ‘En verdad os digo que no os conozco’. Velad, pues, porque no sabéis ni el día ni la hora».


«En verdad os digo que no os conozco»

Rev. D. Joan Ant. MATEO i García 
(La Fuliola, Lleida, España)

Hoy, Viernes XXI del tiempo ordinario, el Señor nos recuerda en el Evangelio que hay que estar siempre vigilantes y preparados para encontrarnos con Él. A media noche, en cualquier momento, pueden llamar a la puerta e invitarnos a salir a recibir al Señor. La muerte no pide cita previa. De hecho, «no sabéis ni el día ni la hora» (Mt 25,13).

Vigilar no significa vivir con miedo y angustia. Quiere decir vivir de manera responsable nuestra vida de hijos de Dios, nuestra vida de fe, esperanza y caridad. El Señor espera continuamente nuestra respuesta de fe y amor, constantes y pacientes, en medio de las ocupaciones y preocupaciones que van tejiendo nuestro vivir.

Y esta respuesta sólo la podemos dar nosotros, tú y yo. Nadie lo puede hacer en nuestro lugar. Esto es lo que significa la negativa de las vírgenes prudentes a ceder parte de su aceite para las lámparas apagadas de las vírgenes necias: «Es mejor que vayáis donde los vendedores y os lo compréis» (Mt 25,9). Así, nuestra respuesta a Dios es personal e intransferible.

No esperemos un “mañana” —que quizá no vendrá— para encender la lámpara de nuestro amor para el Esposo. Carpe diem! Hay que vivir en cada segundo de nuestra vida toda la pasión que un cristiano ha de sentir por su Señor. Es un dicho conocido, pero que no estará de más recordarlo de nuevo: «Vive cada día de tu vida como si fuese el primer día de tu existencia, como si fuese el único día de que disponemos, como si fuese el último día de nuestra vida». Una llamada realista a la necesaria y razonable conversión que hemos de llevar a término.

Que Dios nos conceda la gracia en su gran misericordia de que no tengamos que oír en la hora suprema: «En verdad os digo que no os conozco» (Mt 25,12), es decir, «no habéis tenido ninguna relación ni trato conmigo». Tratemos al Señor en esta vida de manera que lleguemos a ser conocidos y amigos suyos en el tiempo y en la eternidad.

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Oración a San Agustín


San Agustín 28 de agosto


SAN AGUSTÍN
(†  430)
28 de agosto


Es el más genial y completo de los Padres de la Iglesia y uno de los hombres más extraordinarios de la Humanidad. Nació en Tagaste, pequeña ciudad de la Numidia. Su padre, llamado Patricio, era pagano. Su madre, modelo cabal de madres cristianas, fue Santa Mónica, quien le educó en los rudimentos de la religión y le enseñó a paladear las dulzuras del nombre de Jesús. Más tarde se llamará Agustín a sí mismo "hijo de las lágrimas de su madre".

 Dotado de imaginación ardiente, de temperamento apasionado, de vivacísima inteligencia, descolló en el estudio de las letras humanas. Se dio con ardor a la literatura y a la elocuencia. Madaura y Cartago fueron el escenario de sus primeros triunfos de retórico y polemista. Conoce el halago y la embriaguez de la gloria. Y, a la vez que se sumerge en el estudio de las artes y de la filosofía, se deja arrastrar por el viento de las pasiones nacientes. "No amaba todavía —nos dice él mismo— y ya deseaba amar." Comienza la etapa de sus primeros errores. Abraza el maniqueísmo porque, a pesar de lo contradictorio de sus doctrinas, creyó ver un principio de elevación moral en la externa austeridad de los maniqueos, en su aparente castidad, en su virtud simulada. Pronto desertó del maniqueísmo, porque no satisfacía a sus profundas inquietudes ni a la sinceridad de su corazón, ávido de verdad. En Cartago consiguió brillar su genio retórico; triunfó en concursos poéticos y certámenes públicos, y arrastró con el cautiverio de su elocuencia y de su profundo saber a las multitudes, que le escuchaban como a un oráculo.

 Pero Agustín se siente defraudado; no encuentra la verdad que tanto ansiaba ni en las diversiones públicas, ni en el estudio de retóricos y poetas, ni en el análisis de las viejas teogonías. En el 383 decide partir para Roma. Y allá le sigue su madre, Santa Mónica. Cae gravemente enfermo. Protegido por Símmaco, prefecto de Roma, obtuvo una cátedra en Milán, donde —según él dice— "abrió tienda de verbosidad y de vanilocuencia". En esta ciudad conoció a San Ambrosio, y empezó la lección de las Sagradas Escrituras. Oía el canto de los fieles en el templo, y su corazón encontraba una inefable paz, que le hacía derramar lágrimas. Estudia la filosofía de los académicos, y se acrecientan sus incertidumbres y la tragedia de su alma. Le atormentaba el problema de la verdad, sobre todo. "Tú —dice— me espoleabas, Señor, con aguijones de espíritu ... Tú amargabas mis dichas transitorias." Platón y Plotino abren en su inteligencia caminos insospechados y le encienden en un ansia nueva de verdad. Pero es San Pablo el que definitivamente derrumba el castillo de sus vanidades y le gana para la fe. En el 386 se decide a consagrarse al estudio metódico de las verdades del cristianismo. Renuncia a su cátedra y se retira con su madre y sus amigos a Casiciaco, cerca de Milán, para dedicarse enteramente a la meditación y al estudio. Es bautizado por San Ambrosio el 23 de abril de 387, a los treinta y tres años de edad.

 Desde el momento en que entró Dios a velas desplegadas por su corazón, es San Agustín la demostración más palmaria de la dramática lucha entre lo humano y lo divino, entre la libertad y la gracia, entre la rebeldía de la carne que se encierra en su pertinaz autoctonía y el anhelo del alma que busca una base eterna para sus amores, entre la fuerza centrífuga del hombre, solicitado por la insinuación tentadora de las cosas transitorias, y la necesidad de concentrarse, de homogeneizarse, para superar lo visible y dar a la vida un rango categorial permanente. El ancla rota de su espíritu navegante, sumido en incertidumbres, se asió fuertemente en las ensenadas de la verdad. Dios se desplegó ante sus ojos atónitos, húmedos de gozo nuevo y de una felicidad recién nacida en su alma, con toda su magnificencia; y toda aquella vida dinámica, sin perder nada de su vitalidad, de su dramática grandeza, se concentró radicalmente en Dios, y así se verificó en él la integración del hombre en la plenitud de sus energías, y no supo ya en adelante vivir más que para la verdad, el alma y Dios, esas tres grandes realidades supremas, a las que sólo podemos llegar movilizados por la caridad y el entendimiento del amor.

 Ya bautizado, retorna al Africa; pero antes aconteció en Ostia la muerte de su madre. Cuando llegó a Tagaste vendió todos sus bienes y distribuyó entre los pobres el beneficio de los mismos. Se retira a una pequeña propiedad para hacer vida monacal perfecta con sus amigos. De ahí había de nacer más tarde su famosísima regla fundacional. La fama de Agustín cobra cada día nuevo incremento. Es ordenado presbítero de Hipona, y en 396 sucede en el episcopado a Valerio. En su casa episcopal establece la observancia regular.

 La actividad de San Agustín como obispo es enorme. Predica, escribe, polemiza, preside concilios, resuelve los problemas más diversos de sus feligreses. Es el oráculo de Occidente. De todas partes acuden a él en demanda de soluciones para los problemas más arduos. Se le ha llamado el martillo de los herejes: maniqueos, donatistas, arrianos, pelagianos, priscilianistas, académicos, etc., fueron cediendo ante el vigor y la claridad de sus refutaciones. Su caridad era tan profunda como su genio. Cargado de días y de merecimientos, mientras los bárbaros invadían el Africa y asediaban a Hipona, muere San Agustín el 28 de agosto de 430.

 San Agustín ocupa un lugar preeminente no sólo en la historia de la Iglesia, sino también en la del pensamiento humano. Sus obras múltiples sobre las más diversas cuestiones conservan una perennidad inmarcesible. Su genio tocó las cimas más elevadas. Lo que él escribió acerca de la libertad, la gracia, el alma, Dios, la Providencia, el amor, la justicia, el bien y el mal, la fe, la justificación y el concurso, sobre la Trinidad y la vida bienaventurada, el orden y el pecado, etc., ha pasado a constituir doctrina y fundamento de razón. Su lenguaje apasionado y cálido, expresivo y personal, seduce, convence y conmueve.

 La actualidad de San Agustín es unánimemente reconocida. No envejecen ni su lenguaje ni su pensamiento. Es el gran maestro y pensador del cristianismo. "Todas las influencias del pasado —dice Eucken—, como todos los impulsos de su tiempo, los hace suyos Agustín, los recoge él y los transforma y vitaliza en un acorde prodigioso y nuevo." "Agustín es el mayor genio de la cristiandad", dice Harnack. "La aparición de Agustín en la historia del Dogma —dice Ph. Schaff— hace época, especialmente en lo que concierne a las doctrinas antropológicas y soteriológicas, a las cuales imprimió un progreso inmenso, llegando a un grado de precisión y de claridad como no lo había tenido hasta entonces la conciencia de la Iglesia."

 San Agustín ha sido el oráculo de los concilios, el gran explorador de la intimidad religiosa, el formulador de la unidad teológica en la que se resuelven todas las tendencias del corazón y de la inteligencia. Sus obras capitales —entre la muchedumbre de sus obras que abarcan todos los ámbitos del saber—son las Confesiones, De Trinitate, De Civitate Dei, De libero arbitrio, De Natura et Gratia, Enarrationes in Psalmos, De Genesi ad litterani, los Tratados sobre Juan, las Epístolas y los Sermones. Su autoridad es inmensa. Con razón se ha postulado siempre en los momentos dramáticos el retorno a San Agustín.

 El nombre de San Agustín, con sólo pronunciarlo, dilata gloriosamente el ámbito de la cultura, y abre súbitos paisajes espirituales y sorprendentes perspectivas a la contemplación y profundización de la vida, del alma y de Dios. Es difícil precisar los confines de la irradiación de su pensamiento y el área de su influencia incesante, de la seducción de su personalidad poderosa.

 Con San Agustín nos encontramos en cada episodio del drama humano, lo mismo en las exploraciones más arriesgadas del pensamiento y de la intimidad del alma que en el planteamiento y solución de los problemas más arduos de toda índole, que en las apasionantes y angustiosas jornadas del hombre que se debate por la conquista de Dios, y por hallar una base eterna a sus inquietudes y al ansia perenne de su corazón.

 San Agustín —dice Papini— insiste en la necesidad de la razón para llegar a comprender los dogmas de la fe; pero al mismo tiempo reconoce que la fe sola, de por sí, ayuda a comprender. "Entiende —dice el Santo— para que creas en mi palabra; cree, para que entiendas la palabra de Dios." De ahí esas admirables fórmulas, de valor reversible, exuberantes de contenido, con que San Agustín trata de conjugar el ejercicio alternante de la fe y de la razón, que se traducen siempre en entendimiento, en visión, en sabiduría. "Ama mucho la inteligencia" —reitera el Santo—, reconociendo sin reservas las prerrogativas de la inteligencia; pero no de la inteligencia presuntuosa, que se basta a sí misma, sino de la inteligencia abierta a las claridades de la fe, que por la razón se hace también inteligible y desemboca en la plenitud de la caridad. El verdadero filósofo "cree cuando piensa y piensa cuando cree". Claro es que el acto de fe religiosa no es obra del esfuerzo del hombre, sino donación de Dios. Pero el hombre, por un esfuerzo íntimo, personal, humilde, y por la disciplina de la razón, puede disponerse al don de la fe, abatiendo la altivez del orgullo y la tiranía de la concupiscencia con la intervención de la gracia. La virtualidad del pensamiento agustiniano radica en que lo mismo habla y convence al hombre de la razón que al hombre de la fe, que refuerza la debilidad de la razón con las seguridades que le presta la fe, para llegar por caminos más breves e iluminados a la conquista de la verdad y a la quietud deseada del corazón.

 Maravilla ciertamente la sinceridad y la resolución con que San Agustín aborda los problemas más complicados, y la claridad y gallardía con que logra las soluciones más inesperadas y de perenne vigencia. A ello contribuye, sin duda, la admirable eficacia de su estilo, la expresividad y viveza de sus fórmulas, los hallazgos verbales incomparables de su genio literario, que confieren a su obra inmarcesible perennidad.

 San Agustín precisa agudamente los límites de la razón y la función de la fe en orden al conocimiento de Dios y de las cosas transitorias o permanentes. Pero introduce un nuevo elemento en este proceso de la inteligencia a la fe y de la fe a la inteligencia, que es lo que caracteriza y confiere profunda originalidad a la teoría agustiniana del conocimiento: ese nuevo término es el amor. Para que la fe y la razón logren la plenitud de su eficacia es preciso que estén movilizadas, vivificadas, por la fuerza potenciadora de todo el ser, que es la caridad. Esa es la gran afirmación agustiniana, La caridad, el amor, es el principio radical de creer y de entender con fecundidad y merecimiento. La fe que lleva a la inteligencia es la que San Agustín llama "la creencia en Dios", que consiste en unir el amor y la fe. Ir a Dios por la fe es incorporarse a Él y a sus miembros, es decir, al prójimo, por la caridad; he ahí lo que Dios exige de nosotros; no una fe cualquiera, sino la fe que obra por la caridad. "Cuando el alma —escribe el Santo— se halla penetrada de la fe que obra por la caridad, tiende, a causa de la pureza de su vida, a elevarse hasta la contemplación, donde la perfección de la santidad revela a nuestros corazones la inefable belleza, cuya plena visión constituye la suprema felicidad."

 San Agustín nos renueva su lección inacabable en todos los ámbitos del pensamiento. Lo que urge es acercar al Santo de la caridad a este mundo tan necesitado de claridades, del remedio de la caridad para encontrar la quietud de su corazón.

 Al hacer el Santo el análisis de su alma hizo a la vez el estudio más certero y audaz del alma humana. El contenido emocional de sus obras es lo que ha podido inducir a muchos a creer que ellas contienen, más que un riguroso valor filosófico, un valor afectivo o ético-místico, cuando, cabalmente, una de las consecuencias más definitivas del Santo es haber logrado hacer confluir las dos grandes corrientes interiores, la afectiva y la intelectiva, forzándolas a correr por un mismo cauce, ancho y tumultuoso, y rendir toda su multiplicada eficacia. De ahí ese valor de vida, ese calor de humanidad, ese tono cordial y amoroso, esa complejidad de su obra, jamás marchita. "Su filosofía, es una filosofía de valores" —ha dicho Hesren. Es verdad: pero estos valores, estas estimaciones filosóficas agustinianas rinden su eficacia y adquieren categoría en función de otros valores de supremo rango, del alma y Dios, que eslabonan y ajustan todas las piezas de su obra y la enriquecen de finalidad.

 La vida es el hecho radical, básico, de nuestro ser; pero para que ésta tenga un sentido de validez, una justificación adecuada, hay que hacerla desembocar en una realidad de superior jerarquía; hay que orientarla sabiamente hacia Dios. El sentido y la aspiración de la vida no se nutren ni tienen en sí mismos su razón suficiente; necesitan un término de correlación eterna, que es Dios. El ala está hecha para el vuelo como el alma para la felicidad, no esta felicidad abreviada que se cotiza en los mercados y lonjas del mundo, sino la felicidad integra y acabada, capaz de coordenar y absorber todas las actividades y anhelos que vibran en lo íntimo del ser, y de traducirse en posesión indeficiente. "El alma no tiene más que un alimento —dice el Santo—: conocer y amar la verdad". "Nada vale lo que un alma, ni la tierra, ni el mar, ni los astros." "El alma es obra de Dios; el alma es un ojo abierto que mira siempre hacia Dios; el alma es un amor abierto a lo infinito. Dios es la patria del alma." En su obra, se pueden hallar con frecuencia expresiones bellísimas por el estilo. Hablando de Dios y del alma, el corazón de Agustín no se agota nunca —decía Fénelon—; él solo vale por una legión de genios. Él busca ante todo la verdad; esta nostalgia innata de la verdad es el arpón que llevó prendido como un dardo de fuego: pero, si hubiese buscado sólo la verdad filosófica, no habría rebasado el nivel de un neoplatónico o de un académico teorizante: él buscaba no sólo conocer, sino poseer y amar la verdad. El tipo especulativo no se separa nunca en él del afectivo.

 Dios y el alma son las dos palabras solemnes que San Agustín impregnó de sentido y lanzó con toda la capacidad de su contenido, como un eco resonante y prodigioso, por toda la amplitud de la Edad Media. Los escolásticos y los místicos recogieron la onda concéntrica de esta transmisión agustiniana, que conmovió a los más excelsos pensadores. Sus resonancias no han languidecido aún, antes bien, se robustecen y refuerzan con el tiempo.

 San Agustín no sólo fijó el anhelo de la verdad. sino también su objeto: el camino era la inmersión en sí mismo, el retorno al propio corazón. Hay que echar hondo el ancla en el mar del corazón, fijar el pie en la tierra firme del alma, para ascender a Dios. Esta reversión al hombre interior en San Agustín, sin desdeñar el espectáculo del mundo sensible, este descubrimiento del proceso de la intimidad, ha sido —como indiqué antes— la clave de la mística de la Edad Media y, sobre todo, de la española del Siglo de Oro, y constituye hoy el punto crítico, el eje de gravitación de los movimientos e inquietudes filosóficos. ¿Qué extraño es que en este genio poderoso se hayan tratado de fundamentar sistemas y teorías, si, a veces, una simple referencia o insinuación, soltada como al azar, aparece llena de sentido o de potencia virtual? Este retorno al hombre interior, como punto de apoyo para ulteriores aspiraciones del mundo sensible, para fijar la posibilidad de conocer las realidades circunstantes y familiares, sin recluirse en sí mismo de modo que se corte todo acceso y comercio, al través de las ventanas del espíritu, con el resto del universo, es hoy una lección altísima contra el subjetivismo —ya en declive— hermético y suicida, y contra la tendencia positivista, que desatiende al hombre interior, solicitado sólo por el hecho concreto, por la realidad mensurable, por el resultado pragmático de los fenómenos, por la industrialización de los valores, por un afán práctico, sin perspectivas. En la moderna restauración de la metafísica, la influencia agustiniana es evidente, y quizá la que logre flotar de estos nobles esfuerzos restauratorios ha de ser lo que más vestigios de San Agustín contenga.

 "La asociación de un movimiento progresivo al alma humana constituye el valor incomparable de San Agustín —ha dicho Eucken—; al elevar la fuente de la verdad y del amor muy por encima de la pequeñez humana, ha creado un tipo nuevo de vida sentimental, religiosa y aun histórica."

 Del alma se encumbra San Agustín a Dios, capaz de beatificarla. "¡Tarde os amé, hermosura siempre antigua y siempre nueva, tarde os amé!" —exclama con inmortal gemido—. "Vos estabais dentro de mí alma y yo, distraído, os buscaba fuera y, dejando la hermosura interior, corría tras las bellezas exteriores, que Vos habéis creado. ¡Y estas hermosuras que, si no estuvieran en Vos, nada serían, me apartaban y tenían alejado de Vos! Pero me llamasteis y tales voces me disteis, que mi sordera cedió a vuestros gritos. Me disteis a gustar vuestra dulzura, que ha excitado en mi espíritu hambre y sed vivísimas, y me encendí en deseos de abrazaros." Sigamos copiando sus palabras, que son un regalo perpetuo, una delicia para el alma: "Heristeis mi corazón con vuestra palabra y al punto os amé. Pero ¿qué es lo que yo amo, amando a mi Dios? No es hermosura temporal, ni bondad transitoria, ni luz material, grata a los ojos; no suaves melodías de cualesquiera canciones; no la gustosa fragancia de las flores, ungüentos o aromas; no la dulzura de la miel, ni deleite alguno del tacto o sentido corporal. Nada de eso es lo que yo amo, amando a mi Dios y, no obstante, es semejante a la luz, y como aroma, y como fragancia, y como manjar, y como deleite de mi espíritu. Resplandece en él una luz que no ocupa lugar; se percibe un sonido que no arrebata el tiempo; se siente una fragancia que no esparce al aire, se recibe un gusto que no concluye, como el de los manjares; y se posee íntimamente un bien tan deleitoso, que, por más que se goce y se sacie el deseo, nunca causa enojo ni fastidio. Todo esto amo cuando amo a mi Dios". Yo no sé que en el lenguaje humano articulado se pueda decir más.

 Sería absurdo que el alma aspirase a Dios si de suyo le viniera esta aspiración, esta capacidad de Dios: su capacidad limitada no podría sospechar siquiera lo infinito; pero al sentir estas sospechas, estos indicios, estos anhelos de lo infinito, por fuerza tienen que provenirle de algo que sea de capacidad infinita, es decir, de Dios.

 Por eso el alma enfila su proa a Dios en constante anhelo. En todas las cosas descubre posibilidades de conocimiento; aptitud para ser conocidas y para remontarse a Dios.

 Claro es que entonces no estaba la filosofía tecnificada ni poseía recursos categoriales, legitimados por el triunfo de lo teórico: pero San Agustín, genial siempre, cuando le falta el instrumento, lo crea. Y así no le es difícil pasar del Logos alejandrino, precristiano, a las claridades del Verbo, y del Nus de Plotino, al Dios personal de San Pablo, recogiendo las más limpias vibraciones del pensamiento griego, agnóstico y senequista, no como un mísero rapsoda, sino injertándoles un sentido nuevo en su concepción grandiosa del cosmos y de la vida.

 ¡Y qué armoniosa y grande resulta esta concepción cosmológica de San Agustín! ¡Qué magníficamente va eslabonando verdades y sistemas, fijando las relaciones entre Dios y el alma por medio de la religión! ¡Cómo se amplia ante su mirada vivaz el escenario del conocimiento, y cómo convoca a todas las cosas creadas, jalones para lo suprasensible, hasta llegar al agnitio Dei experimentalis, y cómo entonces cobra sentido la tumultuosa diversidad fenoménica del mundo y descubre en él una radiante fotosfera, que no es más que la huella, el vestigio de Dios! ¡Cuán armoniosamente se alían y armonizan en Agustín la razón y la fe, la Fides quaerens intellectum, el credo ut intelligam, el Intellectum valde amat, que él proclamó no como un mero recurso teórico, como un enunciado hipotético matemático, sino como una realidad viva actuante en su ser! ¡Y cómo se enriquece el pensamiento y se ennoblece el sentido de la vida, al pasar por la urdidumbre maravillosa del genio de Agustín: y cómo después de haberse sumergido en su propio corazón comprende mejor la razón del cosmos, que le vocea y le habla de Dios, descubriendo en todas las cosas la ley del orden, la ordo ordinans, y deduciendo que el alma está ordenada al amor, que el corazón está ordenado ineludiblemente a Dios, que la virtud es el orden del amor, ordo amoris, definición maravillosa que brillará siempre por encima de los austeros sofismas kantianos! En la naturaleza descubre el orden del ser; sólo en el hombre ve la posibilidad de la infracción del orden. Dios ha constituido el orden de las edades en una serie de contrastes, como una acabada poesía: ve el enigma del pecado introducido en el mundo, que alteró la jerarquía interna de las humanas tendencias, por el desorden del amor; pero en el pecado mismo encuentra la solución de los enigmas de la vida, y descubre la armonía providencial de la economía religiosa y la necesidad de retornar a Dios, al servire Deum liberaliter, al arrepentimiento para sustraernos de la servidumbre del pecado, por medio del conocimiento y del amor, ya que el conocer no es para San Agustín más que una forma egregia de amar.

 Porque amó tanto y vivió con tan grande sinceridad su pensamiento, resulta en San Agustín tan generosa y fecunda la verdad. El amor que se vive es el amor más fuerte y contagioso: la verdad que se ama es la que tiene más sentido de vida, así como el dolor que dilacera la carne y deja en ella un surco hondo y ancho es el que más prospera y florece en germinaciones.

 Agustín vivió profundamente su vida y su obra: he ahí el secreto de su vitalidad; pero las vivió del modo que pudo vivirlas un temperamento de su estirpe. "Sus ideas —ha dicho Eucken— son principalmente expresiones de su personalidad y aún diríamos mejor su vida personal inmediata."

 La verdad y el dogma en la pluma del Santo tienen calor de simpatía y de humanidad. La sinceridad se le desborda de los senos del alma y logra contagiar a cuantos se le acercan. Es difícil encontrar en él una frase que no le salga del alma o la caliente primero en la oleada de sangre de su corazón.

 Su vida, desde que el espíritu del Evangelio cayó sobre él como una lluvia buena, fue una demostración experimental del valor, de la caridad y de la gracia; fue una prolongada antífona delatora de la misericordia y munificencia del Señor; fue toda ella como aceite puro de los mejores olivares, flor de harina nueva, agua limpia de hontanar cimero, perdido entre las rocas, ditirambo y júbilo por el hallazgo de aquella verdad tan largamente codiciada.

 Por eso es el poeta de la verdad y de la intimidad: el genio siempre en vuelo, pero siempre humano y lleno de misericordia y comprensión para las humanas debilidades, que acertó a aliar el amor y el pensamiento en recíproca fecundidad, que recogió en su obra la herencia de los afanes y de los anhelos humanos; que enseñó la gran pedagogía de la gracia, del concurso y de la providencia de Dios; que enriqueció la vida del corazón y del sentimiento y formuló sus leyes y sus exigencias; que coordinó la urdidumbre misteriosa de las relaciones entre la naturaleza y la vida sobrenatural; que sentó el parentesco solemne existente entre Dios y las cosas creadas; que creó una literatura nueva, enriquecida de expresiones nunca oídas, para hablar de la verdad, de Dios y del alma y para loar las excelencias del amor, primer motor del universo, el pondus animae, que le inspiró tantas armonías.

 Así se explica su perenne actualidad, el retorno continuo hacia él su presencia constante en la historia del pensamiento y de la conciencia.

 Pocas veces se habrá dado mayor unanimidad en el elogio que al tratar de San Agustín. Vir sane magnus et ingenii stupendi, le llamaba Leibnitz. "¡Cuán santo varón, cuán docto escritor ¡Dios eterno!, es San Agustín, gloria y sostén de la República cristiana!" exclamaba Vives. "Chaque fois —dice el padre Portalié— que la pensée chrétiennes est éloignée de lui, elle a décline et langui; chaque fois qu'elle est revenue a lui, elle a repris flamme et vigueur nouvelles". "Nadie —escribía San Buenaventura— ha dado más satisfactorias respuestas a los problemas de Dios y del alma que San Agustín." Harnack le compara a un "árbol plantado a las márgenes de las aguas vivas, cuyas hojas jamás se marchitan y en cuyo ramaje anidan las aves del ciclo". W . Dilthey le llama "el más profundo pensador entre todos los escritores del mundo antiguo". Gatry le caracterizaba como "el Platón de la filosofía del mundo moderno y quizá el genio metafísico más portentoso que han visto los tiempos".

 Indudablemente, vivimos de su herencia.

 FÉLIX GARCÍA, O. S. A.

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