viernes, 18 de septiembre de 2020

Nadie puede escapar de la Cruz

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Nadie puede escapar de la Cruz

Autor: Mons. Rómulo Emiliani, c.m.f.


A nosotros nos gustan los estados gozosos y de alegría; pero la vida cristiana se compone de dicha y dolor, de alegrías y penas, de experiencias gozosas de Cristo y de agonías; porque estamos siempre muriendo a cosas que no nos convienen. Nadie puede vivir la redención sin el padecimiento, el domingo de resurrección sin el viernes de calvario. Entonces, todos tendemos a los estados gozosos y de alegría; es más, nos gustaría estar todos los días jubilosos, contentos, felices, sonrientes, de buen humor. ¡Y qué lindo es intentar mantener un estado estable en nuestra sicología, en nuestras emociones! ¡Qué bueno sería que pudiéramos mantenernos siempre serenos, tranquilos y sonrientes! Pero la vida, ¡ay la vida!, nos golpea constantemente con sus dolores y sufrimientos.

Nadie puede escaparse de las cruces. Algunas de las cruces nosotros mismos nos las imponemos cuando asumimos el pecado y sus consecuencias. ¡Cuidado, hay cruces que no son queridas por el Señor! Usted se convierte en un alcohólico y tiene que llevar, entonces, esa cruz además de las otras. Tiene que pagar las consecuencias, en esta vida, de su pecado de alcoholismo. Dios no quería que usted fuera alcohólico. O sea, hay cruces que usted se las impone, porque le da la gana y hay que asumirlas; porque el que pecó, que asuma las consecuencias de su pecado.

Además de esas cruces, el Señor impone otras que Él sí quiere para que usted se santifique. Y la única postura evangélica adecuada es la de asumir esas cruces con valentía, con entusiasmo, pidiéndole al Señor que nos dé las fuerzas para llevarlas. ¿Y sabe usted una cosa?, en toda vida hay un cirineo. En todo camino al calvario, llevando nuestras cruces, aparece Jesús que agarra la parte de atrás, la levanta y la pone sobre sus hombros y uno siente un alivio en ese peso. Si lo dejamos caminar con nosotros, Él se pone atrás y asume la parte más pesada. Pero si decimos: No, yo me encargo, yo llevo mis cruces, yo puedo solo, a la vuelta de la esquina estaremos en el suelo con las cruces tiradas. Porque solos sin Él, ¿qué podemos hacer? Entonces, cruces que aparecen, cruces que llegan, cruces no queridas - que son las que Dios quiere - y cruces procuradas por nosotros (por nuestros pecados y sus consecuencias): todas están allí y usted anda quizás desbaratándose, porque son muchas cruces. Lleva una, se le cae la otra, se pone dos y se le cae aquélla. Solamente con Él, se pueden llevar todas las cruces.

Algunas desaparecen, porque uno también va pagando sus pecados en esta vida. Llega un momento en que usted ya, pues, pagó su deuda espiritual y desapareció una cruz. ¡Ay, al fin dejé esa cruz; bendita cruz que me hizo sufrir tanto, pero me santificó! Yo me metí en ese problema, yo tengo que pagar la deuda que yo adquirí por meterme en ese lío. Entonces, esa cruz que es consecuencia del pecado puede ser motivo maravilloso de salvación. Y yo conozco personas que habiendo sido alcohólicas, habiendo estado en situaciones de perdición total, se recuperaron, se reconciliaron con Dios y esos pecados y esas cruces les sirvieron para evangelizar a otros. Dios sabe aprovechar lo que en sí es malo y transformarlo en bueno.

Las otras cruces, las que el Señor nos impone, son las que nos santifican aun más. Hoy el Señor nos está diciendo lo siguiente: Despierta ya, alma mía, y descubre en esas tragedias, en esas enfermedades, en esos problemas en que te encuentras, en esas dificultades; descubre allí la mano bendita del Señor que te señala las cruces que te santificarán y acéptalas y asimílalas y llévalas con dignidad, como Cristo caminó al calvario. Te caerás una y tres veces como Él, pero te levantarás con el poder y la fuerza del Señor. ¡Y no olvides, con Dios, somos invencibles!



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