Flor de campo eterno (prosa)
Eleuterio Fernández Guzmán
Si miramos dentro de nuestro corazón, lugar donde el amor tiene el centro de su vida, encontraremos, sin duda, la huella y la suavidad de la mirada de María, que sembró en nuestro surco para recoger limpio fruto. María, cuyo nombre no es rémora al ser repetido sino que llena de dicha nuestra boca o nuestro pensamiento si la nombramos entre la multitud, solitarios a pesar nuestro pero acompañados por su recuerdo.
Si estamos adormeciendo una idea para que permanezca en nuestro yo y no olvidarla nunca, seguro que querremos que sea el estado de la Madre, la virginidad de inmaculado ser, el que esté con nosotros cuando necesitemos su apoyo y esperemos una mano que acoja nuestra tristeza; seguro que sentiremos, como quisiéramos siempre si nuestra fe no la olvidáramos, que el ejemplo de su atribulada existencia de hija predilecta y madre elegida fuera nuestro espejo o, mejor dicho, fuera una imagen impresa en nuestra alma, para poder alcanzar, alguna vez, el camino por donde ella paso, y besar, siempre, el polvo que levantó sus pisadas.
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