CONFESEMOS A DIOS CON NUESTRAS OBRAS
Mirad cuán grande ha sido la misericordia del Señor para con nosotros: En primer lugar no ha permitido que quienes teníamos la vida sacrificáramos ni adoráramos a dioses muertos, sino que quiso que, por Cristo, llegáramos al conocimiento del Padre de la verdad. ¿Qué significa conocerlo a él sino el no apostatar de aquel por quien lo hemos conocido? El mismo Cristo afirma: A todo aquel que me reconozca ante los hombres lo reconoceré yo también ante mi Padre. Ésta será nuestra recompensa si confesamos a aquel que nos salvó. ¿Y cómo lo confesaremos? Haciendo lo que nos dice y no desobedeciendo nunca sus mandamientos; honrándolo no solamente con nuestros labios, sino también con todo nuestro corazón y con toda nuestra mente. Dice, en efecto, Isaías: Este pueblo me glorifica con los labios, mientras su corazón está lejos de mí.
No nos contentemos, pues, con llamarlo: «Señor», pues esto solo no nos salvará. Está escrito, en efecto: No todo el que me diga: «¡Señor, Señor!» se salvará, sino el que practique la justicia. Por tanto, hermanos, confesémoslo con nuestras obras, amándonos los unos a los otros. No seamos adúlteros, no nos calumniemos ni nos envidiemos mutuamente, antes al contrario, seamos castos, compasivos, buenos; debemos también compadecernos de las desgracias de nuestros hermanos y no buscar desmesuradamente el dinero. Mediante el ejercicio de estas obras confesaremos al Señor, en cambio no lo confesaremos si practicamos lo contrario a ellas. No es a los hombres a quienes debemos temer, sino a Dios. Por eso a los que se comportan mal les dijo el Señor: Aunque vosotros estuviereis reunidos conmigo, si no cumpliereis mis mandamientos, os rechazaré y os diré: «Apartaos de mí vosotros, nunca jamás os he conocido, obradores de maldad.»
Por esto, hermanos míos, luchemos, pues sabemos que el combate ya ha comenzado y que muchos son llamados a los combates corruptibles, pero no todos son coronados, sino que el premio se reserva a quienes se han esforzado en combatir debidamente. Combatamos nosotros de tal forma que merezcamos todos ser coronados. Corramos por el camino recto, el combate incorruptible, y naveguemos y combatamos en él para que podamos ser coronados; y si no pudiéramos todos ser coronados, procuremos acercarnos lo más posible a la corona. Recordemos, sin embargo, que si uno lucha en los combates corruptibles y es sorprendido infringiendo las leyes de la lucha, recibe azotes y es expulsado fuera del estadio.
¿Qué os parece? ¿Cuál será el castigo de quien infringe las leyes del combate incorruptible? De los que no guardan el sello, es decir, el compromiso de su bautismo, dice la Escritura: Su gusano no muere, su fuego no se apaga y serán el horror de todos.
De la Homilía de un autor del siglo segundo
(Cap. 3, 1-4, 5; 7, 1-6: Funk 1, 149-152)
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