Discípula de Jesús
Padre Pablo Largo Domínguez cmf
La relación de María con Jesús no se agota en la maternidad que considerábamos en el artículo anterior. Una tradición más o menos larga la ha visto como compañera del Redentor, y el Vaticano II la presenta también así, como podremos examinar otro día. Hoy nos asomamos a un nuevo título de María en su relación con Jesús, el de discípula. Es título bastante reciente, al menos en cuanto a su amplia divulgación.
Don e intercambio
En una buena relación se dan estas dos modalidades: el intercambio y el puro don. Pero el caso es que, incluso desde una perspectiva humana, el puro don suele tener una paga inesperada. Eso aparece, si no siempre, sí en muchos casos; en concreto, en el caso de la maternidad. Escribía el médico A. Carrell hace 80 años: «las hembras, al menos las mamíferas, no parecen alcanzar su completo desarrollo hasta después de uno o dos partos. Las mujeres que no tienen hijos no están tan bien equilibradas y se vuelven más nerviosas que las demás. En suma, la presencia del feto, cuyos tejidos difieren grandemente de los suyos propios porque son jóvenes y son, en parte, de su marido, actúan profundamente sobre la mujer. La importancia que tiene para ella la función generadora no ha sido suficientemente reconocida. Esta función es indispensable para su óptimo desarrollo». Los entendidos dirán si se pueden suscribir hoy todas estas afirmaciones del antiguo nobel de Medicina. Pero basta que el párrafo sea globalmente verdad para poder afirmar: en el primer ejercicio de la maternidad de María no sólo recibe el Hijo; también ella recibe, tanto en el aspecto biológico como en el psicológico.
Añadamos ahora las nuevas experiencias, ocupaciones, responsabilidades, desvelos y expectativas a que tal relación da lugar. A través de todo este cúmulo de elementos que integran una maternidad asumida a fondo, María se hace a sí misma. El suyo es un desvivirse que le da vida. En ella viene a cumplirse la máxima evangélica de que quien da su vida por Jesús y por el evangelio, la está ganando. En un primer nivel, puramente humano, y a través del amplio y variado juego de complicidades y tensiones entre ella y Jesús, casi resulta ser ya María lo que de ella afirmaba Dante en el orden teologal: hija de su Hijo.
Jesús le da que pensar
Veamos más ganancias concretas, en las que María cuenta casi ya como discípula. Hay dos episodios de la vida del niño que, en la presentación lucana, son estímulo e impulso para la reflexión de la madre: el del nacimiento y el de la peregrinación a Jerusalén con Jesús llegado a la edad de doce años. En ambas ocasiones dice el evangelista que María guardaba todo aquello y le daba vueltas en su corazón. Como afirma un teólogo, «el corazón de María aparece como la cuna de toda la meditación cristiana sobre los misterios de Cristo». Jesús era un niño que le daba mucho que pensar a la madre. Dar que hacer y dar que pensar complican la vida, pero así es como la hacen rica y compleja. Si bien se mira, son verdaderos dones, o se prestan a ser tomados por tales.
Entremos ahora en la vida adulta de Jesús. Ciertos pasajes evangélicos, calificados a veces de antimariológicos (Mc 3,21.31-35 par.; Lc 11,27-28; Jn 2,1-10), nos remiten a aprendizajes quizá difíciles y dolorosos que habría de hacer María. Especial importancia reviste el primero, en que los parientes de Jesús, y con ellos probablemente María, quieren llevárselo consigo. Cuando él deja Nazaret y emprende su ministerio, María tendrá que aceptar ciertas renuncias que una madre posesiva no sufriría, o toleraría de muy mala gana. No le está permitido mantener una relación madre-hijo que a Jesús fuerce a continuar a su lado e impida su autonomía. Formuladas las cosas en términos antitéticos, ella se tiene que decir: “conviene que mi maternidad mengüe y que la paternidad de Dios crezca; conviene que la dependencia filial de Jesús respecto de mí disminuya y que su dependencia filial respecto de Dios aumente. Comienza para él un nuevo tiempo vital, y yo he de aceptar los despojos que tal situación entraña para mí”. De esta suerte, la vieja familia natural deja el paso, quizá entre dolores de parto, a la familia escatológica que Jesús está fundando. En este sentido, Pablo VI afirmará en la Marialis cultus que María no aparece “como una madre celosamente replegada sobre su propio Hijo divino”; al contrario, le deja ser y hacer.
Cierta exégesis feminista entiende de modo especial este episodio de Marcos. Desde una ética del cuidado atento –dicen–, María intenta proteger la vida preciosa de su hijo. Quiere persuadirle de que abandone la peligrosa línea de fuego en que se halla, a fin de eludir la más que previsible violencia que Roma descargará sobre él. Puede aceptarse esta sugerencia a título de hipótesis; en todo caso, la ética del cuidado debe ceder el paso a la ética del Reino, con los riesgos que entrañe.
Discípula
Desconocemos los modos y tiempos, pero María recorre un camino de discipulado. Porque pasa de una fe y un credo (los del Primer Testamento) a las novedades de otra fe y otro credo que irrumpen con Jesús (los del Nuevo Testamento); porque pasa de una familia, la natural y la de Israel, a una nueva familia, que va más allá a las otras dos: la familia del Reino, en la que los lazos de la sangre ceden ante el nuevo vínculo que es el querer de Dios en este preciso y decisivo momento de la historia; porque pasa de un mundo de ideas y valores (el de la antigua Alianza) a un nuevo mundo de sentido y valores, como aparece plasmado en el discurso del monte: pasa del “oísteis que se dijo” al “yo os digo”. Entra en la escuela de Jesús, en la nueva familia de Jesús, y ahora sí que es discípula y es más a fondo y más en la entraña hija de su Hijo. Cierto: hijo criado, trabajo doblado; sólo que este trabajo es como un nuevo parto de sí misma, un estirón hacia lo todavía más alto, una ascensión hacia la cima de la propia verdad que el Padre le sigue regalando en Jesús.
¿Conoció María grandes cambios, fuertes sacudidas y hasta reales desgarros interiores en este proceso de discípula? Lo ignoramos. No tenía por qué gozar de una infalibilidad absoluta en todo, y también en esto es hermana nuestra, aunque a su modo. Algún que otro escritor de la época patrística le reprocha ciertas conductas (prisa inoportuna en Caná, ostentación o ansia de gloria, duda); pero la tradición común y el Concilio de Trento enseñan que no cometió pecado. Esperamos formular mejor lo que aquellos antiguos escritores quisieron decir si explicamos las cosas de este modo: María pudo cometer errores inculpables, sea por haber hecho cálculos equivocados, o por haber aceptado prejuicios sociales sin someterlos a una crítica radical, o por cualquier otra causa. Son errores puramente “materiales”, si ella es auténtica buscadora de la verdad, reconoce concreta y vitalmente que ésta la rebasa, está pronta a rectificar opiniones infundadas y falsas, ama la verdad más que su propio mundo de ideas, no intenta inmunizarse frente a lo que pone en cuestión su forma de pensar. Eso es lo decisivo para afirmar que, cualesquiera que sean los errores en que incurriera de hecho, su limpio corazón nunca pecó, de derecho, contra la verdad. Así aparece a la vez como hermana nuestra (humano es equivocarse) y como discípula modelo.
Fuente: autorescatolicos.org
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