domingo, 3 de noviembre de 2013

San Martín de Porres, 3 de Noviembre



3 de noviembre

SAN MARTÍN DE PORRES, DOMINICO

(+1639)


Entre los caballeros llegados a Lima por los años de 1579, fue uno de ellos don Juan de Porres, hijodalgo de ilustre familia, sangre limpia, blasones antiguos, hábito de Alcántara, despierto y listo para los negocios de gobierno, apuesto en su porte y buen cristiano. El señor don Juan venía de España a América nombrado gobernador de Panamá. Su estancia en Lima fue corta y de trámite. Durante el tiempo que permaneció en la ciudad de los reyes hubo su mala ventura de tropezar con una joven agraciada, mulata de color, venida a Lima desde Panamá, y que vivía honradamente de su trabajo. Tenía su casita en las afueras de Lima. El hidalgo español frecuentaba aquella casita con grave daño de su honor y del honor de aquella joven. Dos hijos nacieron de aquellos amores clandestinos. Los dos niños se llamaron Martín y Juana. La madre, ayudada del caballero, los crió lo mejor que pudo, educándolos cristianamente, pues era ella fervorosa creyente. Fue el 9 de diciembre de 1579 cuando vió Martín la luz. No nació negro, sino obscuro de rostro; ni tampoco con rasgos africanos; antes bien, las líneas de su cara se alargaban y henchían con toques de estirpe y ascendencia extremeña o andaluza. Sus hombros eran anchos; sus brazos, fuertes; su frente, levantada; sus ojos, negros; su nariz, más pequeña que grande; sus labios, gruesos en proporciones correctas; su costillar, espeso y membrudo. Fue bautizado Martín en la iglesia de San Sebastián. En dicha iglesia se conserva la gran pila bautismal donde fue regenerado y recibido en la comunión de los santos. En aquella misma pila se bautizó también Santa Rosa de Lima, la flor y rosa dominicana, patrona de todas las Américas. Se conserva igualmente la partida de bautismo de nuestro bienaventurado. Don Juan de Porres venía alguna que otra vez a Lima. No dejó nunca de visitar a Ana Velázquez y a sus propios hijos. Los niños crecían bellos y su madre cuidaba de su salud y de su educación. En Martín se pudo apreciar, desde sus primeros años, un sentido cristiano de amor a sus semejantes. Se cuenta que amaba singularmente a los pobres y los socorría de sus ahorros. Estos ahorros debían de ser los dineros que su padre le daba cuando los visitaba en Lima. Crecía su caridad con los años y nunca estaba más contento que cuando podía socorrer a alguno de los que llamaban a su puerta. Su madre veía en esto la hermosura de un corazón castellano y el rescoldo del espíritu de la gran nación a la que ella había unido su sangre. Cuenta su historia que, haciendo de recadero de su madre en compras que eran precisas para la sustentación de su casa, distraía algunas cantidades dándoselas al primer menesteroso que encontraba. Fue el amor a los necesitados la virtud primera que prendió en el corazón de Martín, como un don del cielo; pues todos conocen la ambición que se alberga en el pecho de los niños, que ha de ser sofocada en los comienzos de su aparición si se quiere fomentar la generosidad, que es su contrapeso. Los templos de Lima eran buenos refugios a la piedad devota de sus habitantes, y en el de Santo Domingo se veía diariamente a Ana Velázquez con sus dos hijos asistiendo al culto y empapándose en las ceremonias sagradas. La vista de las imágenes era para los niños un gran placer. Por ellas iban subiendo a la concepción de sus vidas, contemplando los misterios encerrados en ellas. Más que todas, eran los crucifijos y los iconos de la Virgen los que más llamaban su atención. El crucifijo sería el libro de meditación de Martín a lo largo de todos sus años y donde encontró la senda segura de su caminar a la santidad. Por Cristo al Padre, y por María a Cristo. Es doctrina tomista. Es el secreto de la mística dominicana.

Martín comenzó a ser conocido pronto. Su compostura, su humildad y su amor a los pobres le hicieron célebre, no tanto por lo que daba cuanto por los pocos años que contaba al dar. Hubo día en que se privó de su alimento para dárselo a un hombre de color que lo demandaba. En ocasiones burló la vigilancia de su madre para substraer algo en la despensa con que llenar el estómago de algún vagabundo. En las escuelas era de los más aprovechados, a la vez que sentía sobre sí devotamente la autoridad de los maestros, a los que profesaba gran admiración y gran respeto. Las muchas horas que pasaba orando le dieron ya el calificativo de "santo". Martín era un "santo". No sabemos si llegó el nombre a sus oídos; pero de llegar, hubo de satisfacerle divinamente poniendo espuelas en su corazón para hacerse digno de tal calificativo. Renovó sus preces y sus penitencias, no alcanzando en aquellos días sino la edad de siete años. Juana crecía a su lado, si no con virtudes tan distinguidas, con otras que adornaban su condición de mujer. La maestra de los dos hermanos era Ana Velázquez. Las genialidades de su hijo Martín habían desplazado al padre; y fue ahora cuando el hijodalgo creyó que la ocasión le brindaba la oportunidad de reconocer públicamente a sus hijos y ocuparse directamente de ellos. Así lo hizo. Los tomó consigo llevándolos a Guayaquil. Ana Velázquez quedó bien acomodada en casa de una familia española de Lima. Martín y Juana fueron instalados en el domicilio de su padre. Este hizo gala de su alcurnia y de su honor lavando una mancha que había echado sobre su prestigio y conciencia. La primera preocupación de don Juan fue el que sus hijos prosiguieran su instrucción. Por si eran molestados en las escuelas públicas de la ciudad marítima de Guayaquil, les contrató un maestro y preceptor que les diera lecciones en casa. Aprovecharon mucho. Martín aprendió perfectamente el castellano, la aritmética, la caligrafía y otras disciplinas a las que le veremos después inclinado y en las que sobresalió mucho. Dos años duró la escolanía de los hermanos. Don Juan recibió un despacho del virrey de Lima en el que se le nombraba gobernador en Panamá. Como la vida en aquellas ciudades del Pacífico corría peligro por la aparición de los piratas ingleses y holandeses, no quiso llevar allá los hijos, y hubo de situarlos de modo que quedaran bien protegidos. A la pequeña Juana la dejó en Guayaquil en casa de su tío Santiago, y a Martín lo llevó a Lima para que continuara sus estudios y se abriera camino. Uno de los oficios mejor retribuidos en Lima en aquél tiempo era el de "barbero". Por ser en sí mismo humilde no era profesión de hidalgo ni de guerreros. Quedaba para los artesanos. No significaba el ofcio lo que hoy significa rapar barbas. Tenía más alta categoría. El "barbero" extraía dientes y muelas, abría las venas a la sangría, recetaba hierbas y emplastos, aliviaba dolores y neuralgias, rasgaba con el bisturí tumores e hinchazones.

 Necesitaba el "barbero" conocer medicamentos y tener en su casa y a su disposición flores y extractos de plantas para sus curaciones. En realidad, el "barbero" era un médico "de medicina general". Martín demostró, desde las primeras lecciones que le diera un viejo albéitar, rara disposición para el oficio. Adelantó en poco tiempo y pudo entendérselas con los clientes muy a su gusto. El "barbero" podía ser al mismo tiempo un buen apóstol, y lo era Martín. Mientras derribaba los grandes y largos cabellos de los soldados que venían de sus guerras y echaba abajo las nutridas barbas de los campesinos enseñaba corrección a los díscolos, buen hablar a los soldados, prudencia a los jóvenes y religiosidad a todos. La barbería de Martín era frecuentada por lo más distinguido de la ciudad de Lima, pues la elegancia y buen tono que allí se respiraba atraía a ella a los caballeros y regidores. No trabajaba el esclavo, sino el ciudadano; no era el mulato el que servía, sino el compadre y el amigo. La barberia no llenaba las ambiciones caritativas de Martín. Atendía a los clientes, hacía apostolado, pero los enfermos no recibían sus cuidados. Con los conocimientos adquiridos anteriormente tenía Martín una buena base para ampliar sus estudios y prácticas y subir un punto en su profesión. Así lo hizo. Se constituyó ayudante de un buen médico español, y cirujano a la vez, el cual le impuso en el manejo del bisturí y de cuantos instrumentos eran precisos para intervenciones corrientes. El joven salió tan buen "practicante", que acaparó la mayor clientela de Lima. Esta clientela la formaban principalmente los pobres y los de pocos dineros. Era lo que el santo joven apetecía, pues los ricos podían pagarse un buen médico y cirujano a la vez o en partes. El gozo de Martín al trabajar en su nueva profesión no tuvo límites. Dejó la barbería o la regentó en días determinados, llamándole más la cirugía. La casa de Martín se vió inundada de clientes menesterosos que buscaban en él al hermano y al profesional. Martín, "practicante", es el patrono de los de su oficio. La leyenda de Martín nos dice que estudiaba de noche, consumiendo largas horas en el aprendizaje de sus lecciones. Tampoco descuidaba sus ejercicios espirituales. Más de la mitad de la noche la empleaba en oración, haciéndola con tanto dolor, ante un santo Cristo, que sus gemidos se oían en la calle. En la casa donde ahora vivía a pupilo, pues podía muy bien pagar la pensión con lo que ganaba, pudo observar la buena mujer que le atendía, que, en las altas horas de la noche, permanecía encendida una vela en el cuarto de Martín. La curiosidad femenina quiso saber la causa y, observando por el agujero de la cerradura, vió a Martín en oración, y en oración tan subida, que su cuerpo se alzaba del suelo algunas cuartas. No lo quería creer la mujer, pero lo tenía tan a la vista, que tuvo que darse por vencida. Corrió la noticia por la ciudad; se admiraron los moradores y Martín entró en el reino del milagro.

El templo de los dominicos de Lima, llamado del Rosario, era el lugar preferido de Martín para sus oraciones y visitas al Santísimo Sacramento. A primera hora de la mañana, rayando el alba, allí estaba oyendo la primera misa. Comulgaba en ella, y después se absorbía en la contemplación de la sagrada Hostia, y del regalo con que Jesucristo había querido dejar a los suyos hasta el fin de los siglos. Esta oración matutina se prolongaba horas enteras, hasta que el deber que se había impuesto de curar a los enfermos pobres lo llevaba a sus casas o al Hospital del Espíritu Santo. Su devoción a la Eucaristía fue creciendo en él de modo que aprovechaba cuantas oportunidades tenía para visitar los templos donde se guardaba. La penitencia era estarse de rodillas sin dejarse vencer del cansancio ni del sueño. No parecía hombre, según eran los trabajos que soportaba, sino un ser de un mundo espiritual. La lucha mayor que sostuvo en sus penitencias fue el sueño. Se le cerraban los ojos y la cabeza se le venía al suelo. Para vencerlo tomaba las posturas más incómodas y variadas a fin de mantenerse despierto. La afición que Martín tomó a los dominicos fue mucha. Aquellos religiosos desplegaron tan profundo y extenso apostolado que eran la admiración de Lima. Mientras unos regentaban las clases de la Universidad, otros recorrían los suburbios de Lima llevando el apostolado a los trabajadores del campo y a los pobres de las barriadas extremas; muchos salían hacia la montaña a predicar el Evangelio a los remontados y salvajes, y algunos se dedicaban a decorar templos y altares o a escribir obras de teología y filosofía. En aquella iglesia dominicana tenía Martín su director espiritual, al que se confiaba y pedía orientaciones en su vida espiritual. Bien maduro el juicio y sabiendo toda la libertad que la Orden dispensaba a los hacedores de la caridad, un día llamó al prior de la casa y le confió su secreto. Se alegró el prior de la demanda y le abrió las puertas del convento. Martín ingresó en el convento del Rosario como en casa propia. Conocía todos sus rincones y podía allí ejercer su profesión, lo mismo con los religiosos que con los seglares. La regla de los dominicos se abre a toda actividad donde tenga el primer puesto el amor de Dios y el amor al prójimo. Martín tenía sólo quince años. El terciario dominico Martín, por sus conocimientos, por sus aptitudes, fue nombrado barbero de la casa, mostrando una solicitud y un esmero grande porque los religiosos anduvieran limpios de barba y pulcros de cerquillo.

El convento dominicano del Rosario de Lima era así como un mesón por donde pasaban y descansaban los que habían de ir a otros puntos, como a Méjico, Guatemala, Ecuador, Costa Rica, Chile, Buenos Aires... La pobreza del convento de fray Martín llegó a tal punto, que el prior, teniendo algunas deudas contraídas en la fábrica del mismo, vióse atropellado por los acreedores que le exigieron la cuantía del dinero. No tenía él en casa con qué satisfacerlos, por lo cual tomó uno de los mejores cuadros que los religiosos habían traído de España y fue a venderlo. Por aquél tiempo había judíos en Lima. Otros objetos de valor acompañaban al cuadro. Fray Martín supo el apuro del prior y supo la determinación del mismo de vender todo aquello. Voló al sitio donde se hacía la venta y tomando al prior aparte, le dijo así: "Ya sé, padre, que tenemos que pagar esa deuda; pero le ruego que no venda el cuadro. Tengo yo otro medio para el pago; quizá lo acepten mejor; me daré en esclavo del acreedor, y con mi trabajo satisfaré la deuda". Un día se le vio arrebolado el rostro de modo que no pudo disimular la fiebre. Sentía que la fatiga le rendía y, no obstante, no abandonaba su trabajo. Un religioso le denunció al prior y éste le envió inmediatamente a la cama. Fray Martín pidió al prior la bendición, como es costumbre entre los dominicos, y se retiró a su celda. Fueron a visitarlo algunos religiosos y vieron que no se había desnudado. Estaba en la cama con los zapatos puestos; claro es que no había tocado las sábanas. Nueva denuncia al padre prior. Este, que conocía los quilates de la virtud de fray Martín, dijo a los acusadores: "Hermanos: fray Martín es un gran teólogo y un místico; su teología mística le ha hecho conocer el secreto de unir la mortificación a la obediencia". De todos modos, tomó el parecer del superior y curó su dolencia. ¿Cómo consideraba fray Martín la pobreza? Como una amiga inseparable y divina que le llevaba a usar vestidos usados, zapatos burdos, sombrero raído, capa con ventanillas abiertas al espacio. En su celda había unas tablas sobre dos hierros que sostenían un jergón de hoja de maíz, dos sábanas toscas, dos mantas no muy buenas, un taburete, una mesa de madera sin adornos y un armario del mismo estilo. Curiosidades, ninguna. Sobre la mesa y en el armario, instrumentos clínicos, almireces para triturar plantas y batir líquidos, gasas de hilo sacadas de algún retazo inservible, bien hervidas; frascos con medicamentos. El armario contenía cuantas plantas podía recoger para sus emplastos y sus bebidas aromáticas y curativas. Para él nada; para los enfermos, todo. De objetos religiosos, tenía en el testero de su cama una cruz de madera; y en los lienzos laterales, dos estampas: una de la Virgen del Rosario y otra de Santo Domingo. Usaba un rosario al cuello como todos los dominicos de América, y llevaba otro suspendido de la correa. El rosario para él era el arma sagrada a la que se acogía y en la que confiaba en sus tentaciones y en sus trabajos.

En la curación de las enfermedades, fray Martín disponía de varios recursos, todos ellos eficaces. Era el primero en la oración. A sus enfermos graves los encomendaba a Dios y a su Santísima Madre, y las curaciones no tardaban en realizarse. El segundo procedimiento era la aplicación de las medicinas usadas ya para las diferentes dolencias. El tercer medio que usaba fray Martín, a petición de los enfermos, era aplicarles su propia mano al sitio del dolor. Las curaciones eran repentinas. El contacto de su mano era eficacísimo y la curación instantánea. El convento de dominicos del Rosario de Lima se había convertido en un hospital; fray Martín iba recogiendo los enfermos callejeros, llevándolos a él. Algunos religiosos mostraban su disgusto por ello, ya que los ayes, los cuidados, la asistencia a los enfermos no solamente ocupaba a fray Martín, sino también a otros religiosos, con daño para la disciplina regular, el buen orden y los deberes de la comunidad. Un día se presentó en el claustro con un enfermo al que llevaba a cuestas. Le entró en su propia celda y le acostó en su misma cama. El enfermo iba hecho una lástima. Lo había encontrado caído en la calle. Vestía andrajos y ardía en una fiebre altísima. Uno de los hermanos de obediencia le reprendió por aquella caridad, no por ir contra dicha virtud, sino por el trastorno que causaba en el convento. "¿Cómo, hermano Martín, traéis a la clausura enfermos?" "Los enfermos no tienen jamás clausura", contestó fray Martín. "¿Queréis decir que traeréis al convento a cuantos enfermos encontréis en las calles?" La caridad ha roto con todo lo que no sea amor de Dios. Y el amor de Dios tiene paso franco por todos los claustros. Fray Martín regresaba al convento de noche. En una callejuela encontró un hombre herido de gravedad. Lo tomó a cuestas y entró en el convento con él. Le curó le herida, que era de puñal y muy honda, y le acostó en su cama, con la intención de trasladarlo a casa de su hermana tan pronto como mejorase. El provincial, por el momento, impuso una penitencia a fray Martín por haber faltado a la obediencia. Fray Martín probó su humildad aceptándola y cumpliéndola al pie de la letra. Ahora fue el padre provincial que solicitó su ciencia, "Hermano fray Martín, no tuve otro remedio que imponeros una penitencia por no haber cumplido mis órdenes." "Perdone S. P. mi desatino -contestó fray Martín-. Pensaba yo que la santa caridad debía tener todas las puertas abiertas." "Bien está lo que habéis hecho -dijo el padre provincial-; y desde este momento el convento del Rosario será vuestro segundo hospital. Podéis traer cuantos enfermos queráis a él." A dos millas de la ciudad y en un lugar llamado Limatombo, tenía el convento unas tierras que los hermanos trabajaban. Ayudábanlos algunos indios y negros. Convivían todos en una santa hermandad. Estos "encomenderos" conventuales, a la vez que enseñaban a los indios el cultivo de la tierra, les enseñaban los elementos más sencillos de la religión. En Limatambo; fray Martín, con los otros religiosos, abrían surcos para el trigo castellano, y abrían las almas al trigo de la fe y del amor de Dios. Fue idea feliz la del padre provincial el enviar a fray Martín a aquellas tierras, porque no faltaban allí enfermos y necesitados de sus cuidados y arte de curar. El "encomendero" dominico era el hermano del indio; y mantenía la significación primera de la palabra. "Encomendero" era el español o la familia española a la que se asignaban algunos indios para que les instruyeran en todo cuanto un hombre culto, en menesteres de artesanía, debía saber. En Lima existían "golfos", no diremos en gran número, pero bastante numerosos. Eran indios en su mayor parte. La vida vagabunda que llevaban le dolía a fray Martín. Pero ¿cómo remediarlos y dónde? El con sus enfermos y sus pobres tenia bastante para llenar todas las horas del día, amén de sus deberes conventuales. Tenía los hospitales llenos: el convento del Rosario y la casa de su hermana. De todos modos, no podía sufrir su corazón que aquellos harapientos continuaran merodeando por la ciudad y ofendiendo a los transeúntes y a los que algo poseían. Pensó y repensó el medio de acometer la empresa. En principio, lo sabía ya: acondicionar un buen local, que fuera escuela y albergue. Divulgó el proyecto después de haberlo madurado; habló de él a muchas personas medianamente pudientes. El señor arzobispo, así como el virrey, se mostraron generosos con él enviándole de antemano algunos dineros. Un comerciante rico y su esposa, llamados don Mateo Pastor y Francisca Vélez, le ofrecieron una gran cantidad. Otras personas de viso no se quedaron cortas en los donativos. Fray Martín tenía ya asegurado el éxito en la obra proyectada. Compró unas casas, las adecentó cuanto pudo, distribuyó los departamentos, organizó los trabajos y quedó fundado el Asilo y Escuelas de Huérfanos de Santa Cruz, primer establecimiento de ese género en Lima. Primeramente, se recogieron en él niñas solamente. Puso al frente del nuevo Asilo a señoras de buena reputación e instruídas en labores femeninas que mantuvieran el espíritu católico entre las recogidas, a la vez que se educaran convenientemente para ganarse honradamente el pan. Si los resultados prácticos del Asilo fueron tan visibles que toda la ciudad de Lima los podía apreciar directamente, fray Martín pensó en extender su obra a los niños, y así lo hizo. Un nuevo albergue había de levantarse o adecentarse para los niños. Se hizo el milagro como siempre. ¿Por qué a fray Martín no se le ha declarado Patrón de los animales todos? Iba un día camino del convento. En la calle distinguió un perro sangrando por el cuello y a punto de caer. Se dirigió a él, le reprendió dulcemente y le dijo estas palabras: "Pobre viejo; quisiste ser demasiado listo y provocaste la pelea. Te salió mal el caso. Mira ahora el espectáculo que ofreces. Ven conmigo al convento a ver si puedo remendarte." Fue con él al convento. Nueva admiración para los religiosos. Acostó al perro en una alfombrita de paja, le registró la herida y le aplicó sus medicinas, sus ungüentos. Una semana entera permaneció el animal en la casa. Al cabo de ella, le despidió con unas palmaditas en el lomo, que él agradeció meneando la cola, y unos buenos consejos para el futuro. "No vuelvas a las andadas -le dijo-, que ya estás viejo para la lucha." En los cuadros de fray Martín aparece éste conversando con ratones, gatos, perros y alimañas. Todos le escuchan y todos comen en el mismo plato. Todos eran criaturas de Dios. Pero estas criaturas no siempre obran en armonía con el hombre: se interponen en su camino y destruyen algunas de sus obras más útiles para él. Esto sucedía en el convento de dominicos del Rosario de Lima. Todos los hermanos de obediencia estaban quejosos de los ratones. De cuando en cuando aparecían grandes ratas, blancas de pelo y voraces como el cáncer. El hermano sacristán se aprestó al exterminio porque era en la sacristía donde causaban más daño. Telas antiguas venidas de España, terciopelos, estameñas, tejidos de hilo y algodón eran pasto de los ratones. Delante de fray Martín manifestó su propósito, y preparaba algunos venenos para darles muerte.

-No haréis eso, hermano, que son criaturas de Dios y ellos, como los demás seres, tienen derecho a vivir. Dios no hizo nada sin un fin determinado. En la creación nada estorba, todo demuestra alguna perfección del Creador.

-¿Pero es que nos vamos a quedar sin ropas en la iglesia? Venga, hermano Martín, y vea por sus ojos los destrozos que han hecho ya.

-La verdad es que no han estado correctos. No es ése su alimento; pero hermano, la necesidad les ha precipitado y llevado a lo que nunca debieran tocar.

-¿Y quiere su caridad que no nos armemos contra ellos?

-Hay una solución; llevarlos a otra parte.

-¿Adónde, fray Martín?

-Hay unos terrenos más allá de la casa de mi sobrina, donde se les puede acomodar muy bien.

-¿Os atreveríais a conducirlos allí como si fueran mansos corderos?

-Con la ayuda de Dios lo intentaré.

En aquel momento, por debajo de la tarima sobre la que se abría el cajón de las ropas mejores, apareció un ratoncito embigotado, alargando el hocico y moviendo a uno y otro lado los ojos. Fray Martín le llamó amorosamente.

"Un momento, hermano ratón, y acércate un poco más sin miedo. No sé si tú serás culpable o no de los desperfectos que habéis ocasionado en las ropas de la sacristía. De todos modos, hoy mismo tenéis que salir del convento todos. De manera que llevas el recado a los demás para que sin falta, inmediatamente, os reunáis aquí". El hermano sacristán quedó atónito. El ratoñcito dio una vuelta en redondo con mucha gracia y salió corriendo hacia el interior de la tarima. La orden corrió por todos los rincones del convento. Unos tras otros fueron llegando a la sacristía docenas y docenas de ratones. Fray Martín les echó en cara su mal comportamiento. El hecho es que nunca volvió a verse un ratón en el convento de dominicos del Rosario. Todos los días, a cualquier hora, fray Martín pasaba por aquel lugar y dejaba grano y pan para sus amiguitos los ratones. Ellos lo celebraban con saltos, rozándole con sus hociquitos los pies.

No fue fray Martín muy aficionado a muchas devociones, pero tenía algunas que no dejaba jamás. Hemos hablado ya de las horas que pasaba ante el Santísimo Sacramento, la devoción con que recibía la sagrada comunión y los éxtasis que padecía en el templo de Santo Domingo. Por derecho propio, después del culto al Sacramento, venía la devoción a la Santísima Virgen del Rosario. En el vestíbulo del refectorio había una imagen de la Santísima Virgen muy devota y de algún mérito artístico. Fray Martín alzaba los ojos a aquella imagen cuantas veces entraba en el refectorio a tomar el alimento. Recabó para sí el cuidado de la misma, y desde muy temprano, la adornaba con ramos de flores recién cortadas en el huerto conventual. Con las flores encendía algunas velitas que los devotos le donaban. Dícese que la Virgen se le aparecía con frecuencia y conversaba con ella amorosamente. Fue un gran contemplativo. El ángel de la guarda tuvo en su corazón y en sus plegarias un lugar muy distinguido. En aquellas largas y nocturnas excursiones por la ciudad de Lima, sin luz en las calles, el ángel de la guarda guiaba sus pasos, barría ante sus pies los obstáculos que se atravesaban y le conducía por entre las tinieblas al convento. De Santo Domingo de Guzmán tomó fray Martín la costumbre de darse tres disciplinas diarias: la una, por la conversión de los pecadores; la otra, por los agonizantes, y la tercera, por las almas del purgatorio. Puntualmente fray Martín hizo lo mismo. Si sangrientas eran las disciplinas de Santo Domingo, no lo eran menos las de fray Martín. La tercera que había de tomar fray Martín no era por mano propia, sino por mano ajena. Un indio, un inca de los convertidos por fray Martín y admirador de su virtud, se había prestado a ser el verdugo dei bienaventurado. "Todo este rigor es por mis muchos pecados. La penitencia, decía, es el precio del amor. ¿Cómo podré salvarme sin penitencia? ¿Cómo podré expirar mis culpas sin martirizar mi cuerpo?"

Muchos religiosos del convento del Rosario están en cama atacados de viruela. Padecen todos fiebres altísimas y algunos creen llegado el último momento de su vida. En la ciudad los muertos son incontables. El contagio va de casa en casa, en todos los hogares deja un crespón de luto. Entre todos los hermanos figura a la cabeza fray Martín. Lo reclaman los enfermos en la esperanza de que allí donde los remedios no alcancen, ha de alcanzar su virtud milagrosa. Mas el hecho inaudito que pone espanto a todos los religiosos es que fray Martín está a la cabecera de los enfermos a toda hora. ¿Cuándo duerme? ¿Cuándo descansa? ¿Y dónde? Nada se sabe. Pero se conocen dos cosas que la razón no alcanza: que entra en el noviciado estando cerradas las puertas, que se coloca a la cabecera del enfermo, que ruega por él a los pocos instantes de haberlo invocado. Los jóvenes novicios se sorprenden viéndole entrar a deshora en el cuarto. "¿De dónde venís, hermano Martín? ¿Quién os ha llamado?" "Tu necesidad, hijo mío. Te oí llamarme y vine a verte: Necesitabas de mi. Vas a tomar esta medicina." Tiénese por cierto que se le vió a la vez en distintos lugares ejerciendo su caridad; ayudando a bien morir a un atacado de tifus y curando en el hospital a sus enfermos. Aún más; algunos hombres favorecidos por él en lugares muy distantes lo reconocieron al verlo.

 Fray Martín poseía otra gracia no menos singular: la invisibilidad. En ocasiones se hacía invisible, sobre todo en los éxtasis. Los que conocían los lugares de sus arrebatos místicos iban a veces a espiarlo por ver el prodigio de levantarse del suelo. Los muchos trabajos, vigilias, ayunos y quehaceres fueron minando poco a poco la salud de fray Martín. Parecía un espíritu más que un hombre. La fama que de santo tenía corría por todos los hogares. Apenas había uno solo en Lima adonde él no llevara el regalo de sus medicinas o de sus consuelos. Avenía matrimonios, concertaba enemistades, fallaba pleitos, reconciliaba a hermanos, fomentaba la religión, dirimía contiendas teológicas y daba su parecer acertado en los más difíciles negocios. Era el ángel de Lima..Corria el año 1639. Fray Martín llevaba días de decaimiento y flojedad. Las fuerzas le abandonaban y una fiebrecilla le encendía un tanto la sangre. Como en la atmósfera, que una nubecilla se crece y se convierte en nube parda y la nube parda se rasga y sobreviene la tormenta y el aguacero torrencial, la fiebrecilla de fray Martín se transformó en una fiebre alta que le obligó a meterse en la cama. Sabía él ya de antemano lo que había de suceder. Tenía la revelación de su muerte. Los padres y hermanos acudieron a su habitación y él les dijo: "He aquí el fin de mi peregrinación sobre la tierra. Moriré de esta enfermedad. Ninguna medicina será de provecho." A los dolores físicos sobrevinieron los ataques del diablo. 

El enemigo, que durante la vida le había combatido sin cesar, redobló en aquella hora sus ataques y sus tiros. El diablo llegó a aparecérsele entre resplandores siniestros de llamas devoradoras. La lucha debió de ser brava, pues fray Martín sudaba hasta empapar toda la ropa de la cama, y en alguna ocasión, se le oyó rechinar los dientes, en señal de lo rudo de la acometida diabólica y de la valentía con que él la rechazaba. Declaró él que no se encontraba solo en aquella su última hora: que estaban a su lado, con la Virgen Santísima, San José, Santo Domingo, San Vicente Ferrer y Santa Catalina de Alejandría. Fray Martín abrazaba un crucifijo y lo llenaba de besos. Pidió y recibió el viático y la extremaunción derramando lágrimas. Como el Señor en la cruz, encomendaba al Padre su espíritu. 

Mientras tanto, y según es costumbre y regla, un hermano tomó unas tablas, herradas con argollas en ambas caras, y recorrió todo el convento agitándolas fuertemente. Cuando muere un dominico no se doblan las campanas hasta después de morir. La señal de agonía de un religioso es el sonar de aquellas argollas que levantan de sus asientos a todos los religiosos, y del lecho, si están acostados, comenzando todos a rezar el Credo. Fray Martín, viendo a los religiosos arrodillados ante su cama, les pidió perdón a todos por "los malos ejemplos que les había dado". En todos los ojos reventaron el llanto las palabras humildes y sinceras del bendito hermano. Entonces, y viendo que el momento feliz se acercaba de ir a ver y a gozar de Dios, pidió fray Martín al prior que entonasen el Credo en alta voz. Así se hizo. Los religiosos, con singular unción y lentamente, pronunciaron el Et homo factus est. Fray Martín cerró los ojos y se durmió en el Señor. Eran las nueve de la noche del día 3 de noviembre de 1639. Las campanas de la torre del Rosario doblaron a muerto. Un escalofrío corrió por toda la ciudad de Lima. Toda la ciudad sabía que fray Martín estaba gravemente enfermo. El doblar de las campanas anunciaba su fallecimiento. Fueron los primeros en llegar al convento el virrey, conde de Chinchón; el arzobispo de Méjico, don Feliciano de la Vega; el obispo preconizado de Cuzco, don Pedro Ortega; don Juan de Pañaflor, miembro de la Cámara Real, etc. 

Religiosos de todas las Ordenes se mezclaron con los dominicos para las exequias. Mientras tanto, los fieles, furtivamente, iban cortando trozos al hábito del bienaventurado, hasta el punto que el padre prior se vió en la necesidad de cambiárselo varias veces. El cadáver de fray Martín fue llevado a hombros desde la iglesia al cementerio conventual, que estaba dentro del mismo convento, siendo sus portadores los señores ilustres de referencia anterior. En vista de los milagros y concesión de gracias de fray Martín, se instruyó el proceso de beatificación. El 29 de abril de 1763, el papa Clemente XIV dió un decreto proclamando las virtudes heroicas de fray Martín. El 31 de julio de 1836, el papa Gregorio XVI publicó el decreto de aprobación, y el 8 de agosto de 1837, el mismo Pontifice firmó las cartas de beatificación. Hoy ya está  canonizado. El culto a nuestro Santo se ha extendido enormemente por toda la América, Estados Unidos, Irlanda, Inglaterra, Filipinas, España, Indias orientales, Méjico, Africa, etc.

ANTONIO GARCÍA FIGAR, O. P.

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