Novena Virgen del Carmen

domingo, 13 de diciembre de 2020

Nuestro Dios es un Dios de paz

 


Nuestro Dios es un Dios de paz

Autor: Mons. Rómulo Emiliani, c.m.f.

Hay una bienaventuranza en el evangelio que dice así: "Bienaventurados aquellos que son pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios". Hijos de Dios, porque nuestro Dios es un Dios de paz, no es un Dios de venganza, no es un Dios violento; es un Dios que busca el amor, porque es amor. 

La historia de la Iglesia ha tenido hombres y mujeres maravillosos, como Francisco de Asís. Él se paseaba de pueblo en pueblo, de aldea en aldea, iba por los montes y por todos lados, alabando y glorificando al Señor, amando y respetando hasta las hormiguitas y los animales del campo, las flores y más aun las personas. Él no solamente le dice hermano al sol, a la luna, a las estrellas; sino también llama hermana a la propia muerte. Vive reconciliado con todo, amando a todos, aun y a pesar de que al principio lo echaban de los pueblos a pedradas, porque decían que estaba loco. Después se dieron cuenta que era un gran santo. Y como él, en la Iglesia Católica han existido miles de hombres y mujeres auténticamente santos. 

La santidad se manifiesta por la paz que uno vive dentro, por la paz que uno transpira y por la paz que da. Los hombres y las mujeres de Dios son mensajeros de paz, porque nuestro Dios es un Dios de paz, porque Dios es amor y el amor produce paz. Hay una incongruencia, una falta de lógica entre los que nos llamamos católicos o cristianos y la forma en que vivimos con una distancia radical entre el evangelio de Cristo y nuestra forma de vivir. 

En este siglo, un hombre - llamado Ghandi - que destacó inmensamente en la India, que movilizó una revolución increíble para destronar al imperio inglés usando la resistencia pacífica y nunca la violencia, demostró que se puede vivir en paz. 

Ghandi al final de su vida, entre sus posesiones, sólo tenía una máquina de tejer, sus sandalias y su pobre ropa, un crucifijo y también la Biblia. Él dijo que amaba el evangelio, que leía el evangelio, pero que nunca se hizo cristiano, porque no creía en los cristianos. Y tenía razón, porque en Europa, las dos guerras mundiales sangrientas de este siglo, que dejaron millones y millones de muertos, han sido entre cristianos. Y muchos cristianos del primer mundo siguen explotando a los cristianos del tercer mundo. Asimismo, muchos de los que decimos ser católicos mantenemos situaciones opresoras, económicamente inaceptables, que hacen más grave todavía la brecha entre ricos y pobres. 

Nuestro Dios es el Dios de la paz, es el Dios del amor. Nuestro Dios es el Dios de la justicia, es el Dios de la armonía, de la unidad y la alegría. Es el Dios que quiere un mundo nuevo y fraternal. Es el Dios que quiere que todos tengamos qué comer y qué vestir. Que todos tengamos las oportunidades para educarnos. Que podamos participar en todas las decisiones de la sociedad. Es el Dios que hizo un mundo maravilloso y que le duele cómo, por nuestro pecado, estamos acabando con su mundo. Pecado personal, pecado social, pecado ambiental. El Dios nuestro es el Dios de la paz, no es el Dios de la guerra, no es el Dios de la violencia; es el Dios de la reconciliación, es el Dios hecho carne. 

Una de las tentaciones del diablo consistió en decirle a Jesús que probara su fuerza y su poder lanzándose de lo alto del techo del tempo, porque los ángeles lo apañarían y la gente diría: ¡Oh, ése sí que es Dios! Y Cristo dijo que no. No aceptó la tentación de la vanidad y del orgullo y le respondió al diablo: "Está escrito, no tentarás al Señor tu Dios". La tentación del triunfo fácil, la tentación de exhibir cualidades, la tentación de creerse uno más que los demás. La tentación de usar los carismas, dones y demás cualidades para provecho de uno mismo. La tentación, simplemente, de usar las cosas que Dios nos ha dado para beneficio propio. 

¡Fuera los rasgos de orgullo, de vanidad ridícula! A las muchachas les decimos: ¡Fuera esa coquetería ridícula que es un arma de doble filo, porque está jugando con fuego! Asuma los rasgos maravillosos de María Santísima: limpia, pura, sana y virginal. Una mujer sencilla, una mujer profunda, una mujer humilde, que siendo Madre de Dios, no andaba por allí exhibiendo su maternidad; sino que estaba detrás de Cristo, sumisa y dócil. Porque una persona mientras más grande es, más sencilla es. Y Cristo Jesús, el más grande, fue el más sencillo. Imitándolo a Él seremos ¡invencibles!


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