EN ESTE MUNDO TODO ES CADUCO; SÓLO DIOS ES ETERNO
Por Gabriel González del Estal
1.- En aquel tiempo, como algunos hablaban del templo, de lo bellamente adornado que estaba con piedra de calidad y exvotos, Jesús les dijo: Esto que contempláis, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea destruida. Pero ni un cabello de vuestra cabeza perecerá; con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas. Se acerca el final del año litúrgico, dentro de dos semanas comenzará el Adviento. Por eso, la liturgia, con lenguaje apocalíptico, pone en boca de Jesús palabras sobre la destrucción del templo y sobre el final catastrófico del tiempo en que los apóstoles y discípulos de Jesús vivían. A nosotros, en este siglo XXI, tanto litúrgica como realmente, no nos afectan demasiado estas palabras. Pueden servirnos, eso sí, para que meditemos sobre la brevedad de la vida presente, sobre la caducidad de todas las cosas de este mundo, incluido el ser humano, y sobre la eternidad y grandeza de nuestro Dios. Debemos vivir sabiendo que nuestras vidas son como los ríos que van al mar, que es el morir. Como muy dijo santa Teresa, en este mundo todo se muda, pero con paciencia, en nuestra relación con Dios, todo se alcanza, ya que para nosotros sólo Dios basta. La palabra “paciencia” podemos cambiarla, dentro del lenguaje evangélico de este domingo por “perseverancia”. Si perseveramos durante toda nuestra vida en nuestra fe y en nuestra confianza en Dios, Dios nos salvará. La verdad es que en nuestra vida diaria es fácil perderse en las ocupaciones y ajetreos de cada día, olvidando que sólo Dios debe llenar nuestro espíritu, ser el dulce huésped de nuestra alma, la luz y el gozo en el que debemos continuamente vivir. En nuestra relación con Dios somos realmente muy poca cosa, pero sabemos que Dios nos ama dentro de nuestra pequeñez y que si vivimos en Dios y para Dios somos realmente algo de Dios. Y no olvidemos nunca que para un buen discípulo de Cristo, vivir en Dios y para Dios es vivir con el prójimo y para el prójimo. En fin, que en este final del tiempo litúrgico vivamos conscientes de nuestra caducidad y de nuestra absoluta dependencia de Dios, de un Dios que nos ama.
2.- He aquí que llega el día, ardiente como un horno, en el que todos los orgullosos y malhechores serán como paja… Pero a vosotros, los que teméis mi nombre, os iluminará un sol de justicia y hallaréis salud a su sombra. Malaquías, el último de los profetas menores, nos dice muy bien que los hombres que se resisten con orgullo o maldad ante Dios terminarán aniquilados, como seres caducos y pasajeros que son; que sólo Dios es eterno. Pero las personas que confían en Dios encontrarán paz y salud interior junto a él y por él. Ser orgulloso ante Dios, además de ser una necedad, es algo que sólo puede conducirnos al fracaso y a la destrucción. Seamos, pues, siempre humildes, anta Dios y ante el prójimo, porque el Señor destruye a los soberbios y enaltece a los humildes.
3.- Hermanos, cuando estábamos entre vosotros, os decíamos que si alguno no quiere trabajar, que no coma. Nosotros cuando vivimos entre vosotros no vivimos sin trabajar, no comimos de balde el pan de nadie. Estas palabras de san Pablo iban dirigidas a aquellos primeros cristianos de la comunidad de Tesalónica que, por creer que el reino de Dios vendría de un momento a otro, pensaban que no merecía ya la pena trabajar. Nosotros, los cristianos de este siglo, debemos interpretar estas palabras en un sentido más general. Todos tenemos la obligación de trabajar mientras podamos, ser económicamente autosuficientes, es decir, tratar de vivir siempre ganándonos el pan con el sudor de nuestra frente, no con el sudor del de en frente. Y, si podemos ayudar algo, al que, sin culpa suya, no tiene lo necesario para vivir, pues hagámoslo, que siempre es mejor poder dar que tener que recibir.
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