EL CUERPO ENTREGADO Y LA SANGRE DE LA NUEVA ALIANZA
Por Gabriel González del Estal
1.- Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Este relato de la institución de la eucaristía que san Pablo escribe, en su primera carta a los fieles de Corinto, está escrito muchos años antes de la publicación de los Evangelios. Dice san Pablo que él transmite una tradición que procede del Señor. Es importante, por tanto, que pensemos en todas las palabras que nos dice el apóstol: cuando nos acercamos a la eucaristía no vamos a recibir, sin más, el cuerpo de Cristo, sino que vamos a comulgar con el cuerpo de Cristo que se entregó por nosotros. Recibimos al Cristo que, libre y voluntariamente, entregó su vida para salvarnos y para mostrarnos el camino que debemos seguir sus discípulos, si queremos vivir en comunión con él. Es evidente que Cristo no quería morir porque le gustara morir, sino que Cristo aceptó la muerte porque esta era una condición necesaria para salvarnos. La predicación de la buena noticia, de su evangelio, en su lucha continua contra el mal, y contra los malos, le llevaba directamente a la muerte. Él lo sabía, y no se echó atrás ante el temor a la muerte, sino que prosiguió su camino hacia la cruz, entregando voluntariamente su cuerpo. Si no entendemos bien esto último, no entendemos bien el significado de la eucaristía. Repito: cuando comulgamos, no comulgamos, sin más, con el cuerpo de Cristo, sino con el cuerpo del Cristo que se entregó por nosotros, aceptando una muerte injusta y cruel, pero que era necesaria, si quería cumplir con la misión que, desde la eternidad, le había encomendado el Padre.
2.- Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre. En el Antiguo Testamento se habla de otras alianzas que Dios hizo con su pueblo. Los sacerdotes de la antigua alianza ofrecían a Yahveh la sangre de algún animal sacrificado y la sangre del animal sacrificado sellaba la alianza del pueblo con su Dios. En la nueva alianza es la sangre de Cristo la que sella definitivamente la alianza de Dios con los hombres. Dios no exige ya ofrendas de carneros o toros para perdonar los pecados del pueblo; la sangre de Cristo, ofrecida en la cruz, ha perdonado, de una vez por todas, nuestros pecados. En la eucaristía, cada vez que comemos el pan sacramentado y cada vez que bebemos la sangre de Cristo, renovamos esta nueva alianza, en la que Dios sigue ofreciéndonos su perdón, por los méritos del Cristo que ofreció su vida en la cruz. Se trata de la sangre de Cristo, la sangre derramada para el perdón de nuestros pecados.
3.- Haced esto en memoria mía. Sigue diciéndonos san Pablo que Cristo mandó a sus discípulos que cada vez que se reunieran para comer el pan y para beber del cáliz lo hicieran en memoria suya, es decir, que lo hicieran como Cristo lo hizo, que renovaran el sacrificio de Cristo. Para renovar, pues, dignamente el sacrificio de Cristo, debemos ser conscientes de que estamos ofreciendo a Dios un cuerpo, el cuerpo de Cristo, entregado por nosotros y una sangre, la sangre de Cristo, derramada por nosotros. La eucaristía es la memoria de un Cristo que entregó su vida, libremente, para salvar a la humanidad. Cristo es el primer mártir del cristianismo, que no ofreció su vida para salvarse a sí mismo, sino para salvarnos a nosotros. Celebrar responsablemente la eucaristía lleva implícito ofrecer la vida de Cristo para la salvación de todos los hombres. Cada eucaristía es, en sí misma, una plegaria universal, católica, pura generosidad, puro don. Para poder celebrar la eucaristía con dignidad cristiana debemos sentirnos reconciliados con Dios y con todos los hombres.
4.- Dadles vosotros de comer. La salvación de las personas debe comenzar ya en este mundo. Dar de comer al hambriento es estar contribuyendo ya a su salvación. En este sentido, nuestras eucaristías no pueden quedar reducidas a un acto piadoso y personal, sino que deben implicar un propósito de salvar al mundo ya desde ahora, de poner nuestra vida al servicio de los demás, de todas aquellas personas que nos necesiten. Eucaristía y caridad, amor fraterno, están íntimamente unidas; no pueden entenderse la una sin la otra. En esta fiesta del Corpus Christi comulguemos con Cristo, es decir, unamos nuestra vida a la vida de Cristo, y ofrezcamos nuestra propia vida, unida a la vida de Cristo, para la salvación, ya desde ahora, de todas las personas. Unas eucaristías celebradas con sentido pleno es la mejor receta que podemos ofrecer a nuestra sociedad para resolver todas nuestras crisis.
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