Sigues la huella roja de sus pies
Emma-Margarita R.A. -Valdés
Por el sendero angosto
sigues la huella roja de su pie.
Tu maternal cuidado se adelanta
y se posa en su frente,
quieres llenar el cuenco de tus manos
con inocentes lágrimas de su niñez perdida
y así lavar su rostro.
Al final la amenaza del monte
que se eleva ante ti con su faz cadavérica.
Te enardece la música del violín de las sombras.
Calcinada en tu lumbre
avivas las cenizas entre el velo enlutado.
Amordazas los gritos, los quejidos,
con cuerdas de laúd.
En el sigilo lánguido de tus labios sensibles
cicatrizan las llagas
dejando en tus rincones la amargura,
acelerando el pulso febril de tus arterias.
Pesa la iniquidad sobre tus hombros
cuando alcanzas la Cruz
y el martillo quebranta tu interior
clavándote fronteras.
Ves su cuerpo desnudo,
es la piel infantil que tu mimaste
con ternura infinita.
Reparten sus vestidos
y la preciosa túnica, tejida por tus dedos.
Recuerdas cómo y cuándo se la diste,
y un aluvión de hiel desemboca en tu centro.
Levantan el madero que se cimbrea lúgubre.
Un golpe seco, un vertical suspiro,
crucifican tu esencia.
Las bíblicas miradas ascienden hacia Él.
Desolación, tristeza, desamparo,
tortura, dolor, sed,
le agobian en la cruz.
Tú atiendes, anhelante, a sus menores gestos.
Deseas convertirte en bálsamo amoroso
que mitigue su lúcida agonía.
Escuchas sus palabras que caen como la sangre.
Te encomienda ser Madre de este suelo,
postrer rayo de Sol.
Terminó su misión y rinde a Dios su espíritu.
Manifiesta su Reino. El sismo de las cumbres
agrieta endurecidos corazones.
La cortina del templo deja paso a la luz.
Mientras muriendo esperas sus restos fríos, rígidos,
con el cálido abrigo de tus brazos,
iluminas penumbras y ruegas comprensión
para tu pobre arcilla dolorida.
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