Recomendaciones para la Reconciliación
Examen de conciencia.Confesión
Para vivir mejor el sacramento de la reconciliación y el espíritu de penitencia.
Algunas recomendaciones para vivir mejor el sacramento de la reconciliación y el espíritu de penitencia.
Acercarse con gran espíritu de fe y humildad.
La primera actitud básica con la que debemos vivir este sacramento es la fe. Una fe viva, renovada cada vez que nos acercamos a la confesión: fe en la acción invisible de la gracia que actúa a través de la mediación de la Iglesia; fe en ese hombre, pecador y limitado como nosotros, pero que representa a Dios y obra en ese momento haciendo las veces de Cristo: «Yo te absuelvo de tus pecados...». Es Dios quien, conociéndonos y amándonos, nos escucha y acoge a través del sacerdote.
Con esta actitud de fe y respetando la absoluta libertad de acudir a cualquier sacerdote para confesarse, se recomienda que se procure buscar un confesor, si es posible fijo, de probada experiencia, de sólida y sana doctrina; profundamente adherido a la fe y al magisterio de la Iglesia; que sepa respetar y alentar debidamente los carismas que el Espíritu Santo suscita en su Iglesia. Pero sobre todo que sea un hombre santo, que busque con sinceridad y exigencia, por encima de sus propios criterios o intereses personales, la voluntad de Dios y el bien espiritual de las almas.
Y la segunda actitud básica para poderse acercar a la confesión de modo fructuoso es la humildad. Se necesita mucha humildad para ponerse de rodillas delante de Cristo y ante Él, que nos conoce y nos ama, pedirle perdón con sinceridad. Reconocer el propio pecado significa, ante todo, reconocerse pecador (cf. Reconciliación y Penitencia, 13).
Reconocer, como hizo David al ser reprendido por el profeta Natán, que ese hombre a quien juzgo merecedor de muerte soy yo, y que ese pecado que aborrezco en los demás es también mi pecado (cf. 2Sam 12,1-15). «Reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado. Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que tú aborreces (...). En la culpa nací, pecador me concibió mi madre» (Sal 51,5-6.7). El alma humilde es aquella que, viendo la verdad de sí misma tal como Dios la ve, se acepta como es y lucha por superarse con la ayuda de Dios, segura del éxito. El mayor mal no está en haber caído, sino en no reconocerlo y quedarse tirado.
¡Qué indecible gozo experimenta el sacerdote cuando ve que una oveja descarriada vuelve al redil! ¡Qué lección tan elocuente para él contemplar a un alma que con fe y humildad se arrodilla para pedir perdón a Dios a través de su persona! Lejos de escandalizarse, constituye un motivo de sincera admiración y de gratitud a Dios al constatar su acción misteriosa en las almas; y supone, además, una honda satisfacción pues, como ministro del perdón, ha sido enviado para salvar lo que estaba perdido (cf. Lc 19,10). El sacerdote se convierte, de este modo, en el testigo de una íntima alianza entre Dios y el penitente, que queda sellada para siempre por el secreto sacramental.
Buscar con sinceridad la verdad en la propia vida.
El sacramento de la reconciliación nos brinda una ocasión excelente para el conocimiento de nosotros mismos. Éste constituye el primer requisito para avanzar con paso firme por el camino de la verdadera santidad. Por ello, es una gracia inapreciable que hay que pedir con insistencia, pues por nosotros mismos tendemos al subjetivismo y a las falsas justificaciones. Hacer un examen de conciencia serio y honesto significa, por tanto, hacerlo bajo la mirada de Dios, en un ambiente de oración, en diálogo sincero y confiado con Él.
Es evidente que la conciencia rectamente formada representa un papel decisivo en este trabajo de conocimiento personal. ¡Y quién mejor que el Espíritu Santo, el Espíritu de la Verdad, nos puede ayudar en esta tarea de formación! Él, que ha sido enviado para «convencer al mundo en lo referente al pecado» (Jn 16,8; cf. Catecismo, 388). Este «convencimiento» no sólo nos ayuda a formar nuestra conciencia según la verdad objetiva de la voluntad de Dios, sino que nos da también la certeza de la redención y de la misericordia divina (cf. Catecismo, 1848).
Formar la conciencia. Cuídenla con sumo esmero y delicadeza. No ahoguen su voz ni permitan que se acomode a sus gustos y apetencias pasionales, porque entonces habrán perdido uno de sus mayores y más preciosos tesoros. Pueden caer y equivocarse, incluso gravemente, pero la gracia de Dios puede solucionarlo si encuentra una conciencia sensible al bien que, aun en medio de su debilidad, es capaz de escuchar y adherirse a la voluntad de Dios.
Es necesario, además, que se tomen el tiempo necesario en su examen antes de la confesión. Esta tarea, a medida que se madura en la vida espiritual y en el conocimiento de sí mismo, se facilita y simplifica enormemente. El mejor examen y el más fructuoso es el que se ha preparado a lo largo de los exámenes de conciencia diarios y, sobre todo, con la actitud de la propia vida. Quien vive permanentemente de cara a Dios no tiene que realizar grandes esfuerzos para entrar dentro de sí y hacer luz en su conciencia.
El fruto de transformación de una confesión depende en gran medida de la profundidad de nuestro examen de conciencia. Por eso, se recomienda que se esfuercen siempre por ir a las raíces, a las actitudes y motivaciones profundas de sus faltas y pecados.
Dentro de la diversidad de pecados, les recomiendo que presten una especial atención en sus exámenes a tres categorías: la omisión, la pérdida del tiempo y las faltas contra la caridad. A veces se da una importancia casi exclusiva a los pecados contra el sexto o el noveno mandamiento -aquellos que tienen que ver con la pureza y la castidad-, como si fuesen los más importantes o el centro de la moral cristiana. Y no conviene perder de vista que estos tres tipos de faltas hieren hondamente al Corazón de Cristo y a la Iglesia. La conciencia de su gravedad nos debe llevar a fijar siempre nuestra mirada en lo que Dios espera de nosotros y a darlo todo en el cumplimiento de esa misión para la que hemos sido creados.
Movidos por el arrepentimiento sobrenatural.
El arrepentimiento por nuestros pecados constituye el requisito fundamental para recibir válidamente la absolución. Este arrepentimiento, si es sincero, comporta «una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia» (Catecismo, 1431).
Lo esencial, por tanto, es el dolor del alma, la compunción del corazón: «El sacrificio a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado, Señor, no lo desprecias» (Sal 51,19).
Este arrepentimiento puede expresarse en ocasiones con lágrimas, sensiblemente, como aquella mujer en casa de Simón el fariseo, que lloró a los pies de Jesús (cf. Lc 7,36-50), pero no es absolutamente necesario. A medida que se avanza y madura en la vida espiritual, Dios permite que nuestra vida dependa más de la fe y del amor desnudo de sentimientos y emociones externas.
Cuando Dios permite este tipo de manifestaciones sensibles, no debemos rechazarlas o avergonzarnos de ellas, sino agradecérselas y aprovecharlas para unirnos más estrechamente a Él. No conviene, ciertamente, buscarlas ni provocarlas, ya que puede ser una forma velada de buscarnos a nosotros mismos. Lo que debemos pedir a Dios con insistencia, cada vez que nos acerquemos al sacramento de la confesión, es el verdadero dolor del alma. Es necesario que Dios transforme nuestro corazón de piedra, duro e insensible, en un corazón de carne (cf. Ez 36,26-27). La conversión -y, por tanto, el verdadero arrepentimiento- es primeramente una obra de la gracia de Dios que hace volver a Él nuestros corazones: «conviértenos, Señor, y nos convertiremos» (cf. Catecismo, 1432).
Propósito sincero de cambiar.
Un termómetro fiel de nuestro arrepentimiento es este querer cambiar, que no es un vago deseo o intención de ser mejor, sino la disposición firme de la voluntad que se compromete a luchar a muerte contra las manifestaciones concretas del pecado en la propia vida y a cumplir por íntima convicción la voluntad de Dios, aunque puedan preverse caídas en el futuro.
Por eso, yo les recomiendo que traten de sacar al final de cada confesión, con la ayuda de Dios e iluminados por los consejos del confesor, un punto muy concreto y realista para trabajar hasta la siguiente confesión. De este modo el sacramento de la penitencia se revela en toda su eficacia transformante como un «medio de perfección y de perseverancia» y no sólo, como a veces sucede en la mentalidad común, como una ocasión para «descargar» las propias faltas y así ponerse en paz con Dios y consigo mismo.
Esta dimensión del sacramento de la confesión es muy importante, sobre todo para quienes ya han caminado un buen trecho en la vida espiritual y están más tentados de caer en el tedio, el cansancio y el desaliento, ante la constatación repetida de las mismas faltas. Para quien aspira a dejar de ser bueno y convertirse en el santo que Dios quiere, la confesión, vivida con este dinamismo transformante, se convierte en uno de los medios más importantes, deseados y defendidos.
Cultivar el verdadero espíritu de penitencia y de reparación.
La confesión no termina cuando se sale del confesionario. Para el alma que ama de verdad, no basta cumplir la penitencia impuesta por el confesor, que generalmente suele ser sencilla en su realización, sino que busca poner algo más de sí misma uniendo sus sufrimientos de todos los días a los de Cristo, para completar así en su propia vida «lo que falta a la pasión de Cristo» (cf. Col 1,24). Éste es el sentido cristiano de la penitencia sacramental y del espíritu de reparación que se debe cultivar habitualmente como actitud del corazón, y sin el cual «las obras de penitencia permanecen estériles y engañosas; por el contrario, la conversión interior impulsa a la expresión de esta actitud por medio de signos visibles, gestos y obras de penitencia» (Catecismo, 1430).
Para cultivar este espíritu suele ser útil fijar con antelación el día que se destinará para la confesión, que se recomienda que sea frecuente. Todo ese «día penitencial», desde el ofrecimiento en la mañana hasta las oraciones antes de acostarse, ha de estar sembrado de pequeños detalles de sacrificio y de delicadeza con Jesucristo, para reparar los propios pecados y los de los hombres.
La vida familiar puede ser un lugar privilegiado donde se aprenda en la práctica el valor humano y espiritual del sacrificio y de la penitencia interior. El ambiente diario del hogar es una maravillosa escuela de perdón, de paciencia, de comprensión recíproca, de honestidad y sinceridad con Dios y con los demás. Los padres, a través de su ejemplo y de su palabra, tienen en este cometido un papel insustituible.
En este proceso de conversión sobre el que hemos reflexionado encontramos, además, los elementos necesarios para llegar a ser grandes santos y apóstoles del Reino: una misión dada por Dios, un corazón lleno de debilidades y limitaciones, pero desbordante de confianza y amor, y la generosidad para hacer crecer la semilla de la gracia en la propia alma.
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