“La gracia de la conversión”
Fijemos con atención nuestra mirada en la sangre de Cristo, y reconozcamos cuán preciosa ha sido a los ojos de Dios su Padre, pues, derramada por nuestra salvación, alcanzó la gracia de la conversión para todo el mundo. Recorramos todos los tiempos y aprenderemos cómo el Maestro, de generación en generación,“concedió un tiempo de conversión”(Si 17,24) a todos los que deseaban convertirse a él. Noé predicó la conversión, y los que le escucharon se salvaron. Jonás anunció a los ninivitas la destrucción de su ciudad, y ellos, arrepentidos de sus pecados, pidieron perdón a Dios y, a fuerza de súplicas, alcanzaron la indulgencia, a pesar de no ser del pueblo elegido.
Los ministros de la gracia de Dios inspirados por el Espíritu Santo, hablaron de la conversión. El Maestro del universo habló también con juramento: “Por mi vida, oráculo del Señor, yo no quiero la muerte del pecador sino que se convierta” (Ez 18,23). Y añade aquella sentencia llena de bondad: “Convertios a mí, casa de Israel, de vuestra inquietud. Di a los hijos de mi pueblo: Aunque vuestros pecados lleguen hasta el cielo, aunque sean como la púrpura y rojos como escarlata, si os convertís a mí de todo corazón y decís “Padre”, os escucharé como a mi pueblo santo”
Queriendo, pues el Señor, que todos los que él ama tengan parte en la conversión, lo confirmó con su omnipotente voluntad. Obedezcamos, por tanto, a su magnifico y glorioso designio, e implorando con súplicas su misericordia y benignidad recurramos a su benevolencia y convirtámonos, dejadas a un lado las vanas obras, las contiendas y la envidia, que conduce a la muerte.
San Clemente de Roma, papa del año 90 a 100 aproximadamente
Carta a los Corintios 7- 9
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