Novena Virgen del Carmen

jueves, 2 de abril de 2015

San Francisco de Paula, 2 de Abril

2 de abril
 
SAN FRANCISCO DE PAULA

(† 1508)
 
Al alborear el 27 de marzo de 1416, en un caserío de Paola, pequeño centro urbano del reino de Nápoles, hubo un gozo desbordado. Santiago de Alessio y su esposa Viena contemplaron embelesados la sonrisa de su primogénito, ardientemente deseado por espacio de tres lustros. Convencidos de haberlo obtenido del cielo por intercesión del serafín de Asís, le impusieron el nombre de Francisco. La leyenda aureoló las sienes del recién nacido con guirnaldas de poesía y de música. Una luz esplendorosa rasgó las tinieblas de la noche. Se oyeron en los aires armonías misteriosas. ¡Feliz presagio! Francisco disiparía las tinieblas que ensombrecían el momento histórico en que le tocó vivir con los rayos luminosos de su santidad de taumaturgo, y apaciguaría los ánimos enconados con el acento persuasivo de su voz de profeta.

En el regazo de la madre el niño aprendió a conocer a Jesús y María, que serían los amores de toda su vida. Sus primeros silabeos tuvieron sonoridades de oración, y fueron actos de virtud sus primeras acciones infantiles. También aprendió a leer. Las primeras letras constituyeron todo su caudal de cultura en una época de espléndido renacimiento. Una alevosa enfermedad amenazó su vista; mas, antes de que perdiera la posibilidad de contemplar las bellezas de la creación, sus padres le ofrecieron a San Francisco de Asís y el milagro se obró. Contaba el niño trece años cuando, en 1428, a fuer de agradecido y cumpliendo el voto, se vistió de oblato en el convento franciscano de San Marco Argentano. Y en esta escuela perfeccionó el silabario de su futura providencial actuación. Los frailes entreveían gozosos en el ejemplar jovenzuelo un perfecto dechado de vida franciscana. Mas muy otros eran los designios de Dios.

Concluido felizmente el año de oblación, Francisco retorna a la casa paterna y muy luego emprende una peregrinación a los lugares franciscanos de Umbría. Allí, tras las huellas del Pobrecillo, se disiparon las últimas dudas sobre su peculiar vocación de soledad y penitencia. Durante el viaje el joven peregrino dio pruebas inequívocas de una voluntad fuerte y decidida, de un ánimo emprendedor y generoso, de un carácter capaz de cualquier sacrificio.

Al retorno, su morada no fue el hogar doméstico, sino una cueva de las agrestes cercanías de Paola. Cubrió su cuerpo con burdo sayal y lo ciñó con nudosa cuerda. Por lecho escogió la desnuda tierra y por almohada una dura piedra. Las hierbas crudas del campo fueron su comida, y la fresca agua del cercano arroyuelo su bebida. Así, segregado de todo y de todos, velaba las armas y templaba su espíritu para las futuras batallas.

Al cabo de cinco años de aislamiento descubren su paradero y se establecen los primeros contactos con admiradores y discípulos. Al lado de su desvencijada cabaña se construyen otras; y todas rodean una humilde capillita. Aquellos primeros discípulos eran pobres e incultos como Francisco. El pueblo les dio luego un nombre: Los ermitaños de fray Francisco. Y éste les propuso, en lecciones sorprendentes, un programa de renovación individual y social, primer germen de la nueva regla monástica. En Paterno Cálabro (1444) y en Spezzano (1453) se organizaron otras comunidades. Mientras tanto la fama del ermitaño de Paola había pasado ya el estrecho de Mesina y le llaman a Sicilia. A pie, y con el bordón de peregrino en la mano, llega en 1464 a orillas del mar. Dícele al barquero: "Hermano, ¿me pasa usted?" Y el barquero, irónico, le responde: "Señor. ¿me paga usted"?. "No tengo dinero para pagarle", replica el ermitaño. "Ni yo barca para pasarle", contestó el otro. Sigue un brevísimo silencio. El siervo de Dios se postra sobre la arena y bendice las olas; extiende sobre ellas su manto y lo levanta por el borde para que le sirva de vela; pone su pie sobre la parte desplegada y, ante el natural asombro de todos, atraviesa el estrecho, maniobrando diestramente su manto según las corrientes del viento. Así sucedió a mediodía, a la presencia de numerosos testigos. La historia, la poesía, la pintura, la música han perpetuado el recuerdo de un hecho tan excepcional, y el culto cristiano venera al protagonista del mismo como protector de los navegantes.

Las fundaciones de los ermitaños de Paola se desarrollan en un ambiente de simpatía. Y es que Francisco supo imprimirles un matiz propio para satisfacer una apremiante necesidad de los tiempos y lugares: socorrer material y moralmente unas poblaciones abandonadas en uno y otro sentido, empobrecidas por las guerras, devastadas por la carestía y la peste y desvergonzadamente explotadas por los gobernantes. Al frente de este dinámico equipo, con que se enriquecía la Iglesia, desplegaba un fecundo apostolado social por medio de la caridad, que fue el santo y seña de la nueva Orden religiosa bajo el escudo simbolizado en la mágica palabra Charitas. Asimismo se hizo pregonero del mensaje de la penitencia evangélica, compendiada en la abstinencia absoluta y perpetua sancionada con un voto solemne. Y fue éste un remedio muy eficaz contra la gangrena social del siglo XV. El Renacimiento, con sus resabios de paganismo, arrastraba a la sensualidad, al afeminamiento y al desmoronamiento de la ascética cristiana. La cruzada penitencial de los "mínimos" produjo opimos frutos.

Para realizar convenientemente la importante misión confiada a Francisco, Dios le distinguió con el don de milagros, que forman como la trama de toda su vida y un caso único en la hagiografía católica, tan rica de taumaturgos. El milagro, en efecto, florecía donde él ponía sus plantas, donde tocaba su mano o se escuchaba su voz. La leyenda ha inventado unos y adulterado otros; pero la historia ha conservado en sus anales muchísimos de autenticidad indiscutible. Y esta floración de milagros animaba los hechos sorprendentes que iban entretejiendo su historia y se proyectaba en los acontecimientos religiosos, sociales y políticos, en que el siervo de Dios intervenía, ilustrándolos y embelleciéndolos.

Mas este don taumatúrgico ahondaba sus raíces y tenía su marco propio en las sólidas virtudes que hermoseaban el alma de nuestro biografiado. A cualquiera será fácil entretejer con ellas un gracioso ramillete. La caridad polifacética fue su estrella polar, la luz que iluminó los senderos de su vida. La humildad alegre y generosa le facilitó la convivencia amigable y serena con el pueblo desvalido y le preservó de los vértigos de la grandeza y del fausto de las cortes en que vivió. Su austeridad heroica proyectaba en un mundo lleno de apetencias las armonías de la cruz redentora. La oración y la contemplación, manteniendo el contacto con la gracia, hizo de su vida un acto continuo de adoración al Padre que está en los cielos.

Así se nos presenta la silueta señera del fundador de los mínimos con la huella indeleble que imprimió en las páginas de la historia del Renacimiento. Francisco de Paula no fue sacerdote, pero sí un reformador auténtico, que supo imprimir a toda su actividad una tonalidad marcadamente social. Fue el defensor valiente y decidido de los pobres y de los oprimidos, participando en sus penas y alentándoles en sus dificultades. No sólo con su conducta —que era un reto continuado a los desórdenes de la sociedad—, sino también con su protesta vibrante e irreducible ante los atropellos de las autoridades. "La tiranía no place a Dios bendito", era como un estribillo monótono en sus labios. Y lo mismo lo repetía al señor feudal sin conciencia y a los barones y ministros reales sin entrañas, que a los reyes desaprensivos e insolentes. "¡Ay de los que gobiernan y mal gobiernan! ¡Ay de los ministros de los tiranos! ¡Ay de los administradores de justicia que olvidan que el fin principal de la autoridad es el bien común!" Francisco era valiente e intrépido en sus diatribas. No temía a nadie. Obraba por amor, y la caridad es la antítesis de la cobardía.

Los ecos de aquellas amonestaciones terroríficas, que resonaban por toda Calabria, llegaron hasta la corte de Nápoles. Fernando I el Bastardo (1458-1494), instigado por sus consejeros áulicos, quiso poner un límite a la libertad apostólica del pregonero evangélico. Mas también él hubo de inclinarse rendido ante la fuerza avasalladora de la santidad y del milagro. En febrero de 1482 le recibe con los laureles del triunfo en su misma corte; y el siervo de Dios pasa algunos días en el palacio real con la misma sencillez y pobreza con que viviera en la cueva más apartada. Los biógrafos nos han conservado algunos episodios con auténtico sabor de florecillas acerca de esta morada palaciega. Sin doblegarse ante los halagos y las promesas, supo reprender la conducta poco recomendable del soberano. En cierta ocasión le presenta en bandeja de plata un montón de monedas de oro destinadas a la fábrica del convento de la capital. El Santo las rechaza con cortesía. Y, fijando sus ojos escrutadores y profundos en el semblante del rey, exclama: "Majestad, vuestro pueblo vive oprimido; el descontento es general; la adulación de los cortesanos impide que los gritos de tantas desgracias lleguen a vuestro augusto trono. Acordaos, Majestad, que Dios ha puesto el cetro en vuestras manos para procurar la felicidad y bienestar de los vasallos y no para satisfacer vuestras ansias desmesuradas de orgullo y vanidad. ¿O creéis, por ventura, que no existe el infierno para los que mandan? Ese oro que me ofrecéis no os pertenece; es el precio injusto del peso insoportable de las contribuciones que está desangrando las venas de vuestros vasallos y clama venganza al cielo". Y sin terminar estas encendidas frases ni apartar su mirada del augusto interlocutor, toma una moneda de la bandeja y, cual si fuera un juguete, la desmenuza entre sus dedos y brotan gotas de sangre que salpican el manto real, El rey tiembla de pies a cabeza; dobla su rodilla y promete administrar sus Estados con caridad y justicia.

Mientras Francisco recorría los agrestes senderos de Calabria derramando bondades y regalando salud a los cuerpos y a las almas, y hasta restituyendo la vida con milagros, la fama de sus estrepitosos prodigios llegó a la corte francesa. Luis XI (1461-1483) pasaba los años de su vejez prisionero voluntario en el alcázar de Plessis-du-Parc (Tours). Ante el terror de la muerte había movilizado todas las fuerzas espirituales de la nación para implorar la salud corporal. En vano. Como último recurso manda una embajada al taumaturgo de Paola, confiando que sola su presencia le otorgaría la suspirada gracia. Mas éste, que había descubierto en aquel gesto sólo interesados fines temporales, se niega a satisfacer sus deseos. Intervienen el rey de Nápoles y el papa Sixto IV, y se rinde ante la voluntad de Dios. Tenía sesenta y nueve años de edad. Sin abandonar su bordón de peregrino emprende a pie el viaje, dejando para siempre su patria. Antes de abandonar el último altozano, desde el cual pudo contemplar las aldeas de Calabria diseminadas en la campiña y en las laderas de los montes, una honda pena le oprimió el corazón. Con los ojos humedecidos por las lágrimas, extiende hacia lo alto sus cansados brazos e implora para aquellas pobres gentes días más felices y afortunados.

Finalmente, a principios de 1483 se hace a la vela en Ostia con rumbo a Francia. En el agitado golfo de Lyon calmó una fiera tempestad y libró su embarcación del bajel pirata que la amenazaba. Su itinerario hasta Tours fue una marcha triunfal jalonada por el milagro. El aura popular que le precedía había creado en la corte un ambiente de confiado optimismo y le dispensó un recibimiento apoteósico. El rey, que entreveía ahora el día más feliz de su agitada existencia, apenas pudo pronunciar estas palabras entrecortadas por la emoción. "Prolongadme la vida, oh padre". Para eso precisamente le había llamado. Sin embargo, el taumaturgo no le obtuvo la salud corporal, de la que tanto había abusado con un gobierno cruel y despótico. Pero le recordó palabras de vida eterna, enseñándole a bien morir. "La vida de los reyes, sire, como la de cualesquiera de sus vasallos, está en la mano de Dios. Poned orden en vuestra conciencia y en vuestro Estado." Siguieron días de afectuosos e íntimos coloquios. El monarca pretendió colmar al Santo de sus augustas atenciones; pero no logró que habitara en el palacio, prefiriendo una cabaña en el parque real. Amaestrado por Francisco, se persuadió de la realidad inexorable de su destino terreno. En vez de la salud del cuerpo, había obtenido la del alma. Y el 30 de agosto de 1483 Luis XI, el rey más insolente de la época, murió más cristianamente de lo que había vivido. Fue el milagro que él no había pedido.

Si bien Francisco había soñado y escogido por su morada el desierto, la divina providencia dispuso que continuara su misión en la corte más fastuosa y mundana del siglo, trabajando por la pacificación y salvación de Europa. A la muerte de Luis XI, no regresa a su patria, sino que desde el cuartel general de Plessis-du-Parc, organizado ya en convento regular, fue el consejero de Carlos VIII y Luis XII en momentos históricos y decisivos para el reino. En Francia, como en Italia, el Santo fue constantemente el abanderado y defensor de los oprimidos; estuvo siempre de parte de ellos, porque siempre estaba de la parte de Cristo. Un ejemplo luminoso de esta conducta nos lo ofrece su encuentro en la corte francesa con una mujer, nacida para el dolor y el sacrificio: Santa Juana de Valois, la hija no amada de Luis XI y la esposa despreciada de Luis XII, fundadora de la Orden de la Santísima Anunciada. Nuestro Santo fue para la desventurada reina consejero iluminado, amigo fiel, ángel del consuelo en el áspero calvario de su vida. En definitiva, un rasgo delicadamente humano que se trenza con la austeridad algo selvática del santo anacoreta.

San Francisco intervino asimismo en la vida política y militar española, ofreciendo nuevos perfiles a la catolicidad de su misión. Ya desde joven había reaccionado contra el peligro de la media luna. Y mientras los soldados del rey de Nápoles combatían en Otranto (1480) contra el asalto del Islam, él y sus ermitaños movilizaron las fuerzas imponderables de sus oraciones, sacrificios y consejos a favor de las armas cristianas. Aquellos entusiasmos juveniles no desaparecieron en la vejez, cuando la cruzada se combatía en las vegas andaluzas. Ahora el taumaturgo de Paola, desde la corte de Francia, se pone al lado de los cruzados hispanos. Las armas de Fernando V tropiezan con serias dificultades a las puertas de Málaga; el asedio se prolonga; los asaltos a la fortaleza se multiplican inútilmente; cunde el desaliento y se plantea la retirada. En aquel crítico momento se presentan ante el rey dos religiosos enviados por el solitario de Plessis con una embajada: es necesario continuar sin titubeos ni vacilaciones la cruzada contra el Islam. A los tres días —era el año 1487— el rey, al frente de sus tropas victoriosas, entra en la ciudadela. Y el pueblo saludó a los embajadores como "frailes de la Victoria" y Fernando V les ofreció una residencia. Nuestra Señora de las Victorias perpetúa en la capital malagueña el recuerdo. Así San Francisco de Paola, representado en sus religiosos, entraba en la vida nacional al sonido de las trompetas de la victoria, hallándose presente al remate triunfal de la Reconquista. Y, en afanes apostólicos, los mínimos extendieron su benéfica aportación al Nuevo Mundo hispano, pues el jefe espiritual de la primera expedición de las carabelas de Colón (1492) fue el mínimo aragonés fray Bernardo Boyl. Y en esta proyección americana latía el espíritu del fundador,

En el atardecer de su laboriosa jornada no disminuyó la actividad bienhechora de consejero y orientador de conciencias. Seguía siempre en vanguardia defendiendo los intereses de Dios y de su Iglesia, mientras que el continuo e intenso ejercicio de las virtudes afinaba más y más su noble espíritu y lo enriquecía de tesoros de vida eterna. Por fin llegó la hora suprema. Todavía resonaban en sus oídos los ecos conmovedores de la pasión de San Juan que hiciera leer en su lecho de muerte, cuando el Viernes Santo de 1507, 2 de abril, el taumaturgo Francisco de Paula, silenciosamente, volaba al cielo. Así lo proclamó en seguida a voz en grito el pueblo de Tours. Así lo sancionó Dios con una lluvia de gracias y milagros. La corte de Francia se hizo intérprete de la voz común, y León X, el 1 de mayo de 1519, le decretó los honores de los altares. En esta memorable ocasión el Sumo Pontífice le proclamó ante la faz del mundo entero "enviado de Dios para iluminar, cual mística estrella, las tinieblas de su siglo". En realidad, la estrella que apareció en el cielo de Paola en la alborada del 27 de marzo de 1416 y sufrió un eclipse en Tours a mediodía del 2 de abril de 1507 continúa brillando en el firmamento de la Iglesia, después de haber iluminado con sus fulgores una de las épocas más turbulentas de la Historia y de haber dado a la edad del Renacimiento pagano matices de color de cielo.

MELCHOR DE POBLADURA, O. F. M. Cap

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