Novena Virgen del Carmen

domingo, 15 de febrero de 2015

San Claudio de la Colombiere, 15 de Febrero



15 de febrero

SAN CLAUDIO DE LA COLOMBIERE

(† 1682)

Lyon ha cumplido recientemente dos mil años. Con este motivo se ha recapitulado su historia religiosa, y se ha recordado el papel, tan decisivo en muchos aspectos, que le ha correspondido en la vida católica de Francia y aun de Europa entera.

Mediaba el siglo XVII cuando al colegio de la Santísima Trinidad que en Lyon tenían los padres jesuítas acudió un joven perteneciente a una familia muy cristiana radicada en Viena del Delfinado. Ya antes había sido alumno del colegio de jesuitas del Buen Socorro, en la misma Viena. Y había recibido cristianísima educación en su familia, a la que los anales de la Visitación llaman "familia de santos". Su misma madre, en el lecho de muerte, le había profetizado: "Hijo mío, tú tienes que ser un santo religioso".

Y, en efecto, en contacto con los jesuitas del colegio, Claudio de la Colombière sintió nacer en su alma la vocación religiosa. No sin repugnancia. Él mismo nos dirá más tarde, en sus apuntes de ejercicios, que sentía una grandisima aversión a la vida que iba a abrazar. Porque, añade, los planes de Dios nunca se realizan sino a costa de grandes sacrificios". Pero no importaba el precio cuando se trataba de conseguir la realización de su ideal de santidad. Su fino instinto le había dicho que en la Compañía de Jesús podría llegar a santo. Y por eso se decidió a solicitar la admisión. "He ingresado —escribía después— en la Compañía por el aprecio que siempre tuve a sus sabias reglas y por haber visto que los superiores sabían exigir de tal modo su observancia, que me persuadí sería cosa muy fácil en la Compañía santificarse uno mismo y ayudar con la palabra y el ejemplo a la santificación de los demás."

De esta manera fue como el 25 de octubre de 1658, a los dieciocho años de edad, Claudio entraba en el noviciado de Avignon. Eran días muy revueltos para la ciudad de los Papas. Como consecuencia de las disensiones entre el Beato Inocencio XI y Luis XIV, la ciudad se iba a ver invadida por las tropas francesas, ocupación que añadiría nuevas zozobras a las que ya producían la tensión existente entre los nobles y los plebeyos, y la actividad proselitista de los calvinistas. Pero todas estas cosas antes le sirvieron a Claudio de estímulo para realizar con mayor perfección sus dos años de noviciado y sus estudios de filosofía, además de ejercitarse en el magisterio con los niños, alumnos externos, en el colegio de la misma ciudad.

Avignon pacificada ya, celebró con gran solemnidad la canonización de San Francisco de Sales. El sermón que con esta ocasión pronunció el joven y fervoroso Claudio de la Colombière, le hizo destacarse de tal manera que fue destinado a estudiar teología en París, la gran ciudad formadora de santos. Allí le esperaba un cargo importante: el de regente de estudios de los dos hijos de Colbert, el célebre ministro del Tesoro de Luis XIV. Y le esperaba también una gran pena: había recogido en un cuaderno, junto a otras curiosidades literarias, un epigrama contra el ministro. Sin mala intención, puramente por el ingenio con que estaban redactados los versos. Pero le sorprendieron el cuaderno. El ministro se quejó amargamente al padre Provincial y exigió la destitución inmediata del preceptor y su alejamiento de París. Así fue destinado de nuevo a Lyon. Y en su antiguo colegio de la Santísima Trinidad trabajó, desde 1670 a 1674, como excelente maestro y, sobre todo, como acertado director de la congregación mariana.

Faltaba dar la última mano a su formación jesuítica. Por eso sus superiores le enviaron a hacer la tercera probación. Fue una época decisiva en su vida. En los ejercicios espirituales de mes, bajo el influjo de la gracia, en pleno fervor, hizo voto de guardar con exactitud todas las reglas y constituciones de la Compañía, después de haberlo cumplido algún tiempo por vía de ensayo. Sabemos cuáles fueron los motivos que le movieron a tan heroica resolución: "Imponerme la ineludible necesidad de cumplir, en cuanto sea posible, todos los deberes de mi estado y ser fiel al Señor aun en las cosas más mínimas; romper de un golpe y para siempre las cadenas del amor propio, quitándole toda esperanza de ser alguna vez tenido en consideración; adquirir en poco tiempo los méritos de una vida larga; reparar las irregularidades pasadas; dar a Dios una prueba de gratitud por las infinitas gracias recibidas, y hacer de mi parte cuanto pueda para ser de Dios sin reserva alguna".

Tal espíritu debió demostrar el joven tercerón y tales dotes debieron de brillar en él que, sin terminar su tercera probación, fue admitido a los votos solemnes, que hizo el 2 de febrero de 1675, y destinado como superior de la residencia y del colegio que funcionaban en Paray-le-Monial.

Allí, de la manera más impensada, iba a encontrar el joven jesuita su misión en la tierra.

Tiene hoy Paray-le-Monial muy poco más de seis mil habitantes. Algunos menos tenía cuando llegaba allí el Beato Claudio. Se trataba por consiguiente de una residencia relativamente tranquila, enmarcada en un ambiente provinciano, en el que no parecía fácil que se presentaran grandes complicaciones.

Y, sin embargo, las complicaciones le estaban esperando ya. En el monasterio de la Visitación había una religiosa que aseguraba haber tenido visiones y revelaciones, a través de las cuales se trataba de introducir una nueva devoción dirigida al Sagrado Corazón de Jesús. La religiosa estaba siendo juzgada de manera muy diversa, y no eran pocos quienes estimaban que todo aquello no pasaba de ser una ilusión, producida por su enfermiza sensibilidad. Dentro de los muros del monasterio existía una fuerte corriente de oposición, basada en las mismas constituciones de la orden de la Visitación. Y las personas de fuera que habían sido consultadas, parecían inclinarse casi unánimemente hacia esta misma solución negativa.

La religiosa, Margarita María de Alacoque, se encontraba, por consiguiente, en extrema aflicción. Pero había oído un día al Señor decirle: "Vive tranquila. Yo te enviaré a mi siervo fiel".

Y el siervo fiel llegó. El nuevo superior de los jesuitas se acercó al monasterio y dirigió una plática a la comunidad. Margarita María oyó una voz que le decía con toda claridad: "Es ése el que te he enviado". Y los acontecimientos lo confirmaron ampliamente, "Bien pronto —escribe la Santa—me di cuenta de la verdad de tales palabras, puesto que en la primera confesión que hice con él durante las témporas, sin que nunca antes nos hubiésemos visto ni tratado, me habló como quien conocía perfectamente lo que me pasaba. Volví a los pocos días y, aunque entendía ser voluntad de Dios que le hablara, experimenté una muy extraña repugnancia cuando me llegó el turno de acercarme al confesionario. Le manifesté sencillamente lo que me sucedía, y me contestó que él estaba contento de poderme proporcionar oportunidad para ofrecer un sacrificio al Señor. Libre entonces de toda pena le abrí mi alma totalmente, tanto lo bueno como lo malo. Fue grande mi consuelo cuando me aseguró que no tenía nada que temer por el espíritu que me guiaba, mientras no me desviara de la santa obediencia, y que estaba obligada a seguir sus impulsos hasta el sacrificio y la inmolación."

La reacción que esta manera tan decisiva de comportarse del joven jesuita, recién salido de la tercera probación y apenas llegado a la residencia de Paray-le-Monial, tenía que producir, llegó en efecto. No faltaron críticas ni juicios poco favorables. "El padre —nos dice la Santa— tuvo que sufrir mucho por causa mía. Decíase que yo pretendía engañarle con mis ilusiones. Pero él no se preocupaba de habladurías, y no dejó de ayudarme en el corto tiempo que estuvo en la ciudad, y siempre ha continuado ayudándome."

No todo fueron penas. Hubo también alegrías. Así, hubo un día en que el padre fue a celebrar misa a la Visitación, circunstancia que aprovechó el Señor para conceder al director y a la dirigida extraordinarios favores. En el momento en que Santa Margarita se acercaba a recibir la sagrada comunión vio el Sagrado Corazón de Jesús ardiendo en llamas, y dos corazones que se acercaban a Él, mientras oía: "De esta suerte mi amor une para siempre estos tres corazones". Fue aquel mismo día, pocos instantes después, cuando el Sagrado Corazón dio el encargo al padre Claudio de trabajar por dar a conocer sus riquezas y los beneficios de la devoción al mismo Corazón. Encargo que él recibió, humildísimamente.

Los acontecimientos se sucedían con rapidez. El día de la octava de Corpus de aquel año, 1675, el Señor hacía la gran revelación de su amor y de la extraordinaria misión que quería confiar a la Compañía de Jesús. Después de haber pedido una fiesta especial, en el día siguiente a la octava de Corpus, dedicada a su Corazón, prometió derramar con abundancia su amor sobre cuantos le dieren y procuraren que otros le tributasen honor. Y cuando la Santa, sintiéndose incapaz de cumplir tal encargo, puso alguna dificultad, el Sagrado Corazón le remitió de nuevo al padre la Colombière. El viernes después de la octava de Corpus, 21 de junio, fiel a esta invitación, el Beato Claudio de la Colombière se consagraba por entero al Corazón de Jesús.

No imaginemos, sin embargo, que todas las tareas del Beato se reducían en Paray a la dirección de Santa Margarita. Había reorganizado, dándole nuevo empuje, la congregación mariana del colegio del que era rector, con gran fruto para toda la ciudad. Y, lo que era más importante, había fundado otra congregación mariana para nobles y profesionales, consiguiendo de esta manera agrupar a los caballeros católicos de la ciudad, permitiéndoles actuar conjuntamente y oponerse al influjo de los protestantes, que hasta entonces habían venido prevaleciendo.

Y cuando todo marchaba viento en popa, he aquí que la divina Providencia le obliga, por medio de la obediencia, a dejar el confesionario de la Visitación, el cuidado del colegio y de las congregaciones, y a marchar muy lejos: a Londres. Por recomendación del padre Lachase, confesor de Luis XIV, iba a desempeñar el cargo de capellán de María Beatriz de Este.

Sabido es que esta piadosa señora, hija del duque de Módena, había prescindido de sus deseos de ir a un convento, por consejo del papa Clemente X, que le aconsejó más bien que aceptara ser esposa del duque de York, entonces católico, y futuro rey de Inglaterra con el nombre de Jacobo II. Se había concedido a la duquesa el libre ejercicio y práctica de la religión católica, con derecho a tener una capilla en su palacio, y el correspondiente capellán. Pero el padre Saint-Germain, que venía ejerciendo este oficio, fue acusado de proselitismo religioso y expulsado de Inglaterra. El padre de la Colombière iba a ser su sucesor.

Y, en efecto, después de haber pasado por París, salió a fines de septiembre para Londres, a donde llegó el 13 de octubre. Su vida en el palacio fue ejemplar en todo: en su oración y en su mortificación; en su aislamiento del torbellino de la corte, pues vivió, según él mismo decía, "como si estuviese en un desierto". Jamás subió a la terraza para contemplar el espléndido panorama que desde el palacio se divisaba, ni tuvo interés por visitar ninguno de los monumentos de la gran ciudad. Su único interés era propagar la devoción a la Sagrada Eucaristía y al Corazón de Jesús: "Lleno de compasión por estos ciegos que no quieren rendirse a creer tan grande e inefable misterio, daría gustoso mí sangre para convencerlos de esta verdad que cree y profesa. En este país en que se hace gala de negar la presencia real en el augusto sacramento, experimentó inmenso consuelo al repetir con frecuencia actos de fe en la realidad de vuestro cuerpo adorable bajo las especies del pan divino".

Trabajó con celo. Predicando en público, en la capilla del palacio con sermones exquisitamente preparados. Y con la dirección espiritual y la administración del sacramento de la penitencia. Muchas almas de la aristocracia de Londres, movidas por su ejemplo, se orientaron hacia una vida de mayor perfección. Envió a algunas a conventos de Francia y otras las reunió en Londres, cerca de la iglesia de San Pedro, en una especie de vida religiosa, sin apariencias exteriores, pero con una intensa vida interior.

Era demasiado para lo que el ambiente consentía. La persecución tenía que llegar. Y llegó por un conducto rastrero y vil. Un sacerdote francés, Verio de Fiquet, refugiado en Inglaterra por ciertos delitos que había cometido, recurrió al Beato para que le socorriera. Así lo hizo durante algún tiempo, pero, cuando el desdichado sacerdote mostró de nuevo la bajeza de sus inclinaciones, se vio obligado a despedirle. Juró venganza el apóstata, y para lograrla acusó a su bienhechor ante los jueces de haber tomado parte en la célebre conspiración amañada por Tito Oates. Bajo el peso de tal acusación el 24 de noviembre de 1678 era detenido y conducido a la cárcel.

Dos días después comparecía ante los jueces. Nada se le pudo probar en relación con la falsa conjuración. Pero le condenaron por proselitismo religioso, por haber convertido a súbditos ingleses, haber recibido abjuraciones y fundado un convento en Londres. Sabida es la crueldad con que los ingleses trataban a los católicos. Algo le tocó conocer de la misma al Beato: devuelto a la cárcel, fue encerrado en un calabozo tan lóbrego, tan mal acondicionado y con tan deficiente alimentación, que al poco tiempo el prisionero comenzó a echar sangre, y se temió por su vida. Una intervención de Luis XIV se la salvó y pudo regresar a Francia en 1679, después de haber pasado diez días en el palacio restableciéndose lo imprescindible para poder efectuar el viaje.

El jesuita que llegaba, en enero de 1679, a París era otro enteramente que el que poco más de dos años antes había Partido hacia Londres. Completamente extenuado, deshecho por la fiebre, fue devuelto primero, durante diez días, a Paray-le-Monial y después, durante unos meses, a su pueblo natal, Saint Symphorien d'Ozon Al llegar el otoño volvió destinado al colegio de la Santísima Trinidad de Lyon en el que había pasado su adolescencia, y donde había recibido la gracia insigne de la vocación religiosa. Iba como director espiritual de los filósofos jesuitas. Allí pudo desplegar, Por consiguiente, con toda libertad su fervor y su entusiasmo por la devoción al Corazón de Jesús. Entre los jóvenes religiosos que le escuchaban se encontraba uno, el padre José de Gallifet, nombre célebre en los anales de esa devoción, pues tanto hizo con sus escritos por propagarla y defenderla contra mil ataques e incomprensiones.

Días de inmenso consuelo espiritual, pero de tremendo desgaste corporal. El Beato veía que de un momento a otro iba a quedar reducido a absoluta inercia, pues la enfermedad avanzaba implacable. Dios dio a entender a Santa Margarita María que no entraba en sus planes que el padre la Colombière recobrara su salud. "Según las miras humanas —escribe la Santa— parece que su salud es de mayor gloria de Dios; mas los sufrimientos le dan una gloria mucho mayor... puesto que el Señor tiene gusto en dar un realce inestimable a sus padecimientos, uniéndolos a los que Él sufrió, para difundirlos después como rocío celestial sobre las semillas que Él esparció en tantos lugares, y hacerla crecer y desarrollarse en su santo amor."

Así era, en efecto. El invierno de 1681 fue durísimo para el enfermo, a pesar de que ya desde agosto los superiores habían dispuesto que se trasladara desde Lyon a Paray, donde el clima le había de resultar más benigno. Así pareció al principio, durante el otoño, pero el invierno le fue, como decimos, muy duro: "Le he visto dos veces —escribe Santa Margarita— y apenas puede hablar. Tal vez Dios lo permita así a fin de que tenga más tiempo para hablar a su gusto con el Corazón Divino".

Parecía necesario tomar una decisión. Su hermano, el canónigo Florís de la Colombière, arcediano de la catedral de Viena, en el Delfinado, logró permiso de sus superiores para tenerle como huésped en su casa. El 23 de enero de 1682 estaba todo dispuesto para el viaje. Cuando he aquí que llega una señorita con un encargo de parte de Santa Margarita. La Santa rogaba al padre que, si no era contrario a la obediencia, se quedara en Paray "porque el Señor me ha dicho que quiere aquí el sacrificio de su vida".

El superior de la casa fue de la misma opinión, y negó su permiso para el viaje. Sólo quedaban unos días de vida al santo enfermo. El sacrificio total de la vida no iba a tardar en llegar. En efecto, sus condiciones de salud fueron agravándose de día en día. Y el 15 de febrero de aquel mismo año 1682 el Beato Claudio de la Colombière entregaba su alma a Dios. Contaba sólo cuarenta y un años y trece días de edad.

Quedaba sobre la tierra, confortada por su santa muerte, Santa Margarita María. Unas horas después de los funerales decía llena de confianza a una señorita amiga: "Deje ya de afligirse; invóquelo con toda confianza porque él puede socorrernos".

Fue beatificado por el papa Pío XI en 1929.

El Papa Juan Pablo II lo declaró santo en 1992.

LAMBERTO DE ECHEVERRÍA

 

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