Novena Virgen del Carmen

martes, 27 de agosto de 2013

'Déjame morir contigo'



'Déjame morir contigo'

Padre Roberto Fernández Iglesias, OP



La presencia de María junto a Jesús en la cruz.
Es la Virgen María. Y tiene la belleza de la mujer madura. Respetable, segura de sí misma y libre. Toda una señora. También durante la pasión y muerte de su hijo único -el peor sufrimiento de cualquier mujer- supo estar a la altura de la fe y de la misión para la que fue escogida: ser madre del Hijo de Dios. Sabe estar y da fuerzas. Y se hace sentir con elegancia y nobleza. También cuando está de pie junto a la cruz y llora por Jesús crucificado, su hijo primogénito y único. Con razón la Sagrada Escritura la llamó "llena de gracia y bendita entre todas las mujeres". Así nos la hace ver Mel Gibson en su película La Pasión de Cristo, a través de una actriz que lleva un apellido muy mariano y bonito 'Morgenstern', es decir, la estrella de la mañana, la que brilla antes de salir el sol y lo anuncia, como la Virgen María que anunciaba a Cristo, el nuevo sol de justicia.

Durante toda la película su presencia discreta no deja de crecer. Mientras Jesús ora en el Huerto de los Olivos, ella se despierta, siente una ansiedad muy dolorosa y se pregunta por qué esta noche de luna llena no es como las demás. Es el sexto sentido que tienen todas las madres, ese 'no sé qué' por el que presienten lo que están viviendo los hijos. No puede dormir más y cuando le llega la mala noticia sale corriendo a buscar a su hijo. Va llevando en el corazón tantos recuerdos como atesora una madre, toda esa vida que ahora el misterio del mal se dispone a crucificar. Es ahora cuando aquella espada de dolor, profetizada por Simeón, le va a atravesar el alma (Lc. 2,35). Y es ahora cuando su linaje va a aplastar la cabeza de la serpiente que profetizó el Génesis (Gén. 3,14-15).

Están también las otras mujeres, todas esas mujeres de Jerusalén mencionadas por el Evangelio y las que tanto amaron a Jesús. Ellas lo acompañan con gratitud y devoción. No se asustan ante la soldadesca y una le enjuga el rostro y conservará el primer ícono del Señor. Da para pensar que las mujeres son más fieles en los momentos de las pruebas duras y que, cuando aman, lo hacen hasta la muerte.

Mientras María sigue a Jesús por el Vía Crucis para sostenerlo como cuando era niño y lo arropaba con su amor, también lo sigue Satanás por ese mismo camino, pero para tentarlo, como en el desierto, como en el Huerto de Los Olivos. Esa presencia de lo diabólico que siempre engendra mayor mal y que nos acecha hasta el desenlace final, va a tener también una sentencia de muerta escatalógica en el madero del Gólgota.

María alcanza la plenitud cuando Cristo ya está crucificado. Entonces, ella le dice a Jesús llorando: "Carne de mi carne, corazón de mi corazón, Hijo Mío, déjame morir contigo". Estas palabras, que no están en la Sagrada Escritura, son puro sentimiento maternal. Y están muy bien puestas precisamente ahí porque reflejan el estado mental de cualquier madre en esos momentos de tanto dolor. Por eso son de las que más conmueven, sobre todo el corazón de los hombres, porque las sentimos como dichas a cada uno de nosotros por nuestra propia madre.

Es muy importante lo que le responde Jesús, con palabras que conserva la Biblia: "Mujer, ahí tienes a tu hijo. Hijo, ahí tienes a tu Madre" (Jn.19, 26-27). Es como si le dijera a su mamá que ella no se puede morir ni experimentar tanto dolor y que, para eso, le encarga una misión. Ahora va a ser la madre de sus discípulos, ahora ellos la van a necesitar y no tiene que pensar en morirse sino en vivir y en seguir adelante con esa nueva tarea que El le confía.

Cuántas madres y cuántos padres, que también han perdido un hijo o una hija, pueden encontrar consuelo en esas palabras de Jesús. La vida sigue, tienes otros hijos y hay que vivir por ellos. Deja que la fe trasfigure ese llanto de dolor en rayos de luz y de esperanza para los tuyos. Hizo bien San Pío V cuando añadió al Avemaría el "Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte...".

Es que la Virgen consuela al que experimenta la muerte. Y también nosotros queremos sentir el arrullo sereno de su voz y de sus labios maternales, como lo sintió Jesucristo Nuestro Señor en la cruz, al momento de morir.
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