CAPÍTULO 28
Cómo el hermano Bernardo tuvo un arrobamiento, en el que permaneció desde la madrugada hasta la hora de nona
Cuánta gracia concede Dios muchas veces a los pobres evangélicos que abandonan el mundo por amor de Cristo, lo demuestra el caso del hermano Bernardo de Quintavalle, el cual, desde que tomó el hábito de San Francisco, era con mucha frecuencia arrebatado en Dios al contemplar las cosas celestiales. Sucedió una vez, entre otras, que, estando en la iglesia oyendo la misa totalmente absorto en Dios, quedó tan arrobado por la fuerza de la contemplación, que en el momento de la elevación del cuerpo de Cristo no se dio cuenta de nada y no se arrodilló ni se quitó la capucha, como lo hacían los demás que estaban presentes, sino que permaneció insensible, mirando fijamente sin pestañear, desde la madrugada hasta la hora de nona.
Y después de nona, vuelto en sí, iba por el convento gritando en tono admirativo: ¡Hermanos, hermanos, hermanos! No hay nadie en esta tierra tan grande ni tan noble que, si le prometieran un palacio hermosísimo lleno de oro, no aceptase con gusto llevar un saco de estiércol para ganar un tesoro tan valioso.
En este tesoro tan celestial, prometido a los amadores de Dios, fue introducido el hermano Bernardo en tal grado con su espíritu, que durante quince años anduvo siempre con la mente y el rostro vueltos hacia el cielo. Durante ese tiempo, jamás sació el hambre en la mesa, si bien tomaba un poco de lo que le era puesto delante, porque decía que no es perfecta la abstinencia que consiste en privarse de las cosas que no se prueban, sino que la verdadera abstinencia consiste en moderarse en las cosas que saben buenas al gusto.
Así es como llegó a una tal clarividencia y luz de la mente, que aun los hombres más doctos acudían a él en busca de solución de cuestiones difíciles y de pasajes intrincados de la Sagrada Escritura; y él aclaraba toda dificultad. Puesto que su mente se hallaba del todo liberada y abstraída de las cosas terrenas, se remontaba a la altura como las golondrinas, a impulsos dé la contemplación; y le acaeció estar hasta veinte días, y a veces treinta, solo en las cimas de las más altas montañas contemplando las cosas celestiales.
Por esta razón solía decir de él el hermano Gil que no a todos se concede este don otorgado al hermano Bernardo de poder alimentarse volando, como lo hacen las golondrinas. Y por esta gracia extraordinaria que había recibido de Dios, San Francisco gustaba muchas veces de hablar con él día y noche; así que algunas veces fueron hallados juntos, arrebatados en Dios durante toda la noche en el bosque, donde se habían recogido para hablar de Dios. En alabanza de Cristo. Amén.
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