Novena Virgen del Carmen

martes, 23 de abril de 2013

Florecilla de San Francisco. Capítulo nº 4



CAPÍTULO 4

Cómo un ángel propuso una cuestión al hermano Elías, y, respondiéndole éste con orgullo, fue a referírselo al hermano Bernardo

En los comienzos de la fundación de la Orden, cuando aún eran pocos los hermanos y no habían sido establecidos los conventos, San Francisco fue, por devoción, a Santiago de Galicia, llevando consigo algunos hermanos; entre ellos, al hermano Bernardo. Yendo así juntos por el camino, encontraron en un país a un pobre enfermo; San Francisco, compadecido, dijo al hermano Bernardo: Hijo mío, quiero que te quedes aquí a servir a este enfermo.

El hermano Bernardo, arrodillándose humildemente e inclinando la cabeza, recibió la obediencia del Padre santo y se quedó en aquel lugar, mientras San Francisco siguió con los demás compañeros para Santiago. Llegados allí, se hallaban durante la noche en oración en la iglesia de Santiago, cuando le fue revelado por Dios a San Francisco que tenía que fundar muchos conventos por el mundo, ya que su Orden se había de extender y crecer con una gran muchedumbre de hermanos. Esta revelación movió a San Francisco a fundar conventos en aquellas tierras. Y, volviendo San Francisco por el mismo camino, encontró al hermano Bernardo, y con él al enfermo, con el que lo había dejado, perfectamente curado. Por lo cual, San Francisco, al año siguiente, dio permiso al hermano Bernardo para ir a Santiago.

San Francisco se retiró al valle de Espoleto, y estaba en un eremitorio juntamente con el hermano Maseo, el hermano Elías y algunos otros, todos los cuales tenían buen cuidado de no molestarle ni distraerle mientras oraba; y esto por la gran reverencia que le profesaban y porque sabían que Dios le revelaba cosas grandes en la oración.

Sucedió un día que, estando San Francisco orando en el bosque, llegó a la puerta del eremitorio un joven apuesto y hermoso con atuendo de viaje, que llamó con tanta prisa, tan fuerte y tan largo, que los hermanos se alarmaron ante tan extraño modo de llamar. Fue el hermano Maseo a abrir la puerta y dijo al joven: ¿De dónde vienes, hijo, que llamas de esa forma? Parece que no has estado nunca aquí. Pues ¿cómo hay que llamar? -respondió el mancebo. Da tres golpes pausadamente, uno después de otro -le dijo el hermano Maseo-; después espera hasta que el hermano haya tenido tiempo para rezar el padrenuestro y llegue; si en este intervalo no viene, llama otra vez.

Es que tengo mucha prisa -repuso el mancebo-, y he llamado tan fuerte porque tengo que hacer un viaje largo. He venido aquí para hablar con el hermano Francisco, pero él está ahora en contemplación en el bosque y no quiero molestarlo; pero anda y haz venir al hermano Elías, que quiero hacerle una pregunta, pues he oído decir que es muy sabio. Fue el hermano Maseo y dijo al hermano Elías que aquel joven quería estar con él. Pero el hermano Elías se incomodó y no quiso ir.

El hermano Maseo quedó sin saber qué hacer ni qué respuesta dar al joven: si decía que el hermano no podía ir, mentía; y si decía cómo se había incomodado y no quería ir, temía darle mal ejemplo. Viendo que el hermano Maseo tardaba en volver, el joven llamó otra vez lo mismo que antes. A poco llegó el hermano Maseo a la puerta y dijo al mancebo: No has llamado como yo te enseñé. El hermano Elías -replicó él- no quiere venir; vete, pues, y dile al hermano Francisco que yo he venido para hablar con él; pero, como no quiero interrumpir su oración, dile que me mande al hermano Elías.

Entonces, el hermano Maseo fue a encontrar al hermano Francisco, que estaba orando en el bosque con el rostro elevado hacia el cielo, y le comunicó toda la embajada del joven y la respuesta del hermano Elías. Aquel mancebo era un ángel de Dios en forma humana. Entonces, San Francisco, sin cambiar de postura ni bajar la cabeza, dijo al hermano Maseo: Anda y dile al hermano Elías que, por obediencia, vaya en seguida a ver a ese joven. Al oír el hermano Elías el mandato de San Francisco, fue a la puerta muy molesto, la abrió estrepitosamente y dijo al joven: ¿Qué es lo que quieres?

Apacíguate primero -le dijo el joven-, porque veo que estás alterado. La ira oscurece la mente y no le permite discernir la verdad. Dime de una vez lo que quieres! -insistió el hermano Elías. Te pregunto -continuó el joven- si es lícito a los seguidores del santo Evangelio comer de lo que les ponen delante, como lo dijo Cristo a sus discípulos. Y te pregunto, además, si le está permitido a nadie disponer algo en contra de la libertad evangélica. ¡Eso bien me lo sé yo! -respondió el hermano Elías altivamente-; pero no quiero responderte. Métete en tus cosas.

Yo sabría responder a esa pregunta mejor que tú -dijo el joven. A este punto, el hermano Elías, encolerizado, cerró la puerta con rabia y se fue. Pero luego comenzó a pensar en la pregunta y dudaba dentro de sí, sin saber qué respuesta dar, ya que, siendo como era vicario de la Orden, había prescrito por medio de una constitución, en desacuerdo con el Evangelio y con la Regla de San Francisco, que ningún hermano de la Orden comiese carne. La cuestión que le había sido planteada iba, pues, expresamente contra él. No acertando a ver claro por sí mismo y reflexionando sobre la modestia del joven al decirle que él sabría responder a la cuestión mejor que él, volvió a la puerta y abrió para pedir al joven la respuesta a dicha pregunta; pero ya se había marchado. La soberbia había hecho al hermano Elías indigno de hablar con el ángel.

En esto volvió del bosque San Francisco, a quien todo esto había sido revelado por Dios, y reprendió fuertemente en alta voz al hermano Elías, diciéndole: Haces mal, hermano Elías orgulloso, echando de nosotros a los santos ángeles que vienen a enseñarnos. A fe que temo mucho que esa soberbia te haga acabar fuera de esta Orden. Y así sucedió, como San Francisco se lo había predicho, ya que murió fuera de la Orden.

Aquel mismo día y en la hora en que el ángel se marchó, este mismo ángel se apareció en aquella forma al hermano Bernardo, que volvía de Santiago y estaba a la orilla de un grande río, y le saludó en su lengua: ¡Dios te dé la paz, buen hermano! No salía de su extrañeza el hermano Bernardo al ver la apostura del joven y al escuchar el habla de su patria, con el saludo de paz y el semblante festivo. ¿De dónde vienes, buen joven? -le preguntó.

Vengo -le respondió el ángel- de tal lugar, donde se halla San Francisco. He ido para hablar con él; pero no he podido, porque estaba en el bosque absorto en la contemplación de las cosas divinas, y no he querido molestarle. En el mismo lugar están los hermanos Maseo, Gil y Elías; y el hermano Maseo me ha enseñado a llamar a la puerta según el estilo de los hermanos. Pero el hermano Elías no ha querido responderme a la pregunta que yo le he hecho; después se ha arrepentido, ha querido escucharme, y no ha podido.

Luego dijo el ángel al hermano Bernardo: ¿Por qué no pasas a la otra parte? Tengo miedo, porque veo que hay mucha profundidad -respondió el hermano Bernardo. Pasemos los dos juntos; no tengas miedo -dijo el ángel. Y, tomándolo de la mano, en un abrir y cerrar de ojos lo puso al otro lado del río. Entonces, el hermano Bernardo cayó en la cuenta de que era un ángel de Dios, y exclamó con gran reverencia y gozo: ¡Oh ángel bendito de Dios!, dime cuál es tu nombre. ¿Por qué me preguntas por mi nombre, que es maravilloso? -respondió el ángel.

Dicho esto, desapareció, dejando al hermano Bernardo muy consolado, hasta el punto que hizo todo aquel viaje lleno de alegría. Se fijó en el día y en la hora en que se le había aparecido el ángel, y, llegando al lugar donde estaba San Francisco con los compañeros mencionados, les refirió todo punto por punto. Y conocieron con certeza que era el mismo ángel el que aquel mismo día y en aquella hora se había aparecido a ellos y a él. Y dieron gracias a Dios. En alabanza de Cristo. Amén.

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