BENDIGO AL SEÑOR EN TODO MOMENTO…”
Por Antonio García-Moreno
1.- JUSTICIA. - Qué necesitados estamos de justicia, qué necesitados de imparcialidad. Fácilmente somos juzgados con ligereza, con falta de rectitud. Se interpretan mal nuestras acciones, o no se aprecian en su debido valor. Cuántos inocentes que son condenados y cuántos culpables que son absueltos. Y cuánto héroe desconocido, cuánto sacrificio oculto, cuánto genio incomprendido, cuanto santo menospreciado.
Por eso consuela el pensar que Dios es justo e imparcial, un juez clarividente que no se deja llevar de las apariencias, que sopesa con exactitud las intenciones... Cuántos que brillaron en la tierra, quedarán apagados en el más allá. Y por el contrario, muchos que aquí pasaron desapercibidos, brillarán eternamente como estrellas de primera magnitud... Esta realidad nos ha de mover a vivir de cara a Dios, desatados del aplauso de los hombres, conscientes de que el juicio que realmente cuenta, el que será definitivo, no es el juicio humano, sino el divino.
Lo terrible es que esa justicia divina y esa imparcialidad nos alcanzarán a muchos, no para restituirnos un derecho perdido, sino para arrebatarnos unos privilegios inmerecidos. Realmente es para echarnos a temblar. Pero resulta que muchas veces, casi siempre, nos inmunizamos a base de inconsciencia, a fuerza de estupidez, o de autojustificaciones insostenibles.
Sólo nos queda una salida viable. La de reconocer nuestra miseria y clamar, desde lo más hondo del alma, a este Dios y Señor nuestro que, además de justo, también es misericordioso. Considerar la propia pobreza y pedir perdón con sincero arrepentimiento. Seguros de que, como dice el texto sagrado de hoy, las súplicas del pobre, las quejas del indigente atraviesan las nubes, se elevan hasta el trono mismo de Dios.
Si el afligido invoca al Señor, él lo escucha. El Señor está cerca del atribulado, salva al que está abatido. Redime a sus siervos y no será castigado el que, aunque gran pecador, pesaroso de su conducta se refugia arrepentido en él.
2.- EN TODO MOMENTO. - "Bendigo al Señor en todo momento, su alabanza está siempre en mi boca..." (Sal 32, 2) Mi alma se gloría en el Señor: que los humildes lo escuchen y se alegren. Los soberbios, en cambio, que callen pues nada tienen que decir ante Dios. Y si algo dicen, el Señor no los oye ni los escucha. Los soberbios son rechazados por el Todopoderoso, que los considera indignos de su Reino, ineptos para entender y gustar las cosas divinas, por creerse mejores. De ahí que el verse uno mismo tan frágil y tan débil, tan vulnerable y tan inclinado al mal, puede ser un motivo de gozo saber que Dios ama lo que el mundo desprecia, que se complace en la pequeñez de sus siervos. Sí, así es, a los sencillos y a los humildes el Señor abre de par en par las puertas de su corazón de Padre bueno.
Por este motivo, pues, el salmista bendice al Señor en todo momento, y la alabanza al Señor llena de continuo su boca. De aquí que, ocurra lo que ocurra, si uno se reconoce como es, sin desanimarse por ello, si uno se olvida de la propia pequeñez y piensa en el poder divino, entonces brota del alma un canto de gozo y de gratitud hacia Dios.
"El Señor se enfrenta con los malhechores para borrar de la tierra su memoria..." (Sal 33, 17). - A veces pudiera parecernos que Dios es vencido por sus enemigos, por esos que rompen su Ley divina. Y es cierto que en ocasiones los impíos triunfan, quedan impunes de sus delitos, riéndose y quizá hasta blasfemando. Siguen su vida como si tal cosa, impávidos y descarados. Sin embargo, de Dios nadie se ríe. Tarde o temprano la justicia divina da a cada uno su merecido. Es cuestión de tiempo y, al fin y al cabo, el que ríe el último ríe mejor.
Se tiene toda la eternidad por delante, bien se puede dar un margen de impunidad. Convencidos de esta realidad, no cesemos nunca de intentar hacer lo que Dios quiere, acudamos al Señor llenos de confianza por muy mal que nos vayan las cosas. En todo momento hay que apoyarse en Dios, y cuando todo va mal todavía más. No olvidemos que el Señor está cerca y dispuesto a sostenernos con sus brazos paternales.
2.- ESPERANZA EN LA DESESPERACIÓN. - "Querido hermano: yo estoy a punto de ser sacrificado..." (2 Tm 4, 6) .- San Pablo se da perfecta cuenta de su situación. Comprende que sus días están contados, que le aguarda la muerte a la vuelta de la esquina. Sí, el momento de su partida es inminente. En aquellas circunstancias había motivos para desesperarse. Y, sin embargo, en esos instantes mira hacia su pasado y dice sereno y lleno de esperanza: "He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe".
Cada uno tenemos nuestro propio entorno vital, cada uno quizá piense que la muerte está lejos, o por el contrario, que se nos acerca cada vez más. De todos modos, hemos de vivir de tal forma que podamos morir serenos y confiados en el Señor. "La gloria de morir sin pena, bien vale la pena de vivir sin gloria". Ojalá que combatamos bien la batalla de cada día. Que Dios nos ayude a coger hasta la meta señalada, a ser fieles y leales a la fe de nuestros mayores. Sólo así podremos decir un día: Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará a mí... Por mi parte, más que en su justicia, espero en su infinita misericordia.
"La primera vez que me defendí ante los tribunales, todos me abandonaron..." (2 Tm 4, 16) Los recuerdos lastiman el corazón anciano y sensible del gran Apóstol. Sólo Lucas está ahora con él. Antes, ni siquiera eso. Estuvo solo ante los tribunales, sin apoyo humano alguno para llevar a cabo su defensa. Aquellos que decían ser sus amigos, aquellos por los que se sacrificó día y noche, aquellos a quienes amó con entrañas de padre, aquellos le abandonaron cuando más les necesitaba. Situación triste y casi desesperada. Pero también entonces Pablo se siente tranquilo y sereno.
Que Dios los perdone -dice-. El Señor me ayudó y me dio fuerzas... Él me libró de la boca del león. El Señor seguirá librándome de todo mal, me salvará, me llevará a su reino del cielo. ¡A él la gloria por los siglos de los siglos, amén!... Cuando nos veamos traicionados, cuando nos olviden o nos paguen de mala manera, lo primero que tenemos que hacer es perdonar y poner nuestra confianza en Dios, apoyarnos en su fuerza inquebrantable. Sólo así renacerá la esperanza en la desesperación, sólo así nos sentiremos seguros, contentos, con ganas de bendecir a Dios.
3.- NECESIDAD DE UN GUÍA. - Es muy fácil engañarnos a nosotros mismos. Muchas veces nos “auto convencemos” en un determinado sentido, para acallar los remordimientos de nuestras conciencias, y aunque en el fondo nos damos cuenta de ello, seguimos nuestra vida sin más preocupaciones, metemos la cabeza debajo del ala como el avestruz, que piensa que al no ver al cazador, éste ya no le ve a ella... Por otra parte, es también muy fácil equivocarse en los asuntos que conciernen a uno mismo. Hay muchos factores que oscurecen nuestra mente cuando se trata de algo en lo que se juega nuestro propio interés. Unas veces esos factores son de tipo emocional, otras de tipo conceptúala.
El corazón nos suele engañar muchas veces, se deja llevar por los sentimientos y hace traición a la mente. El hombre no puede verse libre de sí mismo, no es inmune a las pasiones, en especial a la soberbia y a la sensualidad que, como malas raíces sin extirpar, lleva metidas en lo más íntimo de su interior. El engaño también puede venir por otros factores de tipo conceptual, y estos son los peores. Hay quienes viven en la ignorancia, quienes se dejan guiar por una conciencia deformada, hasta el punto de llamar indiferente, o incluso bueno, a lo que de por sí es realmente malo.
Por todo ello, no es inverosímil la situación que nos describe hoy el Evangelio: el absurdo de quienes, siendo unos impíos, se tenían por justos, se sentían seguros de sí mismos y, lo que es peor todavía, despreciaban a los demás. El Señor les quitó la máscara y los puso en su sitio. Dos hombres, les dice, subieron al templo para orar. Uno era fariseo y el otro un publicano. El primero da gracias a Dios por qué no es como los demás: ladrones, injustos, adúlteros... El otro no se atrevía ni a levantar los ojos del suelo, sólo se golpeaba el pecho y decía: Oh Dios, ten compasión de este pecador. Hasta aquí todos escuchaban complacidos, sin sospechar la conclusión: El publicano fue grato a los ojos de Dios, el fariseo salió del templo tan orgulloso como había entrado.
El fariseo no mentía, él contemplaba su vida tal como la describe. Pero estaba equivocado respecto de sí mismo. De aquí que una primera enseñanza para nuestra vida personal es la de que nunca nos fiemos de nosotros mismos en lo que se refiere a nuestra vida espiritual, pues puede ocurrirnos lo que al fariseo, que nos creamos limpios de toda culpa y resulte que estamos en pecado mortal, o en peligro de cometerlo. Estemos convencidos de que uno es mal consejero de sí mismo, y mal juez en las propias causas. De ahí la importancia capital que siempre se ha dado, y se da, a la dirección o acompañamiento espiritual, a la costumbre de confesarse con frecuencia y buscar la orientación de un buen sacerdote, que nos ayude en la delicada tarea de ser cada vez mejores, sobre todo en la humildad. Sólo así seremos agradables a Dios, sólo así nos apoyaremos en el Único que nos puede sostener. Seremos, además, más comprensivos con las faltas de los demás, sin atrevernos jamás a despreciar a nadie.