Novena Virgen del Carmen

jueves, 30 de abril de 2015

«El enviado no es más que el que lo envía»


«El enviado no es más que el que lo envía»

Cristo ha realizado su obra redentora en la pobreza y la persecución; así también la Iglesia está llamada a seguir el mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación. Cristo Jesús, «a pesar de su condición divina... se anonadó a sí mismo tomando la condición de esclavo» (Flp 2,6) y por nosotros «siendo rico, se hizo pobre» (2Co 8,9). Así es también la Iglesia; y si es cierto que tiene necesidad de recursos humanos para cumplir su misión, no está aquí para buscar la gloria terrestre, sino para predicar, incluso con el ejemplo, la humildad y la abnegación. Cristo ha sido enviado por el Padre «para evangelizar a los pobres..., curar los corazones destrozados» (Lc 4,18), «buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc19,10). De la misma manera, si la Iglesia cuida con solicitud a aquellos que están afligidos por la enfermedad humana; con mucha más razón, reconoce en los pobres y en todos los que sufren, la imagen de su Fundador pobre y sufriente, y se afana a aliviar su desgracia y quiere servir a Cristo en ellos...

La Iglesia «va hacia delante, caminando entre las persecuciones del mundo y las consolaciones de Dios» (San Agustín), anunciando la cruz y la muerte del Señor, hasta que él vuelva (1Co 11,26). Es la fuerza del Señor resucitado la que la fortifica para hacerle superar, por la paciencia y la caridad, sus penas y sus dificultades interiores tanto como las exteriores y, a pesar de todo, hacer que revele fielmente al mundo el misterio del Señor, misterio todavía escondido hasta que él mismo aparezca al fin de los tiempos en la plenitud de su luz..


Concilio Vaticano II 
Constitución dogmática sobre la Iglesia (Lumen Gentium), §8 

Santo Evangelio 30 de Abril de 2015

Día litúrgico: Jueves IV de Pascua


Texto del Evangelio (Jn 13,16-20): Después de lavar los pies a sus discípulos, Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: no es más el siervo que su amo, ni el enviado más que el que le envía. Sabiendo esto, dichosos seréis si lo cumplís. No me refiero a todos vosotros; yo conozco a los que he elegido; pero tiene que cumplirse la Escritura: el que come mi pan ha alzado contra mí su talón. Os lo digo desde ahora, antes de que suceda, para que, cuando suceda, creáis que Yo Soy. En verdad, en verdad os digo: quien acoja al que yo envíe me acoge a mí, y quien me acoja a mí, acoge a Aquel que me ha enviado».


Comentario: Rev. D. David COMPTE i Verdaguer (Manlleu, Barcelona, España)
Después de lavar los pies a sus discípulos...

Hoy, como en aquellos films que comienzan recordando un hecho pasado, la liturgia hace memoria de un gesto que pertenece al Jueves Santo: Jesús lava los pies a sus discípulos (cf. Jn 13,12). Así, este gesto —leído desde la perspectiva de la Pascua— recobra una vigencia perenne. Fijémonos, tan sólo, en tres ideas.

En primer lugar, la centralidad de la persona. En nuestra sociedad parece que hacer es el termómetro del valor de una persona. Dentro de esta dinámica es fácil que las personas sean tratadas como instrumentos; fácilmente nos utilizamos los unos a los otros. Hoy, el Evangelio nos urge a transformar esta dinámica en una dinámica de servicio: el otro nunca es un puro instrumento. Se trataría de vivir una espiritualidad de comunión, donde el otro —en expresión de Juan Pablo II— llega a ser “alguien que me pertenece” y un “don para mí”, a quien hay que “dar espacio”. Nuestra lengua lo ha captado felizmente con la expresión: “estar por los demás”. ¿Estamos por los demás? ¿Les escuchamos cuando nos hablan?

En la sociedad de la imagen y de la comunicación, esto no es un mensaje a transmitir, sino una tarea a cumplir, a vivir cada día: «Dichosos seréis si lo cumplís» (Jn 13,17). Quizá por eso, el Maestro no se limita a una explicación: imprime el gesto de servicio en la memoria de aquellos discípulos, pasando inmediatamente a la memoria de la Iglesia; una memoria llamada constantemente a ser otra vez gesto: en la vida de tantas familias, de tantas personas.

Finalmente, un toque de alerta: «El que come mi pan ha alzado contra mí su talón» (Jn 13,18). En la Eucaristía, Jesús resucitado se hace servidor nuestro, nos lava los pies. Pero no es suficiente con la presencia física. Hay que aprender en la Eucaristía y sacar fuerzas para hacer realidad que «habiendo recibido el don del amor, muramos al pecado y vivamos para Dios» (San Fulgencio de Ruspe).

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San José Benito Cottolengo, 30 de Abril

30 de abril

SAN JOSE BENITO COTTOLENGO

 († 1842)

30 de abril


Cuando se dice "el Cottolengo" no se sabe si se indica al Santo o su obra, ya que hoy en día tanto el uno como la otra llevan idéntico nombre.

 La "PiccoIa Casa della Divina Providenza", que alberga ahora en Turín cerca de 10.000 hospitalizados, constituye el retrato más vivo del Santo y el reflejo más genuin de su espíritu.

 Nacido en Bra —Piamonte— el 4 de mayo de 1786, desde su infancia da claras muestras de su vocación. Efectivamente, un día es sorprendido mientras mide una de las habitaciones de su casa. Interrogado sobre lo que hacía, responde que quiere saber cuántas camas cabrían en aquella habitación para acoger enfermos pobres.

 Comenzados los estudios, éstos le resultan difíciles. Se encomienda a Santo Tomás de Aquino, quien le obtiene inteligencia y memoria. (Luego dará el nombre de "Tomasinos" a los aspirantes al sacerdocio de la "Piccola Casa".)

 De este modo puede terminar todos sus estudios. Y no sólo llegará al sacerdocio el 8 de junio de 1811, sino que incluso logrará —14 de mayo de 1816— el doctorado en teología. En 1818 es elegido canónigo de la colegiata del Corpus Domini, de Turín, y en 1827, en una situación dolorosa pero providencial, da inicio a su obra: recoger toda clase de abandonados que no encuentren asilo en otra parte.

 La característica preponderante de su santidad y de su obra es la confianza absoluta en la Divina Providencia. "Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura." En éste, como en otros puntos, San José Benito Cottolengo tomó el Evangelio al pie de la letra y lo sometió a la prueba de los hechos. Y éstos le dieron abundantemente la razón.

 Su fe era sencillamente maravillosa. ¿Acaso no estaba escrito en el Evangelio: Amen dico vobis, quia quicumque dixerit huie monti: Tollere et mittere in mare, et non haesitaverit in corde stio sed crediderit quia quodcumque dixerit fiat, fiet eí? (Mc. 11,23).

 Fue tan grande su ejercicio de fe que la convirtió en una certeza absoluta, indiscutible, superior a cualquier otra certeza humana. Solía decir: "Creo más en la Divina Providencia que en la existencia de la ciudad de Turín". Consiguientemente, no hay que maravillarse si una fe de tal calibre obtuvo resultados milagrosos. El padre Fontana, oratoriano, solía decir: "Se encuentra más fe en el canónigo Cottolengo que en toda Turín".

 El pensaba en los lirios del campo, en los pájaros del aire y quizás —aunque no hubiese existido de por medio la promesa del Salvador— habría encontrado por sí mismo la ejemplar conclusión de que el Padre celestial debía pensar y proveer a sus criaturas, creadas a su imagen y semejanza. Y si pensaba proveer a todas, tanto mayor debía ser su interés hacia las más desgraciadas, que, por serlo, muchas veces no pueden proveer a sí mismas.

 De ahí provenía esa su certeza absoluta, esa su postura habitual, que, si no hubiera sido estado de fe, hubiera podido interpretarse como un tentar a Dios.

 Faltaba lo necesario, y él pensaba en dilatar su obra lo más posible. "De todos modos —decía—, a la Providencia le da lo mismo mantener a 500 que a 5.000." "La "Piccola Casa" es una pirámide al revés que se apoya sobre un único punto: la Providencia de Dios." Y en verdad que su modo de proceder era completamente al revés del modo de obrar según la prudencia humana. Cuando les faltaba algo necesario en seguida enviaba a buscar si había alguna cama vacía, y, encontrándola, la señalaba como la causa de que el Señor no les enviara todo lo necesario. "¿Vivimos entre angustias y estrecheces? Demos lo que nos queda para dar vía libre a una mayor Providencia: sí no hay camas, aceptaremos enfermos; si no hay pan ni vino, aceptaremos más pobres."

 Es lógico pensar que, debiendo él mantener un número tan grande de hospitalizados, estuviese preocupado todo el día por ese vital y fundamental problema. Pero no era así. Su fe vivísima le hacía vivir despegado de todo lo terreno; como un peregrino ocupado sólo en las cosas del espíritu. No daba ninguna importancia a las cosas temporales; es más: sólo pensaba en ellas cuando debía tomar alguna determinación sobre las mismas.

 Todo ello era la consecuencia natural de su fe ciega en la Divina Providencia y de la doctrina que él profesaba y enseñaba a este respecto. "Estad seguros de que la Divina Providencia no falta nunca; faltarán las familias, los hombres, pero la Providencia no nos faltará. Esto es de fe. Por tanto, si alguna vez faltare algo, ello no puede ser debido sino a nuestra falta de confianza." "Es necesario confiar siempre en Dios; y, si Dios responde con su Divina Providencia a la confianza ordinaria, proveerá extraordinariamente a quien extraordinariamente confíe." ¡He aquí el secreto de los milagros de José Benito Cottolengo!

 ¿Por qué os angustiáis por el mañana? Si pensáis en el mañana, la Providencia no pensará en ello porque ya habéis pensado vosotros. No estropeéis, por tanto, su obra y dejadle hacer." "Si en casa hay poco, dad lo poco que tengamos; porque si la Divina Providencia nos ha de enviar, es necesario que la casa esté vacía; de lo contrario, ¿dónde meteremos todo lo que nos mandará?" Esta se llama lógica sobrenatural, incomprensible para los prudentes según el mundo. A éstos decía José Benito Cottolengo: "¡Qué gran injusticia haríais a la Divina Providencia si dudaseis de Ella un solo momento y si —lo que Dios no permita— os quejaseis de Ella!"

 Y a los suyos: "Vosotros os maravilláis y andáis diciendo: ¡Oh! ¡Oh!... Yo os digo que eso no es nada: es sólo el principio, y tenemos que extendernos por todas partes porque la Divina Providencia lo quiere y quienes vivan lo verán. No me preocupa tanto la falta de medios cuanto el temor de que ésta provenga quizá de alguna ofensa hecha al Señor".

 Era, pues, éste el temor y la cruz de San José Benito Cottolengo: temía que viniera a menos la fe en la Providencia, la esperanza y la certeza de su intervención... y que por ello se volvieran estériles las fuentes de la gracia.

 Acostumbraba repetir: "Quedad tranquilos y no tengáis miedo; todos nosotros somos hijos de un Buen Padre que piensa más en nosotros que nosotros en ÉI... Sólo debemos procurar estar bien con Dios, no tener pecados en el alma y amarle, y luego ningún temor: Dios nos está mirando y es imposible que nos olvide. Tanto mayor es el número de los que entran en la "Piccola Casa" y tanto mayor es la cantidad de pan que nos llueve del cielo: un pan al día para cada uno. Y es la Divina Providencia la que se divierte enviando pan sobre pan... Cuanto entra para los pobres debe gastarse en su manutención; si conservamos el oro o la plata la Providencia no nos los mandará más, porque sabe que ya los tenemos". "Entre la Divina Providencia y nosotros efectuamos dos trabajos diversos: Ella envía la comida, el vestido, la ropa y el dinero; y nosotros lo gastamos alegremente en favor de los pobres sin pensar en el día de mañana o de pasado mañana.

 Las características básicas, pues, de este abandono son:

 1.- No llevar cuenta de lo que se hace: "No anotéis lo que la Divina Providencia nos envía; y no queráis saber el número de los enfermos; cometeríais una indelicadeza con la Divina Providencia. Ella es más práctica que nosotros en la teneduría de libros y no nos necesita. No nos mezclemos, por tanto, en sus asuntos".

 2.- El no querer que se rece por un motivo determinado, explícito: ni por la salud, ni por las necesidades de la "Piccola Casa", ni por otro fin determinado que no sea el de "agradar al Señor". "El espíritu de la Piccola Casa" es el de rezar siempre para que en todo momento y en cada cosa sea hecha la santa voluntad de Dios... Posiblemente, cuando se rece, pedid al Señor que se cumpla siempre su voluntad. Y, si bien nos está permitido pedir un bien temporal determinado, sin embargo, en cuanto a mí se refiere, temería faltar si pidiese en tal sentido."

 “En la "Piccola Casa" no se debe rezar nunca por el pan material. Nuestro Señor nos ha enseñado a buscar, primero, el reino de Dios; que todo lo demás ya se nos dará por añadidura. Y nosotros debemos rezar así."

 Quizá se halla raramente, en la historia de la santidad, un abandono en Dios tan completo como el de San José Benito Cottolengo; él se sentía verdaderamente un puro instrumento, un peón de albañil que no tiene ni puede tener las preocupaciones y responsabilidad de toda la construcción, la cual depende, evidentemente, del arquitecto.

 Yo soy un peón de albañil —decía—, y nada más que un peón de albañil; el Arquitecto planea magníficamente sin necesidad de mí; por eso, cuando yo salgo, es Él quien piensa en lo que se debe hacer."

 Y no se oyó nunca decir que la Divina Providencia haya hecho quiebra.

 Y la Divina Providencia ha sido fiel a su cometido y nunca ha faltado el pan a esa inmensa familia que vive sólo de la pública caridad. En ella han encontrado acogida toda clase de desgraciados. Y ello porque en esta inmensa ciudad del dolor y de la serenidad resuena perpetuo el Deo gratias, perfumado por una perenne adoración eucarística.

 Los milagros se suceden sin tregua y toda la atmósfera está impregnada de fe y oración.

 El "Cottolengo" o "Piccola Casa" es como Lourdes, si bien en forma diversa, uno de los faros más potentes de irradiación de lo sobrenatural en un mundo tan natural...

miércoles, 29 de abril de 2015

¿Qué pide el papa Francisco para el Año Santo de la Misericordia?

¿Qué pide el papa Francisco para el Año Santo de la Misericordia?

Propone vivir las 14 obras de misericordia

El tema de la Misericordia es un punto central del pontificado del papa Francisco, el cual pasará a ser llamado el Papa que impulsó la Misericordia, o el Papa de la Misericordia.

En su bula de convocatoria del Año Santo o Jubilar de la Misericordia, titulada “Misericordiae Vultus” (El rostro de la Misericordia), Francisco vuelve a pescar en la praxis de la vida cristiana y cita en concreto a las Obras de Misericordia, tanto corporales como espirituales (n. 15) y dice sin embudos: “Es mi vivo deseo que el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo –convocado entre el 8 de diciembre próximo y el 20 de noviembre del año 2016—sobre las obras de misericordia corporales y espirituales. Será un modo de despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza (…) pues los pobres son “los privilegiados de la misericordia divina”.

El papa narra después la escena del Juicio Final contenida en el Evangelio de Mateo (Mt, 25, 31-46), donde aparece con toda claridad que solo se salvarán los que han sido misericordiosos y se condenarán los que no han obrado la misericordia, separándolos unos a la derecha y otros a la izquierda. Lo que habéis hecho a uno de mis pequeños “a Mí me lo habéis hecho”. Irán, pues al infierno, los que no obraron misericordia con los pobres y enfermos, los necesitados de comprensión y compasión, los que viven solos, los que no tienen que comer ni vestir, los inmigrantes, los muertos.

Son 14 las obras de misericordia: siete corporales y siete espirituales, dice el Papa como decían los antiguos catecismos. Las corporales son, dice Francisco: “dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, vestir al desnudo, acoger al forastero (cfr. al inmigrante), asistir a los enfermos, visitar a los presos, enterrar a los muertos”. Y “no olvidemos las espirituales”, dice el papa: “dar consejo al que lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, consolar al triste, perdonar las ofensas, soportar con paciencia a las personas molestas (cfr. asistir a los ancianos y a los enfermos especiales), rogar a Dios por los vivos y los difuntos”.

He ahí todo un panorama de vida. Y el papa ha dicho también: tan importante es el hacer como el ser, es decir “no basta con hacer obras de misericordia, sino que hay que ser misericordiosos con los demás” y cita a san Juan de la Cruz: “en el ocaso de nuestras vidas, seremos juzgados en el amor” (Palabras de luz y amor, 57).

Algunos podrán decir que no hay “cautivos”, y sin embargo hay niños, hombres y mujeres esclavos en sus trabajos, en sus países, y esclavos de las drogas, del sexo, de las pasiones incontroladas. Hay niños y viejos abandonados. Niños en el seno de madres que no los dejarán nacer. Hay personas tristes que viven deprimidas sin que nadie las consuele.

El Jubileo de la Misericordia será un año de muchas gracias divinas, que el Señor esparcirá por todos los hombres, ya sean estos creyentes o no creyentes. Será un año que va a golpear duro contra el individualismo y el egocentrismo tan de moda en la sociedad actual. Será un año para que las mujeres y los hombres salgan de su ensimismamiento (de pensar en sí mismos) y volverse hacia los demás usando la misericordia, el perdón, la comprensión, la ternura. Porque en realidad, como dice una de las Bienaventuranzas que Jesús predicó en el Sermón de la Montaña: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos obtendrán misericordia” (Mt, 5, 7).

Porque ¿cómo podremos alcanzar la misericordia de Dios si no somos nosotros misericordiosos con los demás hombres (niños, mujeres, hombres, ancianos)?

El año jubilar será un año de muchas gracias. Lo ha dicho el Papa. Lo que no dice, pero lo piensa, es que ojalá sirva no solo para los creyentes, sino también para remover los corazones de quienes asesinan por odio a la fe, de los terroristas, de los traficantes de droga, de los pederastas, de los corruptos y corruptores, entre otros grandes pecados enumerados por el papa Francisco de la época actual. Al efecto, en este Año Jubilar será una llamada de todos a una confesión profunda, y hasta se habilitarán confesores extraordinarios para perdón los grandes pecados que son reservados al Papa.

Santo Evangelio 29 de Abril de 2015

Día litúrgico: Miércoles IV de Pascua

Santoral 29 de abril: Santa Catalina de Siena, virgen y doctora de la Iglesia

Texto del Evangelio (Jn 12,44-50): En aquel tiempo, Jesús gritó y dijo: «El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado; y el que me ve a mí, ve a aquel que me ha enviado. Yo, la luz, he venido al mundo para que todo el que crea en mí no siga en las tinieblas. Si alguno oye mis palabras y no las guarda, yo no le juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo. El que me rechaza y no recibe mis palabras, ya tiene quien le juzgue: la Palabra que yo he hablado, ésa le juzgará el último día; porque yo no he hablado por mi cuenta, sino que el Padre que me ha enviado me ha mandado lo que tengo que decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna. Por eso, lo que yo hablo lo hablo como el Padre me lo ha dicho a mí».


Comentario: P. Julio César RAMOS González SDB (Mendoza, Argentina)
El que cree en mí, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado

Hoy, Jesús grita; grita como quien dice palabras que deben ser escuchadas claramente por todos. Su grito sintetiza su misión salvadora, pues ha venido para «salvar al mundo» (Jn 12,47), pero no por sí mismo sino en nombre del «Padre que me ha enviado y me ha mandado lo que tengo que decir y hablar» (Jn 12,49). 

Todavía no hace un mes que celebrábamos el Triduo Pascual: ¡cuán presente estuvo el Padre en la hora extrema, la hora de la Cruz! Como ha escrito Juan Pablo II, «Jesús, abrumado por la previsión de la prueba que le espera, solo ante Dios, lo invoca con su habitual y tierna expresión de confianza: ‘Abbá, Padre’». En las siguientes horas, se hace patente el estrecho diálogo del Hijo con el Padre: «Padre, perdónales porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34); «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46).

La importancia de esta obra del Padre y de su enviado, se merece la respuesta personal de quien escucha. Esta respuesta es el creer, es decir, la fe (cf. Jn 12,44); fe que nos da —por el mismo Jesús— la luz para no seguir en tinieblas. Por el contrario, el que rechaza todos estos dones y manifestaciones, y no guarda esas palabras «ya tiene quien le juzgue: la Palabra» (Jn 12,48).

Aceptar a Jesús, entonces, es creer, ver, escuchar al Padre, significa no estar en tinieblas, obedecer el mandato de vida eterna. Bien nos viene la amonestación de san Juan de la Cruz: «[El Padre] todo nos lo habló junto y de una vez por esta sola Palabra (...). Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo sería una necedad, sino que haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, evitando querer otra alguna cosa o novedad».

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Santa Catalina de Siena, 29 de Abril

Santa Catalina de Siena

(†  1380)

29 de abril

Fue el día de la Anunciación de la Virgen y Domingo de Ramos de 1347. La Iglesia y Siena, con cánticos y ramos de olivo, daban la bienvenida a la niña Catalina, que veía la luz de este mundo en una casa de la calle de los Tintoreros, en el barrio de Fontebranda.

 A Catalina y a su hermana gemela Giovanna les habían precedido ya otros veintidós hermanos y les siguió otro, en el hogar cristiano y sencillo de Giacomo Benincasa y Lapa de Puccio del Piangenti.

 Del padre, tintorero de pieles, parece haber heredado Catalina la bondad de corazón, la caridad, la dulzura inagotable, y de la madre, mujer laboriosa y enérgica, la firmeza y la decisión.

 Catalina, niña, era alegre, bulliciosa, vivaracha; su encanto la hacía un poco el centro del cariño del amplio círculo familiar y de las amistades. A sus cinco o seis años tuvo su primera experiencia de lo sobrenatural —una visión en el valle Piatta— que marcó una huella definitiva en su vida y la dejó orientada hacia Dios. "A partir de esta hora pareció dejar de ser niña", cuenta uno de sus biógrafos. Comprendió la vida de los que se habían entregado a la santidad y sintió nacer en sí unos irresistibles deseos de imitarlos.

 Se volvió más reservada, más juiciosa; buscaba más la soledad para tratar a solas con Dios. Ante un altar de la Virgen tomó la resolución de no querer nunca por esposo a nadie más que a Jesucristo. Pero no tendría que esperar a que llegara la madurez de su juventud para poder medir el valor y el sentido de su consagración a Dios.

 Entonces, y en Italia, a los doce años, una joven tenia que empezar a preocuparse de su porvenir, y, en consecuencia, de su arreglo personal y buen parecer para agradar a los hombres. Lapa había ya casado a dos de sus hijas y pensaba que buscar el matrimonio era, al fin, como para ella había sido, la misión de toda mujer.

 Hasta los quince años de Catalina duró la obstinada presión familiar. Jamás desistió ella de su primer deseo de virginidad, pero tuvo, ciertamente, una crisis en su fervor. Su vida espiritual aflojó al dejar penetrar en su alma, con una vanidad muy femenina, el deseo de complacer a las criaturas (su madre y sus hermanas) más que a Dios. La hermana Buenaventura, con más éxito que los demás, la había inducido a preocuparse de los vestidos, a teñirse el cabello, a realzar su belleza natural con el maquillaje de aquellos tiempos, casi tan completo y complejo como el de los actuales. Pero esta hermana murió en un parto en el mes de agosto de 1362. Las lágrimas abundantes de Catalina no fueron solamente por la pérdida de su hermana predilecta. La vela mortecina junto a aquel cadáver hizo penetrar una luz nueva en su alma. Ella la llamaba siempre su conversión, su vuelta a Dios, su retorno a la entrega sin reservas ni resortes de ninguna clase.

 La lucha familiar se exaspera en torno de Catalina, hasta convertirse en una especie de persecución tenaz que la reduce a la condición de una sirvienta y la encierra en un aislamiento que ella aprovecha para entrar en la "celda interior" del conocimiento de sí misma y del trato habitual con Dios, que ya no abandonará de por vida. Aumenta de modo casi inconcebible sus maceraciones, su ayuno, su constante vigilia, hasta agotar la exuberancia y las fuerzas corporales de que hasta entonces había gozado.

 Excepcionalmente, dados sus diecisiete años, es admitida entre las hermanas de la Penitencia de Santo Domingo, especie de terciarias dominicas, llamadas mantellate por el manto negro que llevaban sobre el hábito blanco ceñido por una correa. Sin abandonar el ambiente familiar, vivían con unas reglas propias bajo la dirección de una superiora y de un director, religioso dominico, y desarrollaban una extraordinaria actividad espiritual y benéfica. Eran las almas consagradas a los enfermos y a los pobres.

 Sus primeros años de mantellata se caracterizan por una intensísima vida espiritual, con sus luchas que la purifican y elevan, por su caridad inexhausta e incansable mortificación interior y exterior, por una parte, y, por otra, por las elevadas y delicadísimas gracias místicas con que Dios la regala frecuentísimamente. Son casi cuatro años de vida solitaria entre combates furiosos y tentaciones sutiles, y el trato personal de inefable dulzura con Jesucristo, la Santísima Virgen, los santos.

 El recogimiento, arrobado a veces, con que oraba, el llanto incontenible, a pesar de las prohibiciones del confesor, al acercarse a comulgar, lo que empezaba a oírse de sus mortificaciones, agitó inevitablemente la marea del ambiente de una ciudad religiosa, con sus capillitas y sus bandos, como la Siena del 1300: celos de mujeres devotas, escepticismo de frailes y sacerdotes, los doctos que opinan de la ignorancia un tanto atrevida, según ellos, de la hija del tintorero Benincasa, los corrillos de vecinas en el barrio, en el típico lavadero de Fontebranda, los rumores que llegan a los salones elegantes y a las tertulias acomodadas...

 Y por la calleja pendiente que lleva a Fontebranda se ve descender una dama noble, un grave eclesiástico, un campanudo maestro en teología, el mozo despreocupado y libre hacia la tintorería para hablar con Catalina, que contaba apenas unos veinte años. Tomás de la Fuente, entonces su confesor, la había autorizado para ello. Su vibrante angustia materna por las almas la obligaba a darse siempre que se la pudiese necesitar. Son los albores de una fecunda maternidad espiritual, que no iba a limitarse a los senos misteriosos de la intimidad del Cuerpo Místico; son los primeros contactos de una nueva gran familia que nace.

 Iba a empezar para esta criatura enferma y frágil el portento de una actividad múltiple de apostolado, de acción política y diplomática en favor de la Iglesia. Dios la iba preparando para esta misión con sus gracias y sus pruebas. Le hacía ahondar incesantemente en la consideración de la propia "nada" frente al "Ser" de Dios, base de toda su vida espiritual. La admirable vida activa que llevaría a cabo por voluntad de Dios hasta el día de su muerte necesitaba una no menos admirable intensidad de vida interior. Pero en Catalina la actividad y el recogimiento jamás entraron en colisión ni se desarrollaron en doloroso contrapunto, como en la mayor parte de las almas. Eran dos modos externamente distintos, internamente idénticos, de amor a Dios, de darse a Dios, de vivir su entrega de modo eficaz y práctico.

 En el umbral de su vida pública de apostolado y de acción pacificadora entre las potencias terrenas se verifica su místico desposorio con Jesús, del que, como testimonio perenne, guardará en su dedo, hasta la muerte, una alianza imperceptible a todos los demás.

 En mayo de 1374 se reunía en Florencia, en la capilla llamada "de los españoles", el Capítulo general de la Orden de Predicadores. Por la responsabilidad que a la Orden podía caberle, tratándose de una terciaria, el Capítulo asumió la tarea del examen del espíritu de Catalina Benincasa. Lo aprobó y le señaló como confesor y director al hombre sabio, prudente, fervoroso que era Raimundo de Capua. Por Raimundo de Capua, elegido al poco de morir Catalina maestro general de la Orden, conocemos, con riquísima abundancia de detalles, la vida, las virtudes, las gracias místicas y las actividades de la que fue su hija y maestra al mismo tiempo.

 La terrible peste negra que ha pasado a la historia como la gran mortandad y en la que pereció más de la tercera parte de la ciudad de Siena, ofreció a Catalina y a Raimundo de Capua y demás "caterinatos", a su retorno de Florencia, una nueva oportunidad para el heroísmo en su amor al prójimo.

 Luego las ciudades de Pisa, donde —entre otros prodigios-- recibió los estigmas invisibles de la Pasión; Lucca, cuya alianza con Florencia en la lucha contra el Papa trató de impedir a toda costa, y de nuevo Pisa y Siena fueron el escenario del vivir virtuoso y del apostolado de la Santa.

 Movida por su implacable anhelo de servicio de la Iglesia y rogada por la ciudad de Florencia, que se hallaba castigada con la pena del entredicho por su rebeldía contra el Papa, Catalina emprende en la primavera de 1376 su viaje a la corte pontificia de Aviñón. Estaba íntimamente convencida de que la presencia del Romano Pontífice en su Sede de Roma tenía que contribuir grandemente a la reforma de las costumbres, a la sazón muy relajadas en los fieles, en los religiosos y en el clero alto y bajo, y a la pacificación del hervidero de luchas enconadas de las pequeñas repúblicas que formaban el mosaico político de Italia entre sí y de buena parte de ellas con el poder temporal de la Santa Sede.

 Con la humilde y sumisa intrepidez con que antes y en otras ocasiones había dirigido sus cartas al sucesor de Pedro, le habló personalmente en esta ocasión. Aquella terciaria de veintinueve años no tenía más razones que las razones de Dios, Gregorio XI, de carácter débil y fluctuante, decidió, por fin, abandonar Aviñón y volver a Roma el 13 de septiembre de aquel mismo año.

 Al año siguiente una misión de paz lleva a Catalina al castillo de Roca de Tentennano, en la Val D'orcia. La acompañan algunos frailes, entre ellos su director fray Raimundo de Capua, algunos discípulos y mantellate. Apacigua los miembros de las familias de los señores del Valle y su estancia allí se convierte en una singular y fecundísima misión pública.

 Mientras tanto, la situación política de Florencia se había ido agravando desde los últimos meses. Los florentinos exasperados se habían rebelado contra el entredicho pontificio y habían celebrado insolentemente solemnidades religiosas en la plaza de la Señoría. El Papa manda a Catalina a Florencia. En una de las sublevaciones populares la Santa se ve amenazada de muerte. En medio de las negociaciones, Gregorio XI es sucedido por Urbano VI, al que la Santa escribe cartas que son un puro clamor de angustia, una súplica instante. Llega, por fin, la paz entre la ciudad de Florencia y la Santa Sede, pero poco después empieza a verificarse uno de los más amargos vaticinios de Catalina: el cisma de Occidente, con su antipapa, cisma al que abrieron las puertas, más que el carácter áspero y duro de Urbano VI, la ambición de unos gobiernos y la relajación y poco espíritu de los cardenales de la Corte pontificia.

 De retorno a Siena, sumida el alma en la amargura indecible de los males que agobian a la Santa Iglesia, Catalina se engolfa en la contemplación de la Misericordia y de la Providencia y vuelca su alma de fuego, toda la luminosa experiencia del conocimiento de Dios y de sí misma, todo el ardor de su anhelo por el bien de la Santa Iglesia, en las páginas de este libro incomparable, que la contiene y resume a toda ella, que es el Diálogo de la Divina Providencia.

 Las páginas vivas, palpitantes, del Diálogo contienen el grito inenarrable que compendia toda la existencia y la misión de Catalina, dirigido a Dios: "Por tu gloria, Señor, salva al mundo". Santa Catalina escribió en él no lo que sabia, sino lo que vivía, lo que era, recogiendo una serie de experiencias místicas que se habrían perdido definitivamente para nosotros si, de modo providencial, no hubieran encontrado el eco cálido en las páginas del Diálogo. Con la misma fuerza captamos en ellas la respuesta divina en una promesa de misericordia sobre el hombre y la Santa Iglesia y en la enseñanza de los caminos por los que el hombre hallará su salvación.

 En octubre de 1378 había terminado el dictado del mismo a tres de sus discípulos, que la servían también de secretarios para su abundante correspondencia. Hasta nosotros han llegado casi 400 cartas, vivo retrato de su alma excepcional, eco apasionado en su mayor parte, de sus objetivos: la reforma y la cruzada para la reconquista de los Santos Lugares,

 El Papa la quiere, en estas horas luctuosas, junto a sí, en Roma. En la Ciudad Eterna lleva a cabo una ardiente campaña en favor del verdadero papa Urbano VI. Habla en Consistorio a los cardenales, sigue escribiendo cartas a las personas de mayor influencia, llama junto a sí a las más relevantes personalidades, por su santidad, que había en Italia. Su visión es clara, irreductible: los males de la Iglesia no tienen más remedio que una inundación de santidad en los miembros de la jerarquía y en el pueblo fiel. No por esto deja de estar presente y de trabajar infatigable entre los partidarios de uno y de otro Papa.

 En los primeros meses del año 1380 —último de su existencia terrena— la vida de Catalina parece una pequeña llama inquieta que apenas puede ser ya contenida por la fragilidad del cuerpo que se desmorona. Pero mientras viva será un holocausto por la Santa Iglesia. Ella misma había escrito antes: "Si muero, sabed que muero de pasión por la Iglesia". "Cerca de las nueve —dice en una emocionante carta a su director—, cuando salgo de oír misa, veríais andar una muerta camino de San Pedro y entrar de nuevo a trabajar en la nave de la Santa Iglesia. Allí me estoy hasta cerca de la hora de vísperas. No quisiera moverme de allí ni de día ni de noche, hasta ver a este pueblo sumiso y afianzado en la obediencia de su Padre, el Papa". Allí, arrodillada, en un éxtasis de sufrimiento interior y de súplica, se siente aplastada por el peso de la navicella, la nave de la Iglesia, que Dios le hace sentir gravitar sobre sus hombros frágiles de pobre mujer. "Catalina —escribía otro de sus discípulos— era como una mansa mula que sin resistencia llevaba el peso de los pecados de la Iglesia, como en su juventud había llevado desde la puerta de la casa hasta el granero los pesados sacos de trigo."

 Cerca de la iglesia y del convento de los padres dominicos de Santa María de la Minerva, en la Vía di Papa, tenía durante su estancia en Roma su humilde habitación. Dicta sus últimas cartas-testamento, desbordantes de ternura y de firmeza, con su habitual visión sobrenatural de todas las cosas. Interrumpe reiteradamente su dictado, con un suspiro hondo: "Pequé, Señor; compadécete de mí", o con el grito anhelante de amor a Jesucristo crucificado que había consumido toda su existencia: "Sangre, sangre".

 Rodeada de muchos de sus discípulos y seguidores, consumida hasta el agotamiento y el dolor por la enfermedad, ofrendaba el supremo holocausto de una vida consagrada íntegramente a Dios y a la Santa Iglesia. Con las palabras de Jesús: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu", radiante su cara de luz inusitada, inclinó suavemente la cabeza y entregó su alma a Dios, en la plenitud del estallido de la primavera romana. Era el 29 de abril, domingo antes de la Ascensión del Señor del año 1380.

 La Santa Madre Iglesia, con el sello de su autoridad, avaló el prodigio de santidad de la humilde hija del tintorero de Siena, por boca de su vicario Pío II, al canonizarla solemnemente en la festividad de San Pedro y San Pablo del año 1461.

 ANGEL MORTA FIGULS

martes, 28 de abril de 2015

¡Aleluya! significa... alegría


¡Aleluya! significa... alegría

¿Cuántos de esos cristianos que dicen aleluya, viven interiormente una vida verdaderamente alegre y feliz? 

Autor: P. Mariano de Blas | Fuente: Catholic.net
Aleluya es una de las palabras que más se repiten en tiempo de Pascua. No es ni siquiera una palabra castellana. ¿Qué significa? Significa alegría, y encierra todo lo que deben de vivir los cristianos en ese período después de la Semana Santa.

Todo debe ser alegría, debe ser un aleluya permanente. Ahora, conviene preguntarnos: ¿Cuántos de esos cristianos que dicen aleluya, viven interiormente una vida verdaderamente alegre y feliz? ¿Cuántos de veras han resucitado? Porque resucitar significa tener certezas. Haber arrancado las dudas de la vida. Haber convertido los problemas en soluciones. Significa resucitar también, el tener una honda, profunda felicidad.

¿Cuántos de veras son felices? ¿Cuántos tienen rostro y alma y vida de felicidad, de resucitados?

Resucitar significa salir del sepulcro de la tristeza, del pecado, del pesimismo, del desaliento.

Muchos aleluyas por el aire. Muchos aleluyas en las iglesias. ¿Cuánto aleluya, cuánta felicidad, cuánta resurrección hay de verdad en los corazones de los hombres?

La religión católica produce cientos de aburridos que no la toman en serio, y miles de felices que la viven en plenitud..

Preguntas o comentarios al autor  P. Mariano de Blas LC

Santo Evangelio 28 de Abril de 2015

Día litúrgico: Martes IV de Pascua


Texto del Evangelio (Jn 10,22-30): Se celebró por entonces en Jerusalén la fiesta de la Dedicación. Era invierno. Jesús se paseaba por el Templo, en el pórtico de Salomón. Le rodearon los judíos, y le decían: «¿Hasta cuándo vas a tenernos en vilo? Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente». Jesús les respondió: «Ya os lo he dicho, pero no me creéis. Las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí; pero vosotros no creéis porque no sois de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz; yo las conozco y ellas me siguen. Yo les doy vida eterna y no perecerán jamás, y nadie las arrebatará de mi mano. El Padre, que me las ha dado, es más grande que todos, y nadie puede arrebatar nada de la mano del Padre. Yo y el Padre somos uno».


Comentario: Rev. D. Miquel MASATS i Roca (Girona, España)
Yo y el Padre somos uno

Hoy vemos a Jesús que se «paseaba por el Templo, en el pórtico de Salomón» (Jn 10,23), durante la fiesta de la Dedicación en Jerusalén. Entonces, los judíos le piden: «Si tú eres el Cristo, dínoslo abiertamente», y Jesús les contesta: «Ya os lo he dicho, pero no me creéis» (Jn 10,24.25).

Sólo la fe capacita al hombre para reconocer a Jesucristo como el Hijo de Dios. Juan Pablo II hablaba en el año 2000, en el encuentro con los jóvenes en Tor Vergata, del “laboratorio de la fe”. Para la pregunta «¿Quién dicen las gentes que soy yo?» (Lc 9,18) hay muchas respuestas... Pero, Jesús pasa después al plano personal: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Para contestar correctamente a esta pregunta es necesaria la “revelación del Padre”. Para responder como Pedro —«Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16,16)— hace falta la gracia de Dios.

Pero, aunque Dios quiere que todo el mundo crea y se salve, sólo los hombres humildes están capacitados para acoger este don. «Con los humildes está la sabiduría», se lee en el libro de los Proverbios (11,2). La verdadera sabiduría del hombre consiste en fiarse de Dios. 

Santo Tomás de Aquino comenta este pasaje del Evangelio diciendo: «Puedo ver gracias a la luz del sol, pero si cierro los ojos, no veo; pero esto no es por culpa del sol, sino por culpa mía».

Jesús les dice que si no creen, al menos crean por las obras que hace, que manifiestan el poder de Dios: «Las obras que hago en nombre de mi Padre son las que dan testimonio de mí» (Jn 10,25).

Jesús conoce a sus ovejas y sus ovejas escuchan su voz. La fe lleva al trato con Jesús en la oración. ¿Qué es la oración, sino el trato con Jesucristo, que sabemos que nos ama y nos lleva al Padre? El resultado y premio de esta intimidad con Jesús en esta vida, es la vida eterna, como hemos leído en el Evangelio.

San Luis María Grignon de Fontfort, 28 de Abril

SAN LUIS MARIA GRIGNON DE MONTFORT
28 de abril
 († 1716)

Es el apóstol por excelencia de la Santa Esclavitud de María, o de la Perfecta Consagración a la Santísima Virgen, según la fórmula por él popularizada: "Por María, con María, en María, para María".

 Nació el 31 de enero de 1673 en Montfort (Bretaña francesa), no lejos de la ciudad de Rennes. Fueron sus padres Juan Bautista Grignon y Juana Robert de la Biceule. Bautizado con el nombre de Luis el 1 de febrero en la iglesia parroquial de San Juan, hizo su primera comunión en el vecino pueblo de Iffendic. El nombre de "María" le tomó en la confirmación.

 Ocho años de estudios, hasta el primero de teología inclusive, en el colegio de los padres jesuitas de Rennes (1685-1693), donde fue congregante mariano y trabó amistad con sus compañeros Juan Bautista Blain y Claudio Poullart des Places; y otros ocho en París (1693-1700) completando los estudios de teología y preparándose para el sacerdocio a la sombra del seminario de San Sulpicio. El 5 de junio de 1700 era ordenado sacerdote, y poco después, en el altar de Nuestra Señora de San Sulpicio, que muchas veces, con cariño filial, había él adornado, decía su primera misa: "como un ángel”, en expresión de su amigo Blain.

 Su gusto hubiera sido consagrarse a la evangelización de los infieles en las misiones extranjeras; pero su director, el señor Leschassier, que lo era de San Sulpicio, tenía otros planes. Los jansenistas de Nantes monopolizaban por entonces la enseñanza en aquella ciudad. Dueños de la Universidad, habían logrado, además, eliminar del Seminario Mayor a los sacerdotes de San Sulpicio. Para contrarrestar su influjo en el clero, un santo sacerdote, Rene Léveque, de la diócesis de Nantes, en unión con uno de los arcedianos de la misma, el señor Jonchéres, había fundado una asociación de celosos sacerdotes, que formaron la Comunidad de San Clemente, así llamada de la parroquia a que fueron adscritos. El señor Jonchéres se encargó del Seminario y el señor Lévéque de la Comunidad. Como auxiliar de este último, ya anciano, era enviado a Nantes Montfort. La estancia iba a ser para él durísima. En el Seminario, se había infiltrado el espíritu jansenista en la persona del profesor Lanoë-Menard, y, obligada a oír sus conferencias, se había contagiado también la Comunidad de San Clemente. Muy pronto se dio cuenta Montfort de aquel ambiente, irrespirable para un fervoroso hijo de la Iglesia romana.

 Providencialmente Dios le sacó pronto de aquella casa, encaminándole a Poitiers, donde le esperaban no ligeras cruces, pero donde encontraría a la que años adelante, bajo su dirección, sería la fundadora de las Hijas de la Sabiduría, María Luisa Trichet, hija del primer magistrado de aquella ciudad. Nombrado capellán del hospital de Poitiers, por tres veces Fue despedido malamente de él. En una de estas ocasiones se trasladó a París. Destrozado del viaje, hecho como siempre a pie, se acogió al hospital de La Salpêtriére, en el cual, escribía él, se encontró con 5.000 pobres enfermos. Apenas repuesto un poco, había comenzado a ejercitar allí el oficio de enfermero con la misma heroica abnegación que en Poitiers, cuando un día, al sentarse a la mesa, encontró bajo su cubierto una esquela en que se le despedía. Y allí quedaba sin asilo y sin pan en medio de la ciudad inmensa. El pan se lo dieron de limosna las benedictinas del Santísimo Sacramento, y, por fin, bajo una escalera en la calle del Pot-de-fer, halló un cuchitril donde cobijarse. En este rincón se cree que escribió su primer libro; El amor de la sabiduría eterna, y en este inmenso desamparo fue donde comenzó a planear la fundación de la Compañía de María, poniéndose al habla con su antiguo condiscípulo Poullart des Places.

 Vocación definitiva de Montfort era la de misionero popular. En el mismo Poitiers dio ya con gran fruto cuatro o cinco misiones; pero, en vista de las dificultades que se le presentaban en aquella y en otras diócesis de Francia, pensó de nuevo en las misiones de ultramar, y con este intento se encaminó a Roma para pedir la bendición del Papa. El 6 de junio de 1706 era recibido en audiencia por Clemente XI, el debelador del renacido jansenismo, que le mandó quedarse en Francia. Para autorizar sus misiones le concedió el título de misionero apostólico.

 En los diez años escasos que le quedan de vida Montfort misionará, primero en medio de grandes contrariedades, en las diócesis de Rennes (1706), de Saint Malo y de Saint Brieuc (1707-1708) y en la de Nantes (1708-1711). Sólo los cinco últimos años (1711-1716) trabajará con alguna tranquilidad en las diócesis de La Rochela y de Lujon, cuyos prelados no se habían doblegado al jansenismo. En estos últimos años, sobre todo, se esforzará por formar sus Congregaciones religiosas.

 Una de las grandes tribulaciones de la primera etapa (1706-1711), tal vez la mayor de toda su vida, fue la demolición ordenada por Luis XIV, siniestramente informado, del grandioso Calvario de Pontchateau, en que, durante quince meses, dirigidos por Montfort, habían trabajado más de 20.000 obreros. Las misiones en las diócesis de La Rochela y de Luon fueron en conjunto triunfales, aunque no sin cruces: "Ninguna cruz: ¡que gran cruz!", solía decir el Santo.

 En las afueras de La Rochela, y en una ermita llamada de San Eloy, fue donde compuso las Reglas de las Hijas de la Sabiduría, y también, según se cree, el tratado de la verdadera devoción. Allí, una vez más, sintió la necesidad de reclutar un escuadrón de sacerdotes que se dedicaran a misionar por los pueblos. Tal vez allí brotó de sus entrañas la llamada justamente oración abrasada.

 Un viaje a París en el verano de 1713 buscando candidatos para la Compañía de María en el seminario fundado por su condiscípulo Poullart, y otro a Rouen, en el de 1714 para invitar a su amigo Blain, canónigo en aquella catedral, a que se le uniera en el proyecto de esta fundación. A la vuelta de este viaje se detuvo unos días en Nantes, en la casa de los "Incurables" por él fundada; y en Rennes, el último día de unos ejercicios hechos en su antiguo colegio, escribió la encendida carta a los amigos de la cruz.

 Vuelto a La Rochela, se ocupó, sobre todo, en organizar las escuelas de caridad, y fue allí donde, llamadas por él, vinieron a encontrarle sus hijas, María Luisa Trichet y Catalina Brunet —otra joven vivaracha de Poitiers—, para ponerse al frente de las escuelas de niñas, que se llamarían Escuelas de la Sabiduría.

 Pero se acercaba el fin de su vida —el había presentido y aun predicho que moriría antes de acabarse aquel año 1716—; y las fundaciones por que tanto había suspirado apenas estaban esbozadas. Había que alcanzar del cielo su desarrollo; y acudió a Nuestra Señora de Ardillers. Postrado a sus plantas se sintió escuchado. Ya podía morir.

 Su última misión fue la de San Lorenzo de Sévre. Pudiera decirse que la muerte le asaltó en el púlpito, predicando el último día por la tarde ante su gran amigo el obispo de La Rochela. El 27 de abril, después de dictar su testamento en el que pedía que su corazón fuera enterrado bajo la tarima del altar de la Santísima Virgen, entregaba su espíritu al Señor. Tenía cuarenta y tres años y tres meses. No menos de 100.000 personas de la comarca acudieron a venerar los restos de su apóstol

 Apenas ha podido entreverse por lo dicho aquí la eficacia extraordinaria de su palabra evangélica. Debíase esta eficacia, desde luego, a la gracia divina, que el Santo alcanzaba muy principalmente por intercesión de la Virgen Santísima. Junto con el crucifijo llevaba él siempre consigo una estatuita de Nuestra Señora, que instalaba en su habitación, en el confesonario, en el púlpito... en todas partes: Era la "Reina de los Corazones". A los ojos del pueblo, su vida penitente, su pobreza en el vestir, su espíritu de oración, su modestia constante, le conciliaban la veneración de todos. Venía sobre esto la predicación sabia y ardiente. Al mismo tiempo Montfort era maestro, en utilizar toda clase de recursos populares. Hasta siete procesiones, nos dice su contemporáneo Grandet, organizaba en cada misión. Especial solemnidad revestía la de la renovación de las promesas del bautismo. Otro elemento capital en todas sus misiones eran los cánticos. Son unos 24.000 los versos compuestos por él, que abarcan todos los temas usuales en las Misiones.

 Nada podemos decir aquí del desarrollo que, por fin, han logrado sus fundaciones religiosas. En cuanto a sus libros, ya se indicó la difusión inmensa que han tenido El secreto de María y la Verdadera devoción. Esos y los demás pueden verse en la edición española de la B. A. C., vol. III (1954), donde se hallará, en la introducción, la bibliografía que puede desearse. El 22 de enero de 1888 el siervo de Dios fue beatificado por León XIII; y el 20 de julio de 1947 canonizado por Pío XII.

 CAMILO Mª. ABAD, S. I.

lunes, 27 de abril de 2015

«Quien entre por mí se salvará»

«Quien entre por mí se salvará»

«En verdad os digo: Yo soy la puerta de las ovejas.» Jesús acaba de abrir la puerta que antes estaba cerrada. Él mismo es esta puerta. Reconozcámosle, entremos, y alegrémonos de haber entrado.

«Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos»...; hay que comprender: «Esos que han venido aparte de mí.» Los profetas llegaron antes de su venida; ¿eran acaso ladrones y bandidos? De ninguna manera, pues ellos no vinieron aparte de Cristo; estaban con él. Él mismo les había enviado como mensajeros, guardando en sus manos el corazón de sus enviados... «Yo soy el camino, la verdad y la vida» dice Jesús (Jn14,6). Si él es la verdad esos que estaban en la verdad, estaban con él. Por el contrario, esos que vinieron aparte de él son unos ladrones y unos bandidos, porque no vinieron más que para saquear y hacer morir. «A esos tales, las ovejas no los han escuchado» dice Jesús...

Pero los justos habían creído que él iba a venir, tal como nosotros creemos que ya ha venido. Los tiempos han cambiado, la fe es la misma... Una misma fe es la que une a los que creyeron que él iba a venir, con los que creen que él ya ha venido. Nosotros vemos que a pesar de ser en épocas diferentes, todos entran por la única puerta de la fe, es decir, por Cristo... Sí, todos esos que en tiempos de Abrahán, de Isaac, de Jacob, o de Moisés o de los demás patriarcas o de los profetas, creyeron que anunciaban a Cristo, esos eran ya de sus ovejas. A través de todos ellos escucharon a Cristo mismo, no una voz extraña, sino su propia voz


San Agustín (354-430), obispo de Hipona (África del Norte), doctor de la Iglesia 
45 Tratado sobre el evangelio de San Juan 

Santo Evangelio 27 de Abril de 2015

Día litúrgico: Lunes IV (B y C) de Pascua

Santoral 27 de Abril: La Virgen de Montserrat, patrona principal de Cataluña

Texto del Evangelio (Jn 10,1-10): En aquel tiempo, Jesús habló así: «En verdad, en verdad os digo: el que no entra por la puerta en el redil de las ovejas, sino que escala por otro lado, ése es un ladrón y un salteador; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A éste le abre el portero, y las ovejas escuchan su voz; y a sus ovejas las llama una por una y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas, va delante de ellas, y las ovejas le siguen, porque conocen su voz. Pero no seguirán a un extraño, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños». Jesús les dijo esta parábola, pero ellos no comprendieron lo que les hablaba. 

Entonces Jesús les dijo de nuevo: «En verdad, en verdad os digo: yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido delante de mí son ladrones y salteadores; pero las ovejas no les escucharon. Yo soy la puerta; si uno entra por mí, estará a salvo; entrará y saldrá y encontrará pasto. El ladrón no viene más que a robar, matar y destruir. Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia».


Comentario: Rev. D. Francesc PERARNAU i Cañellas (Girona, España)
El que entra por la puerta es pastor de las ovejas (...) las ovejas escuchan su voz (...) y las ovejas le siguen, porque conocen su voz

Hoy continuamos considerando una de las imágenes más bellas y más conocidas de la predicación de Jesús: el buen Pastor, sus ovejas y el redil. Todos tenemos en el recuerdo las figuras del buen Pastor que desde pequeños hemos contemplado. Una imagen que era muy querida por los primeros fieles y que forma parte ya del arte sacro cristiano del tiempo de las catacumbas. ¡Cuántas cosas nos evoca aquel pastor joven con la oveja herida sobre sus espaldas! Muchas veces nos hemos visto nosotros mismos representados en aquel pobre animal.

No hace mucho hemos celebrado la fiesta de la Pascua y, una vez más, hemos recordado que Jesús no hablaba en un lenguaje figurado cuando nos decía que el buen pastor da su vida por sus ovejas. Realmente lo hizo: su vida fue la prenda de nuestro rescate, con su vida compró la nuestra; gracias a esta entrega, nosotros hemos sido rescatados: «Yo soy la puerta; si uno entra por mí, estará a salvo» (Jn 10,9). Encontramos aquí la manifestación del gran misterio del amor inefable de Dios que llega hasta estos extremos inimaginables para salvar a cada criatura humana. Jesús lleva hasta el extremo su amor, hasta el punto de dar su vida. Resuenan todavía aquellas palabras del Evangelio de san Juan introduciéndonos en los momentos de la Pasión: «La víspera de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, como hubiera amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13,1).

De entre las palabras de Jesús quisiera sugerir una profundización en éstas: «Yo soy el buen pastor, conozco a las mías y las mías me conocen a mí» (Jn 10,14); más todavía, «las ovejas escuchan su voz (...) y le siguen, porque conocen su voz» (Jn 10,3-4). Es verdad que Jesús nos conoce, pero, ¿podemos decir nosotros que le conocemos suficientemente bien a Él, que le amamos y que correspondemos como es debido?

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Nuestra Señora de Montserrat, 27 Abril

27 de abril

 NUESTRA SEÑORA DE MONTSERRAT


 La montaña de Montserrat, en Cataluña, famosa entre las montañas por su rara configuración, ha sido desde tiempos remotos uno de los lugares escogidos por la Santísima Virgen para manifestar su maternal presencia entre los hombres. Bajo la advocación plurisecular de Santa María de Montserrat, la Madre de Dios y Madre de la Iglesia ha dispensado sus bendiciones sobre los devotos de todo el mundo que a Ella han acudido a través de los siglos. Pero su maternidad se ha dejado sentir más particularmente, desde los pequeños orígenes de la devoción y en todas las épocas de su desarrollo, sobre las tierras presididas por la montaña que levanta su extraordinaria mole en el mismo corazón geográfico de Cataluña. Con razón, pues, la Iglesia, por boca de León XIII, ratificando una realidad afirmada por la historia de numerosas generaciones, proclamó a Nuestra Señora de Montserrat como Patrona de las diócesis catalanas, señalando. asimismo una especial solemnidad litúrgica para honrar a la Santísima Virgen y darle gracias por todos sus beneficios bajo esta su peculiar advocación.

 Aunque la devoción a la Virgen Santísima en Montserrat sea, con toda verosimilitud, bastante más antigua, consta, por lo menos, históricamente que en el siglo IX existía en la montaña una ermita dedicada a Santa María. El padre de la patria Wifredo el Velloso la cede, junto con otras tres ermitas de Montserrat, al monasterio de Santa María de Ripoll. Será un gran prelado de este monasterio, figura señera de la Iglesia de su tiempo, el abad Oliva, quien siglo y medio después, estableciendo una pequeña comunidad monástica junto a la ermita de Santa María, dará a la devoción el impulso que la habrá de llevar a la gran expansión futura.

 El culto a Santa María en Montserrat queda concretado bien pronto en una imagen. La misma que veneramos hoy. La leyenda dice que San Lucas la labró con los instrumentos del taller de San José, teniendo como modelo a la misma Madre de Jesús, y que San Pedro la trasladó a Barcelona. Escondida por los cristianos, ante la invasión de los moros, en una cueva de la montaña de Montserrat, fue milagrosamente hallada en los primeros tiempos de la Reconquista y también maravillosamente dio origen a la iglesia y monasterio que se erigieron para cobijarla. En realidad, Santa María de Montserrat es una hermosa talla románica del siglo XII. Dorada y policromada, se presenta sentada sobre un pequeño trono en actitud hierática de realeza, teniendo al Niño sobre sus rodillas, protegido por su mano izquierda, mientras en la derecha sostiene una esfera. El Niño levanta la diestra en acto de bendecir y en su izquierda sostiene una piña. Rostro y manos de las dos figuras ofrecen la particularidad de su color negro, debido en buena parte, según opinión de los historiadores, al humo de las velas y lámparas ofrecidas por los devotos en el transcurso de varios siglos. Así es como la Virgen de Montserrat se cuenta entre las más señaladas Vírgenes negras y recibe de los devotos el apelativo cariñoso de Moreneta.

 Presidida por esta imagen, la devoción a Santa María de Montserrat se extendió rápidamente por las tierras de Cataluña y, llevada por la fama de los milagros que se obraban en la montaña, alcanzó bien pronto a otros puntos de la Península y se divulgó por el centro de Europa. Las conquistas de la corona catalano-aragonesa la difunden hacia Oriente, estableciéndola sobre todo firmemente en Italia, en donde pasan de ciento cincuenta las iglesias y capillas que se dedicaron a la Virgen negra. Más tarde el descubrimiento de América y el apogeo del imperio hispánico la extienden y consolidan en el mundo entonces conocido. No sólo se dedican a Nuestra Señora de Montserrat las primeras iglesias del Nuevo Mundo, no sólo se multiplican allí los templos, altares, monasterios e incluso poblaciones a Ella dedicados, sino que la advocación mariana de la montaña sigue también los grandes caminos de Europa y llega, por ejemplo, hasta presidir la capilla palatina de la corte vienesa del emperador. Si para España, en los momentos de su plenitud histórica, la Virgen morena de Montserrat es la Virgen imperial que preside sus empresas y centra sus fervores marianos, la misma advocación de Santa María de Montserrat. se presenta en la historia de la piedad mariana como la primera advocación de origen geográfico que alcanza, con las proporciones de la época, un renombre universal.

 Es interminable la sucesión de personalidades señaladas por la devoción a Santa María de Montserrat. Los santos la visitan en su santuario: San Juan de Mata, San Pedro Nolasco, San Raimundo de Peñafort, San Vicente Ferrer, San Luis Gonzaga, San Francisco de Borja, San José de Calasanz, San Benito Labre, el Beato Diego de Cádiz, San Antonio María Claret, y sobre todo San Ignacio de Loyola, convertido en capitán del espíritu a los pies de la Virgen negra. Los monarcas y los poderosos suben también a honrarla en su montaña: después del paso de todos los reyes de la corona catalano-aragonesa, con sus dignatarios y con sus casas nobles, el emperador Carlos V visita Montserrat no menos de nueve veces y Felipe II, igualmente devoto de Santa María, se complace en la conversación con sus monjes y sus ermitaños. Es conocida la muerte de ambos monarcas sosteniendo en su mano vacilante la vela bendecida de Nuestra Señora de Montserrat. Los papas se sienten atraídos por la fama de los milagros y el fervor de las multitudes y colman de privilegios al santuario y a su Cofradía. Esa agrupación devota, instituida ya en el siglo XIII para prolongar con sus vínculos espirituales la permanencia de los fieles en Montserrat, constituye uno de los principales medios para la difusión del culto a la Virgen negra de la montaña, hasta llegar a la recobrada pujanza de nuestros días. Las más diversas poblaciones tienen actualmente sus iglesias, capillas o altares dedicados a Nuestra Señora de Montserrat, desde Roma a Manila o Tokio, por ejemplo, pasando al azar por París, Lourdes, Buenos Aires, Jerusalén, Bombay, Nueva York, Florencia, Tánger, Praga, Montevideo o Viena. Los poetas y literatos de todos los tiempos forman también en la sucesión de devotos de Santa María de Montserrat: Alfonso el Sabio la dedica varias cantigas, el canciller de Ayala, Cervantes, Lope de Vega, Goethe, Schiller, Mistral, con los escritores catalanes en su totalidad, cantan las glorias de la Moreneta, de su santuario, de su montaña. Familias distinguidas y humildes devotos se honran en ofrecer sus donativos a la Virgen, para sostener la tradicional magnificencia de su culto, atendido desde los orígenes por los monjes benedictinos, y para cooperar al crecimiento y esplendor de la devoción. Es ésta una bella constante de la historia de Montserrat, desde las antiguas donaciones consignadas en los documentos más primitivos, pasando por el trono de catorce arrobas de plata ofrendado por la familia de los Cardona y el retablo policromado del altar mayor que costeó la munificencia de Felipe II, hasta el trono y la campana mayor de nuestros días, sufragados por fervorosa suscripción popular. También las familias devotas de todas las épocas han tenido un verdadero honor en que sus hijos consagraran los años de la niñez al servicio de Santa María, encuadrados en la famosa Escolanía o agrupación de niños cantores consagrados al culto, importante asimismo por la escuela tradicional de canto y composición que forman sus maestros, existente ya con seguridad en el siglo XIII y probablemente tan antigua como el santuario. Con sus actuaciones musicales, siempre tan admiradas, en la liturgia de Montserrat esos niños constituyen una de las notas más típicas e inseparables de la devoción a la Virgen negra, a cuya imagen aparecen íntimamente unidos en la realidad de su propia vida como en el sencillo simbolismo de las antiguas estampas y las modernas pinturas de Nuestra Señora de Montserrat.

 A lo largo de más de mil años de historia, en el despliegue de un conjunto tan singular como el que forma la montaña con la ermita inicial, con el santuario y con el monasterio, la Santísima Virgen, en su advocación de Montserrat, ha recibido el culto de las generaciones y ha dispensado sus gracias, sensibles o tal vez ocultas, a quienes la han invocado con fervor. Hoy como nunca suben numerosas multitudes a Montserrat. Peregrinos en su mayoría, pero también no pocos movidos por respetuosa curiosidad. El lugar exige un viaje ex profeso, pero las estadísticas hablan de cifras que cada vez se acercan más al millón anual y que en un solo día pueden redondear fácilmente los diez o doce mil, con un porcentaje siempre acentuado de visitantes extranjeros. En Montserrat encuentran una montaña sorprendente, maravillosa por su configuración peculiar. Encuentran un santuario que les ofrece ciertos tesoros artísticos y humildes valores de espiritualidad humana y sobrenatural. Encuentran la magnificencia del culto litúrgico de la Iglesia, servido por una comunidad de más de ciento cincuenta monjes que consagran su vida a la búsqueda de Dios, a la asistencia de los mismos fieles, a la labor científica y cultural, a los trabajos artísticos. Hijos de San Benito, esos monjes oran, trabajan y se santifican santificando, esforzándose por corresponder a las justas exigencias del pueblo fiel, que confía en su intercesión y busca en ellos una orientación para la vida espiritual y también humana. Por su unión íntima con el monasterio, en fin, el santuario aparece caracterizado como el santuario del culto solemne, del canto de los monjes y especialmente de los niños; pero sobre todo como el santuario de la participación viva de los fieles en la liturgia, o, resumiendo la idea con frase expresiva, como el santuario del misal.

 Todo esto encuentra el peregrino en Montserrat. Pero por encima de todas esas manifestaciones, y en el fondo de todas ellas, encuentra a la Santísima Virgen, la cual, como en tantos otros lugares de la tierra, aunque siempre con un matiz particular y distinto, ha querido hacerse presente en Montserrat.

 En 1881 fue coronada canónicamente la imagen de Nuestra Señora de Montserrat. Era la primera en España que recibía esta distinción. El mismo León XIII la señalaba como Patrona de las diócesis catalanas y concedía a su culto una especial solemnidad con misa y oficio propios. Hasta entonces la fiesta principal del santuario había sido la de la Natividad de Nuestra Señora, el 8 de septiembre. En realidad, esta solemne fiesta no debía perder su tradicional significación. Todavía hoy conserva su carácter como de fiesta mayor, popular, del santuario. Pero una nueva festividad, con característica de patronal, venía a honrar expresamente a la Santísima Virgen en su advocación de Montserrat. Es la fiesta que no puede dejar de celebrar hoy todo buen devoto de la Virgen negra. Situada al principio como fiesta variable en el mes de abril, después de una breve fluctuación quedó fijada para el día 27. El misterio que la preside es el de la Visitación. En verdad, la Santísima Virgen visita en la montaña a los que acuden a venerarla y, como pide la oración de la solemnidad, les dispone para llegar a la Montaña que es Jesucristo.

 AURELIO Mª. ESCARRE, O. S B.

Santa Zita, 27 de Abril

27 de abril

SANTA ZITA
Virgen, patrona de las empleadas
del servicio doméstico

Monsagrati (Italia), hacia 1218
+ Luca (Italia), 27-abril-1278 
C. 5-septiembre-1696


Zita es una muchacha de servicio que la Iglesia venera como santa. Desde los doce años hasta su muerte estuvo empleada como doméstica en una casa, siendo primero tratada no muy amablemente y luego conquistando por completo el corazón de sus amos. Muerta Zita, será la familia a la que había servido, la que se encargará de conservar su memoria y promover su culto. Se recogió también por escrito el testimonio de la familia sobre Zita, incluyendo los hechos milagrosos que se le atribuyeron en vida, como se le atribuirían después de su muerte al comenzar el pueblo de Luca a invocarla como santa. Pero la santidad de Zita no estuvo basada, ante todo, en que hiciera milagros, sino en la multitud de virtudes que ejercitó esta humilde muchacha, santidad lograda exactamente en el ejercicio de sus deberes laborales. Se santificó en el trabajo y por su trabajo.

Su nacimiento hay que situarlo hacia 1218 en Monsagrati, una aldea de las cercanías de Luca, en un hogar campesino y modesto, que le transmitió a Zita un profundo sentido cristiano de la vida. Zita era una niña dulce y modesta que, al llegar a los doce años, siguió la suerte de tantas aldeanas de su clase social y de su tiempo: irse a la ciudad a ganarse la vida como chica de servicio.

La familia con la que se coloca es la familia Fatinelli, adinerada y bien situada socialmente en Luca. Zita es desde el principio una criada escrupulosa en el cumplimiento de sus deberes, en los que ponía el mayor empeño. Pero empezó a tener un pero ante sus amos: las sobras se las daba a los pobres, y a veces algo más que las sobras, porque su corazón sensible no resistía ver a gente hambrienta a la puerta de una casa donde había de todo. Claro que ese todo no era suyo, pero Zita intuía que, en la extrema necesidad, los bienes sobrantes deben ir a los pobres. Esta caridad le nacía a Zita de su intensa vida de piedad, para la que sacaba tiempo una vez cumplidas todas sus tareas domésticas.

Zita consideraba que su trabajo era la misión que el Señor le encomendaba y la realizaba, según dice el apóstol, no como quien sirve a los hombres, sino a Dios (Ef 6, 7). Muy de mañana se levantaba para hacer oración, restando esas horas al sueño y haciendo por tanto que sus devociones no fueran a expensas de sus deberes como criada.

El Señor permitió que su buena conducta no significara un aprecio inmediato de la familia ni de sus compañeras. Recibió no pocos desprecios de sus amos, consistentes en reprensiones, gestos desabridos, palabras hoscas y duras, y por parte de las otras criadas de la casa no faltaron incluso calumnias, acusándola de faltas que ella no había cometido. Zita no se defendió ni devolvió insultos ni se insurreccionó contra el trato injusto de sus amos. Consideró todo ello como parte de la cruz con la que debía seguir a Cristo y se ofreció al Señor para que en ella se cumpliera su divina voluntad.

Permaneció en la soltería porque quería ser virgen del Señor, y aunque su virginidad no estuvo consagrada por los votos religiosos, la suya fue una ofrenda íntegra y perfecta, viviendo con total recato su entrega al Señor.

Zita perseveró años en esta vida de piedad y trabajo, cumpliendo en el estado seglar el ora et labora de los monjes con rara perfección. Su capacidad de oración y trabajo estaba acompañada por una gran capacidad de paciencia y fortaleza, en la que maduró.

Esta conducta intachable y evangélica de Zita, poco a poco, cambió el corazón de la familia Fatinelli con ella. Los amos empezaron a ver que Zita era todo lo laboriosa y bien intencionada que cabía ser y que sus virtudes no merecían otra cosa que afecto y consideración. Empezaron, pues, a mejorar su trato hacia ella y a darle muestras de estima, hasta que decidieron ponerla al frente del servicio, que por su parte también había evolucionado en su actitud hacia Zita. Se vio así Zita como el ama de llaves de la casa, encargada de dirigir todos los servicios que en ella habían de prestarse. Esta nueva situación no alteró en nada su laboriosidad, su modestia, su humildad y su espíritu de compañerismo. No se sintió superior a los demás criados, sino siempre una leal compañera. No solamente no se vengó de quienes le habían mirado mal anteriormente, sino que trató a todos amistosamente.

Los amos le permitieron seguir sin dificultad su género de vida piadosa, su asidua asistencia a las iglesias para la misa y los sacramentos. La fama y la santidad de Zita empezó a correr por Luca y empezaron a atribuírsele hechos milagrosos.

Tenía unos sesenta años cuando se sintió enferma y hubo de guardar cama. Rodeada del afecto de sus amos y compañeros de trabajo, fallecía cinco días más tarde, el 27 de abril de 1278.

Enterrada en la basílica de San Fedriano, su tumba se convirtió muy pronto en objeto de culto, que expresamente autorizó el obispo de Luca cuatro años después de su muerte. Se dice que la clase popular de Luca vio en ella un exponente de sus propias reivindicaciones frente a la aristocracia. El papa Inocencio XII confirmó su culto el 5 de septiembre de 1696. La ciudad de Luca la proclamó su patrona. El papa Pío XI la nombró patrona de las empleadas del servicio doméstico en 1935.

JOSÉ LUIS REPETTO RETES