sábado, 25 de agosto de 2018

De espinas lleno


De espinas lleno


Jorge Arrastía Juárez


Qué pensamientos cruzarían por tu afligida mente,
cuántos recuerdos arrancaría a tu alma de madre cada lágrima que te rasgaba el rostro
al recibir entre tus brazos
al hijo muerto.
Qué dolor, mi Señora, te acarrearía cada espina
cuando una a una las ibas desprendiendo de Su frente, del cráneo frío, del rostro yerto.

Lo habías ponderado en tu apenado corazón, aún antes del pesebre, 
antes de que el anciano Simeón te lo anunciara;
con anterioridad al ángel sabías lo que significaba ser madre del Mesías:
lo habían sentenciado los profetas:
el Niño que cargarías en tu bendito vientre sería el siervo del Yahvé, el de Isaías.
No había misterio para ti acerca de la suerte del Ungido,
tu aceptación de darLe de tu carne al Varón de Dolores lo incluía. 

Se habían hecho realidad las profecías:
ahora Le tenías en tus brazos;
en tu seno descansaba aquel cuerpo de helados huesos
al que no podrías transmitirLe, sobraban las cobijas, tu calor;
indiferente a todo caía como fardo, vaciadas las pupilas.
¡Era tu hijo y ya no estaba!
Eras la madre de aquel pedazo ensangrentado que no te respondía.
Se había ido,
Se había alejado; 
Te Le habían arrancado el alma, y ya no se movía, no respiraba;
no se enteraba de que tú Le arrancabas las espinas, ya no Le hincaban.
Hace unos días te habría mirado agradecido, hurgando en el fondo de tu ser el lugar más delicado
para depositar Su beso;
ahora Sus labios están serenos, pero no pueden ya besar,
enmudecidos, ausente la tierna autoritaria voz de pastor, de hijo, de señor;
extrañas Su modo de llamarte, el modo de poner Su mano en tu cabeza y atraerte hacia Él
ondulando el acento para que se reconociera como único ese título tuyo de nueva y única Eva:
tú sintetizas y compendias, venerada Señora, el ser Mujer.

Pronto tendrías que dejarLe y volver a tu casa; 
Le enterrarían donde estaba oscuro, sobre la piedra dura.
Te molestaba y te dolía, desde el primer instante en que Le viste traspasado, esa corona
y ya no la tenía: tan solo huecos.
Al menos -- te había parecido --, si lograbas quitarle las espinas, descansaría la cabeza 
y no te dolería saber que Se le hincaban hondo...
algo era algo,
un poco menos, 
de algo serviría...

Apretaban tus manos los montones de espinas, 
mezclada Su sangre con la tuya:
mismo el color, de ti la había tomado, 
la de Él coagulada, 
la tuya adolorida.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...