domingo, 23 de julio de 2017

La justicia de Dios es justicia de misericordia


LA JUSTICIA DE DIOS ES JUSTICIA MISERICORDIOSA

Por Gabriel González del Estal

1.- No arranquéis la cizaña, que podríais arrancar también el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega. Nuestra justicia humana, una justicia según la ley, es muchas veces, una tremenda injusticia. Porque donde está la ley está la trampa, y los ricos y los poderosos corruptos tienen siempre la trampa a mano. La ley es la misma para todos, decimos, pero no todos saben, ni pueden, usar la ley para su servicio de la misma manera. Además, que cada uno de nosotros somos un mundo, y no se puede hacer una ley para cada persona, por mucho que los jueces traten de buscar las circunstancias individuales atenuantes o excusantes para cada individuo. Sólo Dios nos conoce por dentro y por fuera a cada uno de nosotros y puede juzgarnos imparcialmente. Y como Dios sabe que somos de barro, de naturaleza frágil y pecadora, nos juzga a todos misericordiosamente. Mira nuestro corazón, antes que a nuestras obras, y nos juzga como lo que realmente somos. Desde que nacemos tenemos la cizaña ya metida en el alma y, aunque en el bautismo se nos perdone la culpa y la pena de nuestra fragilidad original, la inclinación al pecado, la cizaña, nos va a acompañar mientras vivamos. ¿Qué hacer? Confiar en la misericordia de Dios y en su perdón. E intentar juzgar a los demás con amor y misericordia. Porque más de una vez somos muy exigentes con los demás y muy tolerantes con nosotros mismos. Vivimos en un mundo imperfecto, en el que el trigo y la cizaña están muy revueltos y envueltos, y no podemos juzgar precipitada e inmisericordemente a los demás. Tratemos cada uno de nosotros de ser trigo limpio y no pretendamos exterminar de golpe y arrancar lo poco o lo mucho que nosotros consideramos cizaña. Dejemos a Dios ser Dios, es decir, dejemos que Dios sea el que nos juzgue a todos. Y cuando no podamos aprobar el comportamiento de muchas personas, sigamos el consejo de San Agustín: condenemos el pecado, pero amemos al pecador y recemos por él. En fin, que Dios nos juzgue a todos según su justicia misericordiosa y nosotros sepamos vivir junto a la cizaña, pero sin dejarnos contaminar con ella. Procuremos ser siempre trigo limpio.

2.- Obrando así enseñaste a tu pueblo que el justo debe ser humano, y diste a tus hijos la dulce esperanza de que, en el pecado, das lugar al arrepentimiento. El libro de la Sabiduría es el último libro del Antiguo Testamento. En el fragmento que leemos hoy se nos dice que el Dios de Israel mira siempre a sus hijos con una mirada misericordiosa, dispuesto a perdonarle todos sus pecados. Aplicando este texto a cada uno de nosotros, es consolador escuchar que nuestro Dios nos juzga siempre con moderación y gobierna nuestras vidas con gran indulgencia. Esta certeza en un Dios que nos ama y nos perdona debe acrecentar nuestro amor a él y debe ahuyentar de nuestras almas el miedo y la desesperación. Por supuesto que el saber que Dios nos va a perdonar siempre no debe permitir que se introduzca en nuestras vidas la laxitud y la tibieza espiritual, sino todo lo contrario. Precisamente, porque sabemos que Dios nos ama y nos perdona, debemos nosotros amarle a él y no hacer nada que le desagrade. Ante Dios no debemos ser ni miedosos, ni escrupulosos, ni abandonados y espiritualmente tibios. Un buen hijo siempre quiere amar a sus padres buenos y hace todo lo que puede para no ofenderles. Saber que Dios es clemente y misericordioso, como nos dice el salmo, debe elevar nuestro corazón hacia él y decirle “Señor, mírame, ten compasión de mí”

3.- El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene. Pidamos siempre a Dios que aceptemos su voluntad, porque es verdad que nosotros no siempre sabemos qué es lo que más nos conviene. Hagamos por nuestra parte todo lo que creemos que es mejor para nosotros y lo demás dejémoselo a Dios. Es lo han hecho siempre todos los santos y todas las personas profundamente religiosas. No siempre es fácil aceptar las desgracias personales, o familiares, o sociales, pero no echemos la culpa a Dios de lo que ocurre en nuestras vidas, o en la vida de nuestra familia, o en la sociedad. Lo malo que ocurre a los hombres casi siempre es culpa de los hombres; de nuestra maldad, o de nuestra ignorancia, o de unas leyes físicas y universales que nosotros no podemos controlar. Pidamos a Dios, como nos dice hoy san Pablo en esta carta a los Romanos, que el Espíritu nos guíe siempre al cumplimiento de la voluntad salvífica de Dios, nuestro Padre.

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