miércoles, 24 de abril de 2013

Florecillas de San Francisco.- Capítulo 45




CAPÍTULO 45

Cómo un hermano, por nombre Juan de la Penna, fue llamado por Dios a la Orden cuando aún era niño

A Juan de la Penna, cuando aún era niño en la provincia de las Marcas, antes de hacerse hermano, se le apareció una noche un niño bellísimo, que le llamó diciéndole: Juan, vete a San Esteban, donde está predicando uno de mis hermanos; cree en lo que enseña y pon atención a sus palabras, porque soy yo quien lo ha enviado. Hecho esto, tendrás que hacer un largo viaje, y después vendrás a estar conmigo.

Al punto, se levantó y sintió un cambio grande en su alma. Fue a San Esteban, y encontró allí una gran muchedumbre de hombres y de mujeres que habían acudido a oír el sermón. El que tenía que predicar era un hermano de nombre Felipe, uno de los primeros llegados a la Marca de Ancona; todavía eran pocos los conventos fundados en las Marcas.

Subió al púlpito el hermano Felipe para predicar, y lo hizo con gran unción; no con palabras de sabiduría humana, sino con la fuerza del Espíritu de Cristo, anunciando el reino de la vida eterna. Terminado el sermón, el niño se acercó al hermano Felipe y le dijo: Padre, si tuvierais a bien recibirme en la Orden, yo haría de buen grado penitencia y serviría a nuestro Señor Jesucristo.

El hermano Felipe, viendo y reconociendo en él una admirable inocencia y la pronta voluntad de servir a Dios, le dijo: Ven a estar conmigo tal día a Recanati, y yo haré que seas recibido. En aquel convento había de celebrarse el capítulo provincial. El niño, que era muy candoroso, pensó que era aquél el largo viaje que tenía que hacer, conforme a la revelación que había recibido, y que después iría al paraíso. Creía que así había de suceder en cuanto fuese recibido en la Orden. Marchó, pues, y fue recibido.

Viendo que su esperanza no era realizada y oyendo decir al ministro en el capítulo que a todos los que quisieran ir a la provincia de Provenza, con el mérito de la santa obediencia, él les daría de buen grado el permiso, le vino el deseo de ir, pensando en su corazón que aquél sería el largo viaje que había de hacer antes de ir al paraíso; pero tenía vergüenza de decirlo. Finalmente, se confió al hermano Felipe, que lo había hecho recibir en la Orden, y le rogó encarecidamente que le procurase aquella gracia de ir destinado a la provincia de Provenza. El hermano Felipe, viendo su candor y su santa intención, le consiguió aquel permiso. Así, pues, el hermano Juan se dispuso con grande gozo para ir, dando por seguro que al final de aquel viaje iría al paraíso.

Pero plugo a Dios que permaneciera en dicha provincia veinticinco años, siempre en esa espera y en ese deseo, viviendo con gran honestidad, santidad y ejemplaridad, creciendo sin cesar en virtud y en gracia ante Dios y ante el pueblo; y era sumamente amado de los hermanos y de los seglares. Hallándose un día el hermano Juan en devota oración, llorando y lamentándose de que no se cumplía su deseo y de que se prolongaba demasiado su peregrinación en esta vida, se le apareció Cristo bendito. A su vista quedó como derretida su alma, y Cristo le dijo:

Hijo mío hermano Juan, pídeme lo que quieras. Señor -respondió él-, yo no sé pedir otra cosa sino a ti, porque no deseo ninguna otra cosa. Pero lo que pido es que me perdones todos mis pecados y me concedas la gracia de verte otra vez cuando me halle en mayor necesidad. Ha sido escuchada tu petición -le dijo Cristo. Dicho esto, desapareció, y el hermano Juan quedó muy consolado y confortado.

Por fin, habiendo oído los hermanos de las Marcas la fama de su santidad, insistieron tanto ante el general, que éste le mandó la obediencia para volver a las Marcas. Recibida esta obediencia, se puso gozosamente en camino, pensando que al término de este viaje había de ir al cielo, según la promesa de Cristo. Pero, vuelto a la provincia de las Marcas, vivió en ella otros treinta años, sin ser reconocido por ninguno de sus parientes; y cada día esperaba que la misericordia de Dios le cumpliese la promesa. En ese tiempo desempeñó varias veces el oficio de guardián con gran discreción, y Dios realizó, por medio de él, muchos milagros.

Entre los demás dones recibidos de Dios, tuvo el don de profecía. En cierta ocasión, estando él fuera del convento, un novicio suyo fue combatido por el demonio y tentado con tal fuerza, que cedió a la tentación y tomó la determinación de dejar la Orden no bien estuviera de vuelta el hermano Juan. Conoció el hermano Juan, por espíritu de profecía, esa decisión; volvió en seguida a casa, llamó al novicio y le dijo que quería se confesara. Pero antes de la confesión le refirió puntualmente la tentación, tal como Dios se la había revelado, y terminó diciéndole:

Hijo, por haberme esperado y no haber querido marcharte sin mi bendición, Dios te ha concedido la gracia de que nunca saldrás de esta Orden, sino que morirás en ella con la ayuda de la divina gracia. Entonces aquel novicio fue confirmado en su buena voluntad, permaneció en la Orden y llegó a ser un santo religioso. Todas estas cosas me las refirió a mí, hermano Hugolino, el mismo hermano Juan.

Este hermano Juan era hombre de espíritu alegre y sereno, hablaba raramente y poseía el don de la oración y devoción; después de los maitines no volvía nunca a la celda, sino que continuaba en la iglesia haciendo oración hasta el amanecer. Estando una noche así en oración después de los maitines, se le apareció el ángel de Dios y le dijo:

Hermano Juan, ha llegado el término del viaje, que por tanto tiempo has esperado. Así, pues, te comunico, de parte de Dios, que puedes pedir la gracia que desees. Y te comunico, además, que tienes en tu mano elegir: o un día de purgatorio o siete días de padecimiento en este mundo.

Eligió el hermano Juan siete días de penas en este mundo, y en seguida cayó enfermo de diversas dolencias: le sobrevino una violenta fiebre, el mal de gota en las manos y los pies, dolores de costado y muchos otros males. Pero lo que más le atormentaba era el ver siempre a un demonio delante de él, con una hoja grande de papel en la mano, donde estaban escritos todos los pecados que había cometido o pensado, y le decía:

Por causa de estos pecados cometidos por ti de pensamiento, palabra y obra, estás condenado a lo profundo del infierno. Y él no se acordaba de haber hecho jamás ningún bien, ni de estar en la Orden, ni de que hubiera estado nunca en ella, sino que le dominaba la idea de estar condenado como el demonio se lo decía. Por eso, cuando alguien le preguntaba cómo estaba, respondía: Mal, porque estoy condenado.

Viendo esto, los hermanos hicieron llamar a un hermano muy viejo, llamado Mateo de Monte Rubbiano, que era un santo hombre y muy amigo del hermano Juan. Llegó el hermano Mateo el día séptimo de la tribulación del hermano Juan, le saludó y le preguntó cómo estaba. El le respondió que mal, porque estaba condenado. Entonces le dijo el hermano Mateo:

¿No te acuerdas que te has confesado conmigo muchas veces, y yo te he absuelto íntegramente de tus pecados? ¿No tienes presente que has servido a Dios tantos años en esta Orden? Por otra parte, ¿has olvidado, acaso, que la misericordia de Dios sobrepuja todos los pecados del mundo y que Cristo bendito, nuestro Salvador, ha pagado, para rescatarnos, un precio infinito? Ten confianza, porque no hay duda de que estás salvado. A estas palabras, puesto que se había cumplido el tiempo de su purificación, desapareció la tentación y sobrevino la consolación. Y lleno de gozo, dijo el hermano Juan al hermano Mateo: Estás fatigado y es ya tarde; te ruego que vayas a reposar.

El hermano Mateo no quería dejarlo; pero al fin ante su insistencia, se despidió de él y se fue a descansar, quedando solo el hermano Juan con el hermano que le cuidaba. En esto vio llegar a Cristo bendito en medio de grandísimo resplandor y de suavísima fragancia, cumpliendo la promesa que le había hecho de aparecérsele otra vez cuando él se hallara en mayor necesidad; y lo curó totalmente de toda enfermedad. Entonces, el hermano Juan, juntando las manos, le dio gracias por haber dado fin tan felizmente al largo viaje de la presente vida miserable, encomendó y entregó su alma en las manos de Cristo y pasó de esta vida mortal a la vida eterna con Cristo bendito, a quien por tanto tiempo había deseado y esperado. El hermano Juan está sepultado en el convento de Penna San Giovanni. En alabanza de Cristo. Amén.

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