miércoles, 24 de abril de 2013

Florecillas de San Francisco.- Capítulo 34





CAPÍTULO 34

Cómo San Luis, rey de Francia, fue a visitar al hermano Gil en hábito de peregrino

Yendo San Luis, rey de Francia, visitando en peregrinación los santuarios del mundo y habiendo llegado a sus oídos la fama de santidad del hermano Gil, que había sido uno de los primeros compañeros de San Francisco, se propuso y tomó la firme determinación de visitarlo personalmente. A este fin vino a Perusa, donde se hallaba a la sazón el hermano Gil.

Llegando a la puerta del lugar de los hermanos como un pobre peregrino desconocido, con muy reducido acompañamiento, preguntó con gran insistencia por el hermano Gil, sin dar a entender al portero quién era el que preguntaba por él. Fue el portero y dijo al hermano Gil que en la puerta había un peregrino que preguntaba por él; y le fue revelado en espíritu que se trataba del rey de Francia. Al punto, con gran fervor, salió de la celda, corrió a la puerta y, sin preguntar más, siendo así que nunca se habían visto, se arrodilló ante él con gran devoción, y los dos se abrazaron y se besaron con suma alegría, como si desde muy atrás hubiera habido entre ellos estrecha amistad.

Y a todo esto estaban sin decirse palabra el uno al otro, siguiendo abrazados en silencio entre señales de amor y de caridad. Habiendo estado así por un espacio de tiempo, sin decirse una palabra, se separaron el uno del otro, y San Luis prosiguió su viaje, mientras el hermano Gil se volvía a su celda.

Cuando hubo partido el rey, los hermanos preguntaron a uno de los acompañantes quién era aquel hombre que había estado tanto tiempo abrazado con el hermano Gil; él respondió que era Luis, el rey de Francia, que había venido para ver al hermano Gil. Al enterarse los hermanos, llevaron muy a mal que el hermano Gil no le hubiera dirigido la palabra, y le dijeron en tono de queja: Hermano Gil, ¿cómo has podido ser tan descortés que a rey tan grande, venido desde Francia para verte y escuchar de ti alguna buena palabra, tú no le has dicho nada?

Hermanos carísimos -respondió el hermano Gil-, no os debe causar ello extrañeza, ya que ni yo a él ni él a mí hemos podido decirnos una palabra; en cuanto nos hemos abrazado, la luz de la divina sabiduría me ha manifestado a mí su corazón, y a él el mío; y así, por la acción divina, mirándonos mutuamente en los corazones, hemos conocido lo que yo quería decirle a él y lo que el quería decirme a mí mucho mejor y con mayor consolación que si nos hubiéramos hablado con la boca. Y, si hubiéramos querido explicar con la voz lo que sentíamos en el corazón, hubiera servido, más bien, de desconsuelo que de consolación, por la limitación de la lengua humana, que no es capaz de expresar los secretos misterios de Dios. Así, pues, no dudéis que el rey se ha marchado admirablemente consolado. En alabanza de Cristo. Amén.

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