miércoles, 24 de abril de 2013

Florecillas de San Francisco.- Capítulo 32



CAPÍTULO 32

Cómo el hermano Maseo obtuvo de Cristo la gracia de la humildad

Los primeros compañeros de San Francisco se ingeniaban con todas sus fuerzas para ser pobres de cosas terrenas y ricos de virtudes, por las cuales se entra en posesión de las verdaderas riquezas celestiales y eternas. Sucedió un día que, estando reunidos para hablar de Dios, uno de ellos propuso este ejemplo:

Había un hombre, gran amigo de Dios, que poseía en alto grado la gracia de la vida activa y contemplativa, y juntaba a esto una humildad tan extrema y tan profunda, que creía ser un grandísimo pecador; esta humildad lo santificaba y confirmaba en gracia y le hacía crecer continuamente en la virtud y en los dones de Dios, sin dejarle nunca caer en pecado.

Al oír el hermano Maseo cosas tan maravillosas de la humildad y sabiendo que es un tesoro de vida eterna, comenzó a sentirse tan inflamado del amor y del deseo de esta virtud de la humildad, que, dirigiendo el rostro al cielo con gran fervor, hizo voto y propósito firmísimo de rehusar toda alegría en este mundo mientras no hubiera experimentado esta virtud perfectamente en su alma. Desde entonces se estaba encerrado en su celda todo cuanto podía, macerándose con ayunos, vigilias, oraciones, y lágrimas copiosas delante de Dios para impetrar de El esta virtud, sin la cual él se consideraba digno del infierno, y de la cual estaba tan adornado aquel amigo de Dios de quien le habían hablado.

Estuvo muchos días el hermano Maseo con este deseo; un día fue al bosque, y andaba, con gran fervor de espíritu, derramando lágrimas, exhalando suspiros y lamentos, pidiendo a Dios con deseo ardiente esta virtud divina. Y, puesto que Dios escucha complacido las súplicas de los humildes y contritos, hallándose así el hermano Maseo, se oyó una voz del cielo que le llamó por dos veces, diciendo:

¡Hermano Maseo, hermano Maseo! El, conociendo en su espíritu que aquélla era la voz de Cristo, respondió: ¡Señor mío, Señor mío! ¿Qué darías tú a cambio de esta gracia que pides? -le dijo Cristo. Señor, ¡los ojos de mi cara daría yo! -respondió el hermano Maseo. Pues yo quiero -dijo Cristo- que tengas la gracia y también los ojos. Dicho esto, calló la voz. El hermano Maseo quedó lleno de tanta gracia de la tan deseada virtud de la humildad y de tanta luz de Dios, que desde entonces aparecía siempre lleno de júbilo; y muchas veces, cuando estaba en oración, dejaba escapar un arrullo gozoso semejante al de la paloma: "uh, uh, uh", y con el rostro alegre y el corazón rebosante de gozo permanecía así en contemplación.

Así y todo, habiendo llegado a ser humildísimo, se reputaba el último de todos los hombres del mundo. Preguntado por el hermano Jacobo de Falerone por qué no cambiaba de tema en aquella manifestación de júbilo, respondió con gran alegría que, cuando en una cosa se halla todo el bien, no hay por qué cambiar de tema. En alabanza de Cristo. Amén.

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