viernes, 18 de enero de 2013

4. María en San Juan, el eco de la Voz



Autor: Horacio Bojerge SJ | Fuente: www.caminando-con-maria.org
4. María en San Juan, el eco de la Voz
Horacio Bojorge SJ. San Juan nos presenta a María como "la Madre" y no la nombra María.



Dos hechos enigmáticos

1. Un primer hecho: Juan evita llamarla «María»

Un primer hecho que nos llama la atención al leer el evangelio de San Juan en busca de lo que nos dice de María, es que este evangelista ha evitado llamarla por el nombre de María. Juan nunca nombra a la Madre de Jesús por este nombre, y es el único de los cuatro evangelistas que evita sistemáticamente el hacerlo. Marcos trae el nombre de María una sola vez. Mateo cinco veces. Lucas trece veces: doce en su evangelio y una en los Hechos de los Apóstoles. Juan nunca.

Y decidimos que Juan evitó intencionadamente el nombrarla con el nombre de María, porque hay indicios de que no se trata de omisión casual, sino premeditada, querida y planeada.

Juan no ignora, por ejemplo, el oscuro nombre de José, que cita cuando reproduce aquella frase de la incredulidad que comentábamos a propósito de Marcos y que recogen de una manera u otra también Mateo y Lucas: «Y decían: ¿no es acaso éste Jesús, hijo de José, cuyo padre y madre conocemos? ¿Cómo puede decir ahora: “he bajado del cielo”»?. (Jn 6, 42).

En segundo lugar, Juan conoce y nos nombra frecuentemente en su evangelio a otras mujeres llamadas «María»: María la de Cleofás, María Magdalena, María de Betania, hermana de Lázaro y Marta. Son personajes secundarios del evangelio y, sin embargo Juan no evita llamarlas por su nombre propio. Esto hace también con otros personajes, cuyo nombre podía aparentemente haber omitido, sin quitar nada a su evangelio, como Nicodemo y José de Arimatea. Si nos ha conservado estos nombres de figuras menos importantes: ¿Por qué no ha nombrado por el suyo a la Madre de Jesús? Si la razón fuera –como pudiera alguien suponer– la de no repetir lo que nos dicen ya los otros evangelistas, tampoco se habría preocupado por darnos los nombres de José y de las numerosas Marías de las que también aquéllos nos han conservado la noticia onomástica.

En tercer lugar, si había un discípulo que podía y debía conocer a la Madre de Jesús, ése era Juan, el discípulo a quien Jesús amaba y que por última voluntad de un Jesús agonizante la tomó como Madre propia y la recibió en su casa:

«Junto a la cruz de Jesús estaban su Madre, la hermana de su Madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su Madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su Madre: “Mujer, ahí tienes a tu Hijo”. Luego dice al discípulo: “Ahí tienes a tu Madre”. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19, 25-27)

Pues bien, es este discípulo, que de todos ellos es quien en modo alguno puede ignorar el verdadero nombre de la Madre de Jesús el que, evitando consignarlo por escrito en su evangelio, alude siempre a ella como la Madre de Jesús o, más brevemente su Madre. Y es precisamente este discípulo, el que entre todos podía haber tenido mayores títulos para referirse a la Madre de Jesús como «mi Madre», quien insiste en reservarle –con una exclusividad que ya convierte en nombre propio lo que es un epíteto– el título «Madre de Jesús».

Juan no ignoraba el nombre de María y, si de hecho lo omite es con alguna deliberada intención. Una intención que no es fácil detectar a primera vista, pero que vale la pena esforzarse por comprender.


Una hipótesis

Y una primera hipótesis explicativa podría ser la siguiente. Quizás San Juan evita usar el nombre de María como nombre propio de la Madre de Jesús porque le parece un nombre demasiado común para poder aplicárselo como propio. Si el nombre propio es para nosotros el que distingue a una persona, a un individuo de todos los demás; sí –además– para la mentalidad israelita el nombre revela la esencia de una persona y enuncia su misión en la historia salvífica, entonces Juan tenía razón: María no es un nombre suficientemente propio como para designar de manera adecuada o inconfundible a la Madre de Jesús. Es un nombre demasiado común para ser propio suyo. Marías hay muchas en los evangelios y sin duda eran muchísimas en el pueblo y en el tiempo de Jesús, como lo son aún hoy entre nosotros. Si Juan buscaba un nombre único, un título que le señalara la unicidad irrepetible del destino de aquella mujer, eligió bien: Madre de Jesús fue ella y sólo ella, en todos los siglos.

En esta hipótesis, por lo tanto, Juan, al evitar llamarla María, y al decirle siempre la Madre de Jesús, su Madre, lejos de silenciar el nombre propio de aquella mujer, nos estaría revelando su nombre verdadero, el que mejor expresa su razón de ser y su existir. Pero tratemos de ir más lejos y más hondo en las posibles intenciones de San Juan.


2. Otro hecho: Diálogos distantes

Analicemos un segundo hecho que llama la atención al estudiar la imagen de María tal como se desprende de los dos únicos pasajes de este evangelio en que ella aparece: las bodas de Caná y la Crucifixión.

Como sabemos, Juan, al igual que Marcos, no nos ofrece relatos de la infancia de Jesús. Podemos además desechar la referencia –que hacen sus opositores– a su padre y a su madre, y que Juan, al igual que los sinópticos nos ha conservado (Jn 6, 42). Ya vimos, al tratar de Marcos, qué figura de María revela este enfoque de la tradición preevangélica. Y por eso no volvemos a insistir aquí en ese aspecto, que no es propio de Juan.

El material estrictamente joánico acerca de la Madre de Jesús –desgraciadamente para nuestra piadosa curiosidad, pero afortunadamente para quien, como nosotros, ha de considerarlo en un breve lapso– se reduce a esas dos escenas, que juntas no pasan de catorce versículos: las bodas de Caná (Jn 2, 1-11) y la Crucifixión (Jn 19, 25-27). Si no fuera por el evangelio de Juan, no sabríamos que Jesús había asistido con su Madre y con sus discípulos a aquellas bodas en Caná de Galilea. Ni sabríamos tampoco que la Madre de Jesús siguió de cerca su Pasión y fue de los muy pocos que se hallaron al pie de la Cruz.

Y he aquí –ahora– el segundo hecho sobre el que quisiera llamar la atención. Entre todos los pasajes evangélicos acerca de María, son poquísimos los que nos conservan algo que se parezca a un diálogo entre Jesús y su Madre. Para ser exactos son tres: estos dos del evangelio de Juan y la escena que nos narra Lucas del niño perdido y hallado en el Templo, cuando, en ocasión del acongojado reproche de la Madre: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto? Mira que tu padre y yo angustiados te andábamos buscando» (Lc 2, 48), responde Jesús con aquellas enigmáticas palabras que abren en Lucas el repertorio de los dichos de Jesús: «Y ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo tenía que estar [aquí] en las cosas de mi Padre?» (Lc 2, 49).

Quien lea los diálogos joánicos habiendo recogido previamente en Lucas esta primera impresión no podrá menos que desconcertarse más. En la escena de las bodas de Caná Jesús responde a su Madre que le expone la falta de vino: «Mujer, ¿qué hay entre tú y yo? [o, como traducen otros para suavizar esta frase impactante: ¿qué nos va a ti y a mí?], todavía no ha llegado mi hora». Y en la escena de la crucifixión: «Mujer, he ahí a tu hijo».

Notemos, pues, que en los tres diálogos que se nos conservan, Jesús parece poner una austera distancia entre él y su Madre. Son precisamente estos pasajes –que, por presentar a Jesús y María en un tú a tú, podrían haberse prestado para reflejar la ternura y el afecto que sin lugar a dudas unió a estos dos seres sobre la tierra– los que nos proponen, por el contrario, una imagen, al parecer, adusta, de esa relación, capaz de escandalizar la sensibilidad de nuestros contemporáneos: 1) Mujer: ¿Qué hay entre tú y yo?; 2) Mujer: He ahí a tu hijo.

Juan parece haber retomado y subrayado lo que Lucas nos adelantaba en su escena. La Madre de Jesús sólo aparece en su evangelio en estos dos pasajes dialogales, y Jesús parece en ellos distanciarse de su Madre: 1) con una pregunta que pone en cuestión su relación; 2) interpelándola con la genérica y hasta fría palabra Mujer; 3) remitiéndola a otro como a su hijo.

La impresión –decíamos– es desconcertante. Y agrega un segundo hecho, que pide ser explicado, al ya enigmático silenciamiento del nombre de la Madre de Jesús.


Explicaciones

Tratemos de dar explicación a estos hechos enigmáticos.

1. «Haced todo lo que Él os diga»

El evangelio de San Juan subraya la revelación de Dios en Jesucristo como la revelación del Padre de Jesús. Dios es el Padre de Jesús. Juan es el evangelista que nos muestra mejor la intimidad de Jesús con su Padre; la corriente de mutuo amor y complacencia que los une; cómo Jesús vive y se desvive por hacer lo que agrada a su Padre, cómo se alimenta de la complacencia paterna, siendo ésta su verdadera vida: «El Padre me ama, porque doy mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la arrebata; yo la doy voluntariamente. Tengo poder para darla y recobrarla, y esa es la orden –la voluntad– que he recibido de mi Padre»(Jn 10, 17-18). «El Padre y yo somos uno» (Jn 10, 30). «Felipe: el que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14, 9).

Es en paralelo, y por analogía con esos –en San Juan ubicuos– mi Padre, el Padre de Jesús, como creo debemos comprender la insistencia de Juan en referirse a María sola y exclusivamente como su Madre, la Madre de Jesús.

Así como Dios es para Jesús el Padre, omnipresente en su vida y en sus labios –mi Padre, el Padre que me envió, voy al Padre, mi Padre y vuestro Padre, el Padre que me ama, la casa de mi Padre–, así también y para señalar una mística analogía, para subrayar una paralela realidad espiritual, Juan llama a aquella que es como un eco de la divina figura paterna –no sólo a través de una maternidad física, sino principalmente a través de una comunión en el mismo Espíritu Santo– la Madre de Jesús.

Y una de las principales finalidades de la escena de Caná nos parece que es –en la intención de Juan–la de mostrar hasta qué punto la Madre de Jesús está identificada en su espíritu con el Espíritu del Padre de Jesús.

En la escena de Caná, en efecto, parecería que Juan se complace en subrayar la coincidencia del velado testimonio que de Jesús da María ante los hombres, con el testimonio que de Jesús da su Padre: «Haced todo cuanto os diga», dice la Madre. «Escuchadle», dice el Padre; que es lo mismo que decir: «obedecedle». Sabemos, en efecto, por el testimonio de los sinópticos, que en los dos momentos decisivos del Bautismo y de la Transfiguración se abren los cielos sobre Jesús y desciende una voz –la voz de Dios– que proclama, con pequeñas variantes según cada evangelista: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco».

En el Bautismo, la finalidad de esta voz –que se revela como la del Padre– es credencial de la identidad mesiánica y de la filiación divina de Jesús, y suena como solemne decreto de entronización pública en su misión de Hijo y en su destino de Mesías. En la Transfiguración, la finalidad de esta voz es dar confirmación y garantía de autenticidad mesiánica a la vía dolorosa que Jesús anuncia –con ternaria solemnidad– a sus discípulos. Y la voz celestial completa su mensaje con un segundo miembro de la frase: Escuchadle.

San Juan, a diferencia de los sinópticos, no nos relata la escena del Bautismo. Tampoco hace referencia a la voz celestial que –según los sinópticos– se dejó oír en el Bautismo. Ha puesto en su lugar no sólo más profuso y explícito testimonio del Bautista, sino también –nos parece– la voz de María: «Haced todo lo que os diga», que equivale al «escuchadle» de la voz divina en la Transfiguración, pero adelantada aquí al comienzo del ministerio de Jesús.

Antes de la escena de Caná, Jesús no ha nombrado ni una sola vez a su Padre, lo hará por primera vez en la escena de la purificación del templo, que sigue inmediatamente a la de Caná. Es a través de su Madre como le llega a Jesús ya en Caná, como a través de un eco fidelísimo, la voz de su Padre. No, como en los sinópticos, a través de una voz del cielo ni como más adelante, en el mismo evangelio de Juan con un estruendo –que los circundantes, a quienes va destinado, se dividen en atribuir a trueno o a la voz de un ángel-, sino como una sencilla frase de mujer cuyo carácter profético solo Jesús pudo entender, oculto como estaba bajo el más modesto ropaje del lenguaje doméstico.

Y prueba de que Jesús reconoció en las palabras de la Madre un eco de la voz de su Padre es que, habiendo alegado que aún no había llegado su hora, cambia súbitamente tras las palabras: «Haced cuanto os diga», y realiza el milagro de cambiar el agua en vino.

No fue mera deferencia o cortesía, ni mucho menos debilidad para rechazar una petición inoportuna. Fue reconocimiento, en la voz de la Madre, del eco clarísimo de la voluntad del Padre. Obedeciendo a esa voz, Jesús «realizó este primer signo y manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él». Y San Juan se preocupa, en otros pasajes del Evangelio, de subrayar el escrúpulo de Jesús en no hacer sino lo que el Padre le ordena, en mostrar sólo lo que el Padre le muestra y en guardar celosamente lo que el Padre le da.

Sí, pues, María es por un lado «Hija de Sión», en cuanto encarna lo más santo del Pueblo de Dios, es también Hija de la Voz, que así se dice en hebreo lo que nosotros decimos Eco. Eco de la Voz de Dios = Bat Qol, Hija de la Voz.


2. Entre Caná y el Calvario

La importancia que la figura de la Madre de Jesús tiene en el evangelio según San Juan no la podemos inferir de la abundancia de referencias a ella, pues, como hemos visto, son pocas. La hemos de deducir de la sugestiva colocación, dentro del plan total del evangelio, de las dos únicas y breves escenas en que ella aparece: Caná y el Calvario. Y no sólo –por supuesto– de su lugar material, sino también de su contenido revelador.

Caná y el Calvario constituyen una gran inclusión mariana en el evangelio de San Juan. Encierran toda la vida pública de Jesús como entre paréntesis. Son como un entrecomillado mariano de la misión de Jesús. Abarcan como con un gran abrazo materno –discretísimo pero a la vez revelador de una plena comprensión y compenetración entre Madre e Hijo– toda la vida pública de Jesús desde su inauguración en Caná hasta la consumación en el Calvario.

La María de San Juan no es sólo –como en Marcos– la Madre solidaria con su Hijo ante el desprecio. No es tampoco –como en Mateo y en Lucas– una estrella fugaz que ilumina el origen oscuro del Mesías o la noche de una infancia perdida en el olvido de los hombres.

La Madre de Jesús es para San Juan testigo y actor principal en la vida misma de Jesús. Su presencia al comienzo y al fin, en el exordio y el desenlace es como la súbita, fugaz, pero iluminadora irrupción de un relámpago comparable al también doble inesperado trueno de la voz del Padre en el Bautismo y la Transfiguración.


3. El diálogo en Caná

La Madre de Jesús tal como nos la presenta Juan, sabe y entiende. Es para Jesús un interlocutor válido e inteligente que, como iniciado en el misterio de la hora de Jesús, se entiende con él en un lenguaje de veladas alusiones a un arcano común.

Quien oye desde fuera este lenguaje, puede impresionarse por las apariencias. Aparente banalidad de la intervención de la Madre: No tienen vino. Aparente distancia y frialdad descortés del Hijo: Mujer, ¿qué hay entre tú y yo? Aún no ha llegado mi hora.

Con ocasión de una fiesta de alianza matrimonial, Madre e Hijo tocan en su conversación el tema de la Alianza. La Antigua y la Nueva. Vino viejo y vino nuevo. Vino ordinario y vino excelente que Dios ha guardado para servir al final. Antigua Alianza es agua de purificación ritual, que sale de la piedra de la incredulidad y sólo lava lo exterior. Nueva Alianza que brota inexplicablemente por la fuerza de la palabra de Cristo, como buen vino, como sangre brotando de su interior por su costado abierto y que alegra desde lo interior.

La observación de la Madre –no tienen vino– encierra una discreta alusión midráshica a la alegría de la Alianza Mesiánica, aún por venir, y de la cual el vino es símbolo de la Escritura.

Sabemos por San Lucas que no sólo Jesús sino también María, habla y entiende aquel estilo midráshico, que entreteje Escritura y vida cotidiana. En el evangelio de San Juan, Jesús aparece como Maestro en este estilo, que estriba en realidades materiales y las hace proverbio cargado de sentido divino: hablaba del Templo… de su Cuerpo; como el viento… es todo lo que nace del Espíritu; el que beba de esta agua volverá a tener sed… pero el que beba del agua que yo le daré…; mi carne es verdadera comida…

Y si la observación de María hay que entenderla como el núcleo de un diálogo más amplio, que San Juan abrevia y reproduce sólo en su esencia, también la arcana respuesta de Jesús hemos de interpretarla no como la de alguien que enseña al ignorante, sino como la de quien responde a una pregunta inteligente.

La frase de Jesús «Mujer, ¿qué hay entre tú y yo? Aún no ha llegado mi hora», antes que negar una relación con María es una adelantada referencia a que, una vez llegada la hora de Jesús, se creará entre Él y su Madre el vínculo perfecto, último y definitivo ante el cual, palidecen los ya fuertes que lo unen con su Madre en la carne y el Espíritu. Un vínculo tan fuerte que, como veremos, se podrá decir que la hora de Jesús es a la vez la hora de María, la hora de un alumbramiento escatológico, en la que el Crucificado le muestra en Juan al hijo de sus dolores, primogénito de la Iglesia.

Y si la Madre pregunta indirectamente acerca de la alegría simbolizada por el vino –no hay fiesta si no hay vino, dice el refrán judío–, Jesús alude a una alegría que viene en el dolor de su hora, de su Pasión, alegría que Jesús anunciará oportunamente a su Madre, desde la Cruz, como la dolorosa alegría del alumbramiento.


4. La escena en el Calvario

Y con esto hemos iniciado nuestra respuesta al segundo hecho sorprendente: el de la frialdad y distancia que parece interponer Jesús en sus diálogos con su Madre. Acabamos de insinuar el sentido de la segunda escena mariana en el evangelio de Juan: la del Calvario. Tomémosla en consideración con más detenimiento:

«Junto a la cruz de Jesús estaban su Madre, la hermana de su Madre, María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su Madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su Madre: “Mujer, ahí tienes a tu Hijo”. Luego dice al discípulo: “Ahí tienes a tu Madre”. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19, 25-27).

Nos parece que podemos partir para interpretar el sentido de este pasaje, de las palabras «desde aquella hora». Juan ama las frases aparentemente comunes, pero cargadas de sentido. Y ésta es una de ellas. Porque aquella hora es nada menos que la hora de Jesús; de la cual él dijo:

«ha llegado la hora…, ¿y qué voy a decir? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero, ¡si para esto he llegado a esta hora! ¡Padre, glorifica tu nombre!» (Jn 12, 23-27).

Para San Juan la hora de alguien es el tiempo en que este cumple la obra para la cual está particularmente destinado. La hora de los judíos incrédulos es el tiempo en que Dios les permite perpetrar el crimen en la persona de Cristo o de sus discípulos:

«Incluso llegará la hora en que todo el que os mate piense que da culto a Dios. Y lo harán. Porque no han conocido ni al Padre ni a mí. Os lo he dicho para que cuando llegue la hora os acordéis…» (16, 3-4).

Y esta expresión la hora, posiblemente se remonta a Jesús mismo, fuera de los numerosos pasajes de San Juan, también Lucas, nos guarda un dicho del Señor que habla de su Pasión como de la hora:

«Pero ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas» (Lc 22, 53).

La hora de Jesús es aquél momento en que se realiza definitivamente la obra para la cual fue enviado el Padre a este mundo. Es la hora de su victoria sobre Satanás, sobre el pecado y la muerte: «Ahora es el juicio de este mundo, ahora el Príncipe de este mundo será derribado; cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 31-32).

Por ser la hora de la Pasión una hora dolorosa pero victoriosa a la vez, está para San Juan íntimamente unida a la gloria, a la gloriosa victoria de Jesús. Y esa gloria se manifiesta por primera vez en Caná. Es la misma con la que el Padre glorificará a su Hijo en la cruz. Y María es testigo de esta gloria en ambas escenas.

Esa coexistencia de sufrimiento y gloria que hay en la hora se expresa particularmente en una imagen que Jesús usa en la Ultima Cena y que compara su hora con la de la mujer que va a ser madre:

«La mujer, cuando da a luz, está triste porque ha llegado su hora, la del alumbramiento, pero cuando le ha nacido el niño ya no se acuerda del aprieto, por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo» (Jn 16, 21).

Me parece que esta imagen no acudió casualmente a la cabeza de Jesús en aquella víspera de su Pasión. Creo más bien que es como una explicación adelantada de la escena que meditamos. Y que, a la luz de esta explicación Juan habrá podido comprender la profundidad del gesto y de las últimas palabras de Jesús agonizantes a él y a María.

¿Habrán recordado Jesús, Juan, María, el oráculo profético de Jeremías o algún otro semejante?:

«Y entonces oí una voz como de parturienta, gritos como de primeriza. Era la voz de la Hija de Sión, que gimiendo extendía sus manos: “Ay, pobre de mí, que mi alma desfallece a manos de asesinos”» (Jer 4, 31).

Al pie de la cruz, la Hija de Sión gime y siente desfallecer su alma a causa de los asesinos de su Hijo. Y Jesús, que la ve afligida, comparable a una parturienta primeriza en sus dolores; Jesús, que advierte el gemido de su corazón; aludiendo quizás en forma velada a algún oráculo profético como el de Jeremías, la consuela con el mayor consuelo que se puede dar a la que acaba de alumbrar un hijo: mostrándoselo. «He ahí a tu hijo», le dice mostrándole al discípulo, el primogénito eclesial del nuevo pueblo de Dios que Jesús adquiere con su sangre. Juan, el bienaventurado que ha permanecido en las puertas de la Sabiduría en aquella hora de las tinieblas:

«Bienaventurado el hombre que me escucha, y que vela continuamente a las puertas de mi casa, y está en observación en los umbrales de ella» (Prov 8,34).

Juan, el primogénito de la Iglesia, permanece junto a los postes de la puerta de la Sabiduría, marcada con la sangre del Cordero, para ser salvo del paso del Angel exterminador.

Jesús revela que su hora es también la hora de su Madre. Lejos de distanciarse de ella o de renegar de su maternidad, la consuela como un buen hijo a su Madre, pero también como sólo puede consolar el Hijo de Dios: mostrándole la parte que le cabe en su obra. Mostrándole en aquella hora de dolores, a su primer hijo alumbrado entre ellos.

He aquí indicada la dirección en que nos parece que se ha de buscar la explicación de ese Mujer con que Jesús habla a su Madre en el evangelio de Juan. Tanto en Caná como en el Calvario, Jesús ve en ella algo más que la mujer que le ha dado su cuerpo mortal y a la que está unido por razones afectivas individuales, ocasionales.

Para Jesús, María es la Mujer que el Apocalipsis describe, con términos oníricos, en dolores de parto, perseguida por el dragón, huyendo al desierto con su primogénito. Es la parturienta primeriza de Jeremías, dando a luz entre asesinos. Jesús no ve a su Madre –como nosotros a las nuestras– en una piadosa pero exclusiva y estrecha óptica privatista, sino en la perspectiva de la hora, fijada de antemano por el Padre, en que recibiría y daría gloria. Esa gloria que es una corriente que va y viene y, como dice Jesús, está en los que creen en él: Yo he sido glorificado en ellos (Jn 17, 9-10), los que tú me has dado y son tuyos, porque todo lo mío es tuyo. El Padre glorifica a su Hijo en los discípulos llamados a ser uno con él, como él y el Padre son uno. Y María, Madre del que es uno con el Padre es también Madre de los que por la fe son uno con el Hijo.

Por eso, al señalar a Juan desde la cruz, Jesús se señala a sí mismo ante María, la remite a sí mismo, no tal como lo ve crucificado en su Hora, sino tal como lo debe ver glorificado en los suyos, en los que el Padre le ha dado como gloria que le pertenece. Y la remite a ella misma: no según su apariencia de Madre despojada de su único Hijo, humillada Madre del malhechor ajusticiado, sino según su verdad: primeriza de su Hijo verdadero, nacido en la estatura corporativa –inicial, es verdad, pero ya perfecta– de Hijo de Hombre.

Se comprende así lo bien fundada en la Sagrada Escritura que está la contemplación eclesial de la figura de María como nueva Eva, esposa del Mesías y Madre de una humanidad nueva de Hijos de Dios. En efecto, en la tradición de la Iglesia se ha interpretado que en el apelativo Mujer está la revelación de grandes misterios acerca de la identidad de María. Por un lado, se ha reconocido en ella a la Nueva Eva que nace del costado del Nuevo Adán, abierto en la cruz por la lanza del soldado. Como nueva Eva ella celebra a los pies de la cruz un misterioso desposorio con el Nuevo Adán, que la hace Esposa del Mesías en las Bodas del Cordero. Allí por fin, Jesús la hace y proclama Madre, parturienta por los mismos dolores de la redención que fundan su título de corredentora. Madre de una nueva humanidad, de la cual Juan será el primogénito y el representante de todos los creyentes.

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